En mi libro La dama y el escorpión, destinado al estudio de las relaciones entre poesía y plástica en tres autores del grupo Orígenes, destiné un capítulo a Fina García Marruz que titulé “El desciframiento de la superficie”. Allí me detenía en algunos de los rasgos de la poética de esta autora: el misterio de la visión; la apariencia como primer acceso al mundo de lo esencial; el detalle cotidiano revelador de grandes verdades. Además resaltaba allí los nombres de artistas, obras pictóricas y procedimientos de las artes visuales, de los que se apropia en su poesía y prosa reflexiva, desde su juventud, hasta la plenitud de un cuaderno excepcional: Los Rembrandt de L´Hermitage (1993).

En días recientes, gracias a su sobrina Josefina de Diego García Marruz, comencé a fijarme en el reverso del asunto: Fina vista por los artistas plásticos. Me impresionó la imagen de Fina posando junto a una cabeza para la que había servido de modelo. Fefé asegura que era de bronce, aunque algo me hace pensar que en realidad era de terracota o yeso patinado. Es posible atribuir la pieza, gracias a ciertos rasgos estilísticos, a su amigo el escultor Jesús Rodulfo Tardo (Matanzas, 1914-Nueva York, 1998).Como tantas cosas de nuestra cultura, la obra parece perdida.

“Comencé a fijarme en el reverso del asunto: Fina vista por los artistas plásticos”.

También gracias a ella he podido ver un dibujo de José Felipe Núñez Booth (Matanzas, 1919-La Habana, 1993) que esboza de manera muy delicada los perfiles de Fina y Bella. Así mismo, algunos datos proporcionados por la memoriosa sobrina me condujeron a localizar en una galería norteamericana un óleo sobre masonita creado por Cundo Bermúdez en 1940, que es un retrato de ambas hermanas, muy singular, porque se sale de la manera habitual de este artista y está lleno de un aire clásico, no solo presente en los perfiles de las muchachas, ataviadas con unas túnicas sin adornos, sino por su ubicación en una especie de pequeño huerto separado del mundo por tapias desnudas y un portal de columnas sugerido al fondo. Las representadas sostienen una larga cinta blanca que las enlaza como alusión al vínculo existente entre ellas. Recuérdese que el término latino vinculum significa cadena, enlace o amarra. Es una obra misteriosa como pocas.

Esta pequeña galería se enriquece además con la fotografía que uno de los grandes y casi olvidados artistas del lente de la Isla, Julio López Berestein (La Habana, 1917-1968), hiciera de Fina y Bella en su juventud, posando, hombro con hombro, en actitudes meditativas y que Eliseo Diego atesoraba cerca de su escritorio.

Sin embargo, prefiero detenerme en una pieza que tuvo mayores resonancias para la poetisa: el retrato que le hiciera Fidelio Ponce cuando ella cumplió quince años. Sabemos que su madre, Josefina Badía Baeza, había rechazado la sugerencia de Víctor Manuel de hacerlo, quizá porque no le gustaba el quehacer del creador de las “gitanas tropicales” y prefirió al artista bohemio camagüeyano que se confesaba discípulo del Greco.

“En el retrato vestía como una esgrimista y usaba la boina de sus paseos por el Prado”.

En la legendaria casa de Neptuno 308, altos, se creó la obra, o al menos se esbozaron los estudios previos para su confección. No puedo sustraerme de citar un fragmento de un texto de Camilo Venegas Yero titulado “Lo que le dictaron el cierzo y la oliva”, donde mezcla datos aportados por García Marruz con otros seguramente fabulados por él:

Un día la sala de la casa se llenó de silencio y toda la luz fue dada al pintor. La muchacha se sentó en una de las sillas pintadas en marfil; y Ponce le fue probando todos los sombreros que tuvo a mano. Algunos eran antiguos, otros eran a la moda y los últimos nunca se supo, porque siempre habían estado guardados. (…) Ponce nunca miró a Fina mientras la pintaba, pero ella no se atrevió a moverse de su pose, por temor a estropear los dictados del cierzo y el oliva. Cuando el cuadro estuvo terminado, Fina fue hasta él con los ojos cerrados, como si jugara a la gallinita ciega y no al serio encuentro con lo eterno. Pero… ¡Dios mío ! La mirada era otra, mucho más suya, los guantes blancos eran todo un préstamo del olvido y los sombreros habían desaparecido: en el retrato vestía como una esgrimista y usaba la boina de sus paseos por el Prado; una boina que Ponce le vio una o dos veces, pero que acudió a la fijación de la imagen con su prestancia definitiva.[1]

Lo interesante es que la obra acompañó a Fina a lo largo de su existencia y, de hecho, ella procuró en más de un momento de su vida hacer su hermenéutica como a un enigma que debía descifrar. En la primera ocasión, sucede en el poema “Los extraños retratos”, incluido en el libro Las miradas perdidas (1951). Se trata ahora de una mujer de 28 años, casada desde un lustro antes y madre ya de un hijo, que se aproxima a aquel lienzo para dialogar, llena de extrañeza, con él:

En el oscuro cuarto en que levanto
la mano con un gesto
polvoriento,


donde no puedo entrar, allí me miras
con tu traje y tu terco
fundamento,


y no sé si me llamas o qué quieres
en este mutuo, extraño
desencuentro.


Y a veces me parece que me pides
para que yo te saque
del silencio,


me buscas en los árboles de oro
y en el perdido parque
del recuerdo,


y a veces me parece que te busco
a tu tranquila fuerza
y tu sombrero,


para que tú me enseñes el camino
de mi perdido nombre
verdadero.[2]

Imagen: La Jiribilla

Sobre el lienzo vuelve la autora en 1969 con otro texto: “El retrato de Ponce”, incluido en Visitaciones. La primera sección del poema está ocupada por el propio pintor, caracterizado de manera harto elocuente en unos pocos versos: “atravesando toda la habitación / con un rodeo desdentado y príncipe,/ el sombrero de enormes alas gachas”. Si esta descripción se hace memorable es por la vecindad del término “príncipe”, destinado a cualificar moralmente a Ponce, junto al grotesco de los rasgos físicos: desdentado y con un gran sombrero, como aparece en tantas fotos y en la memoria de sus contemporáneos. Esta figura que clama por la posteridad, va a visitar la tela, no para ver lo que hizo y ahí está la paradoja del poema, sino para aprender de sí mismo, que solo transcribió, consigna la escritora, “lo que le dictaron el cierzo y el oliva”. Este verso tiene una peculiar connotación plástica; en él se mezclan dos elementos, uno perceptible, pero invisible: el cierzo, y otro que es un color —que aparece muy frecuentemente en los lienzos de Ponce, especialmente como un matiz en ciertos rostros—, por lo que la proximidad de un elemento natural y lo visual producen una sensación de misterio que prepara el descubrimiento de la imagen en el cuadro.

Viene después una descripción del contenido del lienzo, pero con un grado tal de distanciamiento, que solo de manera muy parcial parece la poetisa reconocerse en esa imagen:

Envuelta en una luz verdosa
de fantasmal  marina, aparecía en el lienzo,
con solo un toque grana en los labios fruncidos,
sin que se vieran los ojos
y sí la sombría mirada,
una mirada como la que debían tener
los muertos que hemos olvidado demasiado pronto.
Qué estanque tan quieto y tan lleno de limo era
yo allí algunas tardes!
Tras la albura aparente de la edad
la corrupción devoraba los blancos.[3]

“La escritora se ve a sí misma marcada por la inocencia de la edad, pero sujeta a la corrupción del tiempo”.

Fina demuestra una particular capacidad de observación al aproximarse a la tela, descubre en ella los colores típicos de la paleta de Fidelio identificados por la “luz verdosa”, el “toque grana”, “los blancos”, mientras que la figuración solo es presentada muy parcialmente: “labios fruncidos”, “sin que se vieran los ojos”, “sombría mirada”; esta última, relacionada con la metáfora “estanque tan quieto y tan lleno de limo”, logra reproducir esa sugerencia de las figuras de Ponce que no están hechas para representar a nadie en específico, sino para producir una atmósfera, un estado de ánimo.

La escritora se ve a sí misma marcada por la inocencia de la edad, pero sujeta a la corrupción del tiempo, esa que va a devorar los blancos. Quietud, ánimo sombrío, presentimientos surcan la obra. A partir de allí, la pieza es vista como una profecía, la tela contiene en sí presente y futuro, la carne y la aventura del espíritu que ella espera vivir. La maestría del cuadro no está en detalles técnicos, sino en la genial intuición que puede convertir la imagen en símbolo de su propia interioridad, marcada por la lucha agónica para alcanzar el reino de la trascendencia. El aire de esgrimista, “el pecho traspasado”, son precisamente prefiguraciones de ese combate espiritual. La tela ha cruzado el umbral de lo sensorial y anecdótico, se ha hecho reflexión, entrevisión de un orbe sacro.

Nadie sino aquel ciego,
aquel vidente,
que en nada se fijaba
vio más, vio la amenaza
acechando, minando, devastando,
la débil luz tras la armadura,
con algo de esgrimista:
el pecho traspasado
por una estocada profunda,
el reino lejos, lejos,
y, tras la sangre invisible,
el guante blanco.[4]

El lienzo del camagüeyano motivaría otros textos de autores muy cercanos a Fina, es el caso del soneto de Eliseo Diego, “La joven de la boina”, incluido en Inventario de asombros. El primer cuarteto es una descripción sintética del cuadro:

La joven de la boina a quién espera.
Sesgan la sombra el leve rostro grave


y el guante de esgrimista, esbelto y suave,
roza el jubón, y duerme. Luz austera.[5]

La estrofa siguiente nos conduce a la profunda paz de la muchacha, a su reflexiva distancia. El poeta ha descubierto la continuidad de la familiaridad en la “otredad”, que aquí radica tanto en el mundo de la perfección artística como en el ensimismamiento espiritual de la retratada. El terceto final es el que capta mejor tanto el carácter de Fina como la nostálgica condición de la pintura de Ponce: “Tan familiar, tan otro el rostro leve. / Los ojos en su sombra miran lejos./ Tú estás en otra parte, hermana mía”.

“La representada no es solo la escritora, sino el alma en sentido amplio”.

Más notable aún es “El retrato (de Fina a sus quince años, por Fidelio Ponce)”, escrito por Cintio Vitier en 1992, e incluido en su libro Nupcias. Este poema insiste más en apresar detalles descriptivos de la obra y en transportarlos a una dimensión trascendente donde la representada no es solo la escritora, sino el alma en sentido amplio y a la vez la Isla, marcada por el sufrimiento y la vigilia, ambas signadas por un rigor que las convierte en un símbolo ético:

Es otra vocación, no la italiana
aunque la roce intensa melodía,
ni la de apóstoles que un fuego sopla
más allá de las piedras de Toledo,
aunque esa mano se la lleve al pecho:
es la insular con dignidad y enigma
tocados por el brillo centinela
de la arena empapada y el palmar
que la estrella recobra sin nombrarlo,
trasmundo del rumor, brisa callada,
sagrado el labio de piedad plegado
como quien otra mano, la invisible,
entorna ante los ojos divisando
las naves del martirio con la espuma
llegando a las volutas de su marco.[6]

Una pintura y tres miradas a ella nos devuelven a esa filosofía particular que la escritora ha enunciado más de una vez y que es una mezcla de estética y teología:

El misterio (…) es siempre una revelación, una Aparición, por tanto, está ligado a su apariencia, es el comienzo mismo de toda historia. El Misterio no es porque oculte algo detrás, sino por todo lo contrario, porque ha aparecido absolutamente en la luz, que es más misteriosa que las tinieblas como el rostro lo es más que la entraña. Por eso para el poeta, ligado a las apariencias, el mundo es misterioso; para el filósofo, ligado a las esencias, el mundo es enigmático. El filósofo se pregunta por el ser de las cosas porque para él cada cosa es una máscara, una emboscada, en tanto que para el poeta el ser está en su revelación en cada cosa de un modo entero.[7]


Notas:

[1] Camilo Venegas: “Lo que le dictaron el cierzo y el oliva”, La Revista del Vigía, nros. 1 y 2, Matanzas, 1992, p.73.

[2] Fina García Marruz: “Los extraños retratos”, Obra lírica. Editorial Letras Cubanas, La Habana, 2008, t. I, p. 56.

[3] Fina García Marruz: “El retrato de Ponce”, Obra lírica,t. I, p. 211.

[4] Ibídem.

[5] Eliseo Diego: “La joven de la boina”, Inventario de asombros. Editorial Letras Cubanas, La Habana, 1982, p. 400.

[6] Cintio Vitier: “El retrato (de Fina a sus quince años, por Fidelio Ponce)”, Nupcias,Editorial Letras Cubanas, La Habana, 1993, p.187.

[7] Fina García Marruz: “José Martí”, Ensayos. Editorial Letras Cubanas, La Habana, 2008, p. 49.

1