Fronteras del son

Santiago Auserón
11/10/2018

En 1929, en ocasión de la Exposición Iberoamericana de Sevilla, el Septeto Nacional de Ignacio Piñeiro viajó a España, se presentó en el Pabellón de Cuba de dicha Exposición y realizó un registro fonográfico para La Voz de su Amo en Madrid, a comienzos del mes de octubre. Una agrupación sonera de creación reciente se hacía reconocer en la metrópoli tan solo tres décadas después de culminar la independencia cubana. El son ofrecía al mundo tonos frescos, jóvenes como su nación, lentamente madurados durante cuatro siglos de soles y sombras. Antes que la madre España, el negocio discográfico norteamericano, en los inicios de su formidable expansión, había detectado el potencial sonero. Pero los avatares de la historia interrumpieron —primero en España y luego en Norteamérica— la difusión natural de la recreación cubana de ritmos y melodías populares en nuestra lengua.

Durante la dictadura franquista, notables artistas cubanos como Dámaso Pérez Prado, Antonio Machín y Olga Guillot alcanzaron popularidad en España, aunque confundidos en el magma indistinto de la canción ligera. Los muchachos de mi generación heredamos información acerca del mambo y del cha-cha-cha, retazos de guaracha y algunos memorables boleros cubanos y mexicanos, sin alcanzar a reconocer su linaje. La juventud española estaba pendiente de la sonoridad eléctrica de origen afronorteamericano y de sus derivas británicas. En las tiendas de discos y en los centros comerciales no había espacio para la música cubana antes de la edición de Semilla del son, primera antología internacional del género, que tuve el honor de compilar a finales de la década de los ochenta. El detalle de mi acercamiento al son a lo largo de tres décadas se halla en el opúsculo homónimo de la citada antología, publicado hace un año, que lleva por subtítulo: De cómo la música popular cubana germinó en suelo español.

Tenemos hoy perspectiva para cuestionar el alcance de estos hechos. Mi primera motivación para viajar a Cuba en busca del son tuvo que ver con la lengua, surgió en las discusiones entre roqueros acerca de la dificultad del verso español para adaptarse a la rítmica sincopada internacional. Durante los años sesenta y setenta, los compositores y los cantantes populares españoles solían forzar la entonación natural de la frase para adaptarla a los ritmos de moda, condicionando la melodía y deformando los acentos de las palabras. La rígida dicción volvía artificiosa la aproximación al influjo negro que nos llegaba principalmente en lengua inglesa. El contacto directo con la música cubana desde 1984 me ayudó a entender que dicho influjo convivía desde hacía siglos con mi propia lengua, a flexibilizar el verso en mis canciones y a ampliar el alcance de la imaginería poética en dos sentidos: hacia atrás, tras la pista de una tradición lírica que el habla y la canción cubanas conservaban mejor que en España; y también hacia lo urbano contemporáneo, que los soneros parecían meter en copla con la mayor facilidad.


Santiago Auserón, también conocido como Juan Perro. Foto: Ariel Cecilio Lemus

 

Después de constatar las consecuencias musicales de nuestra comunidad parlante, al reflexionar sobre la proyección internacional del son, cabe preguntarse qué perciben en él los hablantes de otra lengua, en particular de lengua inglesa. Sobre todo, cuando uno ha experimentado la situación contraria desde la infancia, escuchando canciones en inglés cuya letra no hacía falta entender para bailar y pretender emular, con los sentidos cautivos de un horizonte de emociones compartidas. Buscando simetrías en la historia reciente de la música popular, podemos preguntarnos, por ejemplo, qué encanto percibió el compositor norteamericano George Gershwin en los sones del Septeto Nacional de Ignacio Piñeiro, que tuvo ocasión de escuchar en vivo, durante su visita a La Habana, en la emisora de radio CMCJ, en febrero de 1932. ¿La frescura del timbre popular, la dulce inocencia de las melodías, la trabazón del esqueleto rítmico? ¿Era Gershwin tomando nota ante el Septeto Nacional como un niño español escuchando por vez primera su famoso Summertime? No exactamente.

De sobra conocida es la apropiación del comienzo de Échale salsita por parte del compositor norteamericano para incluirlo en su Obertura cubana. Y la humildad proverbial de Piñeiro al verse tratado como producto del folclore de su tierra. Si nos fijamos en el significado desnudo de aquella anécdota, veremos que destacan en ella algunos rasgos notables. La frase inicial del son de Piñeiro: “Salí de casa una noche aventurera…” es un verso excelente, bien moldeado, de métrica impar, no tradicional, pero de musicalidad natural contagiosa, que expresa perfectamente una idea. Su melodía se ajusta a la figuración de un patrón tradicional del tres que, a su vez, se apoya sobre la clave y el bongó. El verso termina dándole al calificativo de la salida nocturna —“aventurera…”— cierto aire de tonadilla española, frecuentadora de los tugurios del hampa. Gershwin opta por fragmentar la frase —suprimiendo precisamente las cuatro notas finales que dan ocasión para desplegar su lirismo— y la convierte en instancia urgente que preserva el dinamismo jovial, pero cede en lirismo para sugerir un movimiento casi mecanizado. Así tratada, la frase sirve de motivo funcional para articular en la partitura culta el paisaje de impresiones que una estancia fugaz en Cuba pudo producir en el ánimo de Gershwin. Sobre la fluidez original del verso de Piñeiro, cuyo carácter narrativo parece prepararse de antemano para el clímax del montuno, se impone el pragmatismo de un compositor internacionalmente reconocido que trata el son como mera impresión de viaje, apta para ser recortada e insertada en una obra mayor sin merecer crédito. La salida noctámbula y aventurera del sonero desemboca, por su parte, en un estribillo legendario que, como ustedes saben, da nombre a todo un movimiento de música latina internacional, con base en Nueva York: “salsa”. Es lo que podríamos llamar la venganza de Piñeiro.

Poco después de la publicación de Semilla del son, en 1991, apareció otra antología del mismo género editada por el sello Luaka Bop, dirigido por el roquero neoyorkino David Byrne. La comparación entre ambas recopilaciones resulta instructiva: en la de Luaka Bop, titulada con suave ironía Dancing With the Enemy, es encomiable la ampliación del interés norteamericano por los diversos géneros de música popular cubana, con predominio de los bailables. Este fonograma fue el segundo de una serie (Cuban Classics, 1, 2 y 3) que inauguró un volumen dedicado por entero a Silvio Rodríguez y cerró un tercer volumen de son eléctrico. En lo que a son y rumba tradicionales se refiere, la compilación de Luaka Bop fue algo presurosa y miscelánea, en tanto que Semilla del son se propuso transmitir en cinco fonogramas una imagen coherente y rigurosa de la evolución histórica del son en su época dorada. La comunidad de lengua nos favoreció, sin duda, tanto en la fase de documentación como en la búsqueda de archivos protegidos de la luz en los estantes de la EGREM. Pero, en el contraste entre esas dos lecturas del son cubano, la urgencia del negocio y de la actualidad volvió a oponerse a la necesidad de prestar oído fino y ahondar en el sentido de las tradiciones.

Mi segunda incursión en la música cubana como productor se centró en la figura de Francisco Repilado, “Compay Segundo”, cuyo repertorio grabé en Madrid antes de que se convirtiese en figura central y carismática de Buenavista Social Club, disco y película que tuvieron el mérito de llevar a término la internacionalización del son cubano. No sin riesgo por parte de su productor Ry Cooder, quien, al parecer, se vio obligado a pagar una multa sustanciosa por viajar a Cuba ilegalmente para llevar a cabo el proyecto. Pero a los roqueros admiradores de su obra nos dejó con las ganas de asistir a un encuentro creativo entre dos géneros mestizos de música popular de influjo negro, uno anglosajón y otro hispano, que no paran de tenderse cables sin dejar de mantener las distancias.

El devenir contrastado del son en España y en el mercado anglosajón no agota su ámbito internacional, ni mucho menos. En medio quedan todos los lazos naturales de la música cubana con el resto de América Latina: México, Puerto Rico, República Dominicana, Colombia y Venezuela en primer término. Pero la reanudación de un flujo de mayor alcance, más allá de la frontera lingüística del norte y del océano Atlántico que, aunque respondiera a la proximidad geográfica o cultural, se vio artificialmente interrumpido durante décadas, tiene un significado particular para el devenir de la música popular contemporánea. Merece la pena prestar oído a esas zonas de contacto en que se producen chispas entre dos lenguas y dos culturas.

Durante la grabación de mi primer disco bajo el nombre de Juan Perro, en los estudios de la EGREM de la calle San Miguel, en diciembre de 1994, un escritor y músico norteamericano que hablaba un castellano aceptable se mostró interesado por la fusión que estábamos cocinando entre músicos españoles, británicos y cubanos. Veintidós años después, a finales de noviembre de 2016, en pleno duelo por el fallecimiento del Comandante Fidel Castro, la figura espigada de Ned Sublette se dejó ver de nuevo por la terraza del Hotel Presidente para unirse con naturalidad a nuestra charla con el maestro Pancho Amat, como si el tiempo no hubiera transcurrido. En un brillante artículo que me hizo llegar días más tarde,[1] Ned Sublette, fundador del sello Qbadisc, cruza decididamente la frontera del negocio anglosajón y entra en detalles musicológicos relativos al ritmo para explicar la diferencia entre dos universos musicales: del lado cubano, la subdivisión del tiempo binario en corcheas regulares facilita la polirritmia o superposición de cuentas binarias y ternarias, permitiendo la variación de acentos en torno a las claves de son y de rumba —entre otras—, dentro de la matriz más universal de la síncopa conocida como tango africano. Del lado norteamericano, la subdivisión en pares de “corcheas desiguales” (“uneven eights”, dice Sublette) da lugar al swing norteamericano y marca con su impronta la era del jazz.

La idea de Sublette es acertada, aunque sería más preciso describir los acentos del swing como tresillos de semicorchea alternados con corcheas, interpretados de forma intuitiva y gestual, no matemática. Conocedor de las vías de la esclavitud, Sublette sitúa el origen de esa confrontación rítmica en las diferentes proveniencias de los esclavos que desde el África negra islamizada —de Sudán a Senegal— llegaron a las costas de Norteamérica, en tanto que los pobladores negros de Cuba provenían del África central y meridional no islamizada, musicalmente caracterizada por el uso de la polirritmia y de patrones rítmicos estandarizados, comunes a todas las naciones y a las numerosas lenguas de la región. Cabe añadir que, antes de iniciarse el proceso de islamización del Magreb y de la franja del Sahel a gran escala, el influjo negro se había hecho notar en las ciudades sagradas del Islam —Medina y La Meca—, para fundirse luego con aires cantados e instrumentales provenientes de Bizancio, Siria y Persia en los califatos de Damasco y de Bagdad, donde se configuró la música clásica de los árabes.

Todo ello debió de influir, a su vez, en las maneras musicales de los africanos islamizados, cuyos ritmos habían contribuido al enriquecimiento del primitivo canto beduino. Pero la distinción de Sublette es pertinente, abre espacio para futuras investigaciones acerca de las relaciones entre ritmos árabes y africanos y no impide considerar otros posibles influjos en la génesis del swing. Su estudio desemboca en la convicción de que el nacimiento del Rhythm & Blues y del Rock & Roll responde a un abandono paulatino del “arrastre” (shuffle) de las corcheas, propio del swing, en favor de la clave polirrítmica, por influjo netamente cubano que la política del bloqueo ha conseguido disimular a oídos de músicos y aficionados norteamericanos.

Cualquier músico sabe que las fronteras entre las subdivisiones mínimas del compás son desplazables, que el carácter de los ritmos depende de tradiciones musicales y gestuales que se aprenden desde la infancia. Sublette anota con acierto que una máquina de ritmo programada para tocar tresillos carece de swing, en tanto que los acentos de un rumbero de Matanzas, por ejemplo, transgreden con deliberación los límites de las cuentas pares e impares, tanto como el marco de la melodía tonal. Eso equivale a decir que la tradición es alterable y que la incomunicabilidad entre géneros y universos musicales es un mito. Solo la lengua consiente el establecimiento de fronteras sonoras, apuntaladas por los programas de enseñanza y la defensa del territorio. La música, por su parte, se complace en saltarse dichas fronteras y se alimenta con frecuencia de los cantos del enemigo, tal como ocurrió en la península ibérica durante siglos, entre cristianos, judíos y musulmanes. Al tiempo que nos hacemos conscientes de ello, aprendemos a respetar los matices que proporcionan a cada música su valor. La libertad transgresora que permite la creación de novedades debe ser compensada con la finura del gusto para percibir sabores cocinados a fuego lento. A veces, en lo que parece más extraño se acaba por percibir la sustancia de lo propio.

Así podemos entender la fórmula que el maestro Pancho Amat adopta para encabezar su último disco, titulado El swing del son. No se trata de interpretar el son a modo de swing, cosa que también es posible, no siempre deseable, aunque ocasionalmente efectiva (recordemos alguna hermosa composición del Benny concebida al amparo de lo ensayado con Pérez Prado). Se trata de revelar que el son tiene su propia manera de “empujar” (push) o “arrastrar” (shuffle) el tiempo y que la conciencia lúcida de sus mejores intérpretes comprende el lenguaje del swing sin obligación de reproducirlo.


“Como depositario de la herencia más selecta del son y de la trova, conocedor de los secretos del solar rumbero…”.
Foto: habanaradio.cu

 

El oído sonero detecta rápido cuando un intérprete “suena gallego”. Mas déjenme decirles que el swing podría resultar de un tratamiento negro del compás de doce tiempos en tempo allegro, escandido en semicorcheas, que las danzas folclóricas de Escocia y de Irlanda comparten, precisamente, con el pandeiro gallego. La música popular, que es de “talle gracioso” y “andar zalamero” —por emplear palabras de Piñeiro—, se presta a veces a curiosos enredos. Los bateristas de Jamaica, cuando acompañan el reggae que aparentemente se pulsa en tiempo marcadamente binario, juegan sobre el hi-hat con las semicorcheas de las danzas del Imperio colonizador. Los roqueros norteamericanos, entretanto, durante décadas no acertaban a llevar el pulso del reggae, desconociendo el implícito ternario que, sin embargo, se presenta como cosa obvia en el swing. Lo que desconocían era la costumbre polirrítmica de deslizarse de lo ternario a lo binario o viceversa. De manera comparable, los eufóricos muchachos del reguetón, cuando disfrutan sin recato alguno de la matriz sincopada minimalista que Jamaica ha contagiado al mundo latino, ignoran la amenaza latente de los aguerridos gaiteros anglosajones, avanzadilla de la Commonwealth.

Como depositario de la herencia más selecta del son y de la trova, conocedor de los secretos del solar rumbero, creador de mente abierta que proyecta el son más allá del negocio de la nostalgia, el maestro Pancho Amat está habituado a pasar esas herméticas fronteras: “Yo no quiero quitarle al son el swing / Yo no quiero quitarle al swing el son”, declara cantando. Con su excelente Cabildo señala a los músicos de habla hispana de cualquier género el camino del porvenir, que consiste tal vez en aprender a reconocer la reciprocidad implícita entre lo propio y lo extraño. O, en términos culturales y musicológicos: a moverse con soltura en las lindes entre la lengua y el son, entre lo blanco y lo negro, entre cuentas pares e impares, entre corcheas y semicorcheas, subdivisiones propias del gesto percusivo o danzante que subyace al golpe de voz.


Notas:
[1] Ned Sublette, ‹‹The Kingsmen and the Cha-Cha-Chá:Cuban Influence on Rock and Roll››,contenido en VV.AA. Listen Again: A Momentary History of Pop Music, Duke University Press, 2007.