Falta poesía

Ricardo Riverón Rojas
5/6/2018

Me senté frente el televisor, un domingo en la noche, y me regalaron, varias veces, este parlamento: “Muchacho(a), tienes mucho potencial, no importa si no pasas a la siguiente ronda; ya con llegar hasta aquí tienes asegurado un destino en el mundo artístico”. Quien regala la predicción, con su tono canónico y salomónico, parece dueño del futuro, cebador de sueños que engordan en un ambiente “hervido con trapo y lentejuelas” (bueno: trapo, luces y pirotecnia). Alguien entrañable, junto a mí, comenta: “¡Qué lindo; eso sí es poesía!”.


Bailando en Cuba. Foto: La Jiribilla

 

Sabemos que los códigos de receptividad cambian: el agotamiento en la naturaleza estructural de los mensajes acaba fosilizándolos. La humanidad, en perpetua evolución, deriva sus insatisfactorios paradigmas y, sobre una plataforma donde estos subyacen, engendra nuevas perspectivas que, aupadas por la reiteración publicitaria, acaban estableciéndose de manera canónica. Lo malo es que la dinámica de ese proceso, desde hace décadas, tiende a la reducción de las complejidades hasta despeñarlas por lo ramplón.

Los modelos de intercambio cultural, desde hace ya varias décadas, se despegaron definitivamente de los códigos de la oralidad cruda y pura si no están asociados a lo espectacular, a lo visual cada vez más despampanante. La eclosión tecnológica donde la frase melcochosa —también a tono con el discurso del hoy perpetuo— capitaliza casi todos los protagonismos en lo tocante a la receptividad.

Lo expresado en el primer párrafo lo viví mientras mi familia degustaba Bailando en Cuba (antes, aun peor, Sonando en Cuba). Su cercanía con propuestas como La Voz Kids, Factor X o La Banda, sujetas al despliegue aparatoso de elementos escenográficos, candilejas led y el suspense de la fanfarria, me confirmaron su naturaleza imitativa. Cualquier persona medianamente enterada, con mínimo dominio sobre la hegemonía de los lenguajes, rechazaría el consumo de esos productos, afrontando los repudios de la familia, o del receptor manipulado.

En uno de los primeros pasajes de La condición postmoderna, Jean-François Lyotard, afirma:

La condición postmoderna es (…) tan extraña al desencanto, como a la positividad ciega de la deslegitimación. ¿Dónde puede residir la legitimación después de los metarrelatos? (…) El criterio de operatividad es tecnológico, no es pertinente para juzgar lo verdadero y lo justo. El saber postmoderno no es solamente el instrumento de los poderes. Hace más útil nuestra sensibilidad ante las diferencias, y fortalece nuestra capacidad de soportar lo inconmensurable. No encuentra su razón en la homología de los expertos [1].

Si cuestionáramos tales preceptos, de génesis primermundista, acaso podríamos alcanzar una mínima reconciliación con lo que nos presentan como metarrelatos y de esa forma restituirles su legitimidad como “relatos”. No obstante, el tiempo transcurrido desde aquellos razonamientos de Lyotard, lejos de restauraciones incorporó otras demoliciones simbólicas que incineraron, hasta su casi total desaparición, en la pira de lo light y lo fashion, los lenguajes de expertos.

Una especie de exacerbación de la performatividad —opción por la que ha votado la TV cubana a través de RTV Comercial—, constituye una de las más preciadas cartas de triunfo de los programas que antes mencioné. Someten a constante agresión “nuestra capacidad para soportar lo inconmensurable”.

Ese “nuevo” discurso mediático modela la magnificación de los coaches y jurados (en su edulcorada individualidad) mediante exposiciones, más emotivas que profesionales, de sospechosas aristas (seudo)filantrópicas capaces de nutrir exponencialmente su capital simbólico y, en consecuencia, definir con contornos más destellantes el espejismo cultural que los deifica.

A ello se le añade (siempre en el terreno de la visualidad) el despliegue propagandístico que los pone a sonreír y practicar arrumacos en spots, posters y mensajes, ubicados en los más impredecibles espacios públicos de nuestro entorno.

No creo exagerar cuando percibo, en las referidas propuestas, una manipulación que, aprovechando el vacío de espacios de iniciación en la dinámica cultural de nuestros medios, acaba prestando servicio a intereses menos elevados de lo que se proclama. Las figuras involucradas en esas propuestas se consagran crecientemente, con frases simples y alusiones de monda pedagogía, reñida con el relato inteligente. En ese carril los medios, con su inconmensurable poder, despejan sendas expeditas a los líderes.

Sonando en Cuba
Sonando en Cuba. Foto: La Jiribilla

 

Si en la primera y segunda ediciones de Sonando en Cuba disfrutamos el debut mediático de figuras jóvenes que vinieron a refrescar los desgastados mensajes musicales de nuestra TV, y tal performance se logró con la explotación de un repertorio de lujo de la música cubana, la tercera y última nos puso, con impúdica insistencia, frente a composiciones de dos de los coaches, algunas de ellas nunca antes (o muy pocas veces) escuchadas. Fue la apoteosis de la automagnificación vestida con túnicas de mecenas.

La referencia epidérmica a elementos de la tradición, en uno y otro programa, se aviene muy bien con lo que el propio Lyotard razonara sobre la ya mencionada performatividad.

Con ella [la performatividad] se las debe entender el mundo postmoderno. La nostalgia del relato perdido ha desaparecido por sí misma para la mayoría de la gente. De lo que no se sigue que estén entregados a la barbarie. Lo que se lo impide es saber que la legitimación no puede venir de otra parte que de su práctica lingüística y de su interacción comunicacional. Ante cualquier otra creencia, la ciencia “que se ríe para sus adentros” les ha enseñado la ruda sobriedad del realismo [2].

A nuestra realidad de hoy le falta poesía, no en el sentido que pudiera asignarle su consumo en versos (impresos o recitados), sino en el de la cala profunda de los lenguajes creativos, en la jerarquización de protagonismos legítimos, en el aprovechamiento de una tradición y una historia de voluminosas y cuidadas dimensiones. Los lenguajes poéticos, entendidos como desautomatización de las asociaciones conceptuales o metafóricas comunes, formaron parte de nuestra realidad hace apenas tres décadas. En la medida en que creció el culto a la simpleza, el reciclaje de lo banal, de la hegemonía audiovisual, ganaron espacio —casi sin dejar rendijas— la agresivas construcciones reguetoneras, la ponderación del bocadillo tonto del tipo “queremos que la pasen bien, que disfruten”, “qué bueno que están con nosotros”, equivalentes a la supina exhortación a no complicarse con juicios de valor.

Y no hablo de un fenómeno que enfrente, extemporánea y falazmente, lo culto con lo popular. Programas como los que ahora critico son los que alejan ambas esferas, no de manera gruesa, sino con el sutil ensamblaje de unos códigos de comunicación que ponderan, con la globalización como argumento, el reduccionismo retórico en pos de la exaltación grandilocuente de las imágenes.

Nuestra televisión “comercial” debía proponerse que las matrices culta y popular se trasfundan en una ósmosis menos reductora, nada nuevo para la cultura cubana, que puede exhibir, por ejemplo, a un Sindo Garay que supo cantarle a unos ojos provocadores de la puesta del sol; o un César Portillo de la Luz, con la amada convertida en parte de su alma; o un Silvio Rodríguez capaz de descubrir que aunque las cosas cambien de color, la gente suele transformarse siempre al caminar; o un Germán Pinelli (para no salir del medio), dotado para dialogar —como nadie después de él— con nuestros televidentes apoyado en una florida oralidad de eficaces complicidades. Solo expongo ejemplos, no fórmulas.

Falta poesía, no solo en la TV, sino en casi todas las esferas de nuestra vida. No quiero decir que carezcamos por completo de actos poéticos en nuestra ya larga épica cotidiana. Precisamente la épica, en décadas precedentes, alcanzó gracias a la oratoria política, momentos de gran vibración lírica donde se involucraron tirios y troyanos. No son aquellos tiempos, pero la pedestre inserción en los códigos postmodernos no ha logrado articular, desde centros de alta influencia o hegemonismo institucional, una norma de comunicación a tono con el alto ideal que sustenta nuestra política cultural.

Soy consciente de que a un asunto tan complejo se le podría mirar, tal vez con mejor acierto, desde otros ángulos, pero ruego no se me exijan demostraciones rotundas sobre lo razonado, porque como bien argumentó Aristóteles en su Ética a Nicómaco: “casi un mismo error es admitir al matemático con dar razones probables, y pedirle al retórico que haga demostraciones”[3]. La única demostración posible está en la propia poesía.

 

Notas:

[1]  Jean-François Lyotard: La condición postmoderna (informe sobre el saber), Editorial R.E.I. Argentina S.A., Buenos. Aires, 1991, I.S.B.N. 950-495-030-X , pp. 4-5.
 
[2]  Jean-François Lyotard: Ob. Cit. p. 34.
 
[3]  Aristóteles, Ética a Nicómaco. Introducción, Traducción y Notas de José Luis Calvo Martínez, Alianza Editorial, Madrid 2001.