¡Fuerza y sangre!: un homenaje anticoagulante…

Hamlet Fernández
3/11/2016

Uno de los intelectuales más importantes con que contó la Revolución, uno de los principales artífices de su política cultural, Alfredo Guevara, escribió en una ocasión: “La revolución no podrá ser perfeccionada al punto que quisiéramos hasta que la política no se sepa arte, y su sustancia no resulte impregnada por la vocación armoniosa o de ruptura renovante de que el arte es portador por definición. Por definición, el artista es un revolucionario. Se propone transformar la realidad enriqueciéndola, entregándole formas que son nuevas o que se entrelazan y colocan de otro modo y mejor para la sociedad que le es contemporánea”.

La clave para comprender una exposición como Fuerza y Sangre. Imaginarios de la bandera en el arte cubano, así como otros muchos tratamientos que el arte hace de fenómenos culturales y sociales complejos, radica precisamente en eso que Alfredo Guevara no se cansó de repetir: el arte es por definición una práctica cultural que produce rupturas renovantes, que pretende problematizar, movilizar y transformar la realidad; por ello, y también por definición, el verdadero artista es siempre un revolucionario.

Entonces es comprensible que el arte, al tomar como objeto de su reflexión a un símbolo político como la bandera, genere discursos que son, de manera inherente, homenajes a dicho símbolo; pero un tipo de homenaje muy diferente al que produce la glorificación chovinista, la oda edulcorada, el tipo de sacralización coagulante que aleja al símbolo del hombre, impidiendo así que este se apropie de él y le haga suyo, con sinceridad y espontaneidad.

Si algo demuestra esta exposición, que aglutina a cerca de un centenar de artistas, es que los creadores visuales cubanos se han apropiado de su bandera de manera desprejuiciada, y han convertido al emblema patrio y toda la compleja historicidad que este capitaliza y moviliza, en el umbral de una reflexión que se expande hacia conceptos y valores como el de nacionalidad, identidad, sociedad, política, soberanía; pero también expresiones culturales más sutiles, de índole sicológica, sociológica y antropológica, que tienen que ver con la manera en que el hombre se relaciona con la historia, qué uso hace de sus símbolos, cómo los resignifica, los contextualiza y los transforma de acuerdo a su subjetividad.

También son innumerables las invenciones morfológicas que los artistas han creado inspirados en la belleza visual de nuestra bandera, sus unidades geométricas y su riqueza simbólica. En este sentido, la exposición es también un extenso mapa de la heterogeneidad genérica del arte cubano contemporáneo: coexisten aquí, girando en torno a un mismo motivo de inspiración, fotografía, diseño, pintura, dibujo, grabado, escultura, instalación, así como otras variantes mixtas o más experimentales.

El otro tipo de coexistencia es generacional, una nómina que cubre toda la segunda mitad del siglo XX y lo que va del XXI; algo que demuestra, de manera rotunda, cómo el arte cubano ha estado preocupado, y reflexionando de forma constante, sobre fenómenos que son siempre sensibles para cualquier país: sus símbolos, su historia, su identidad, su autorreconocimiento, y sus valores, los que considera aún válidos y con poder vinculante, y los que han marchitado o muerto en la contingencia de ese torbellino que es el devenir de una nación.

Por supuesto, en una exposición de esa magnitud es prácticamente imposible estar en conformidad con la selección de la totalidad de las obras, o con todas las soluciones museográficas; y no son estas líneas el espacio para llevar a cabo un análisis minucioso de tales aspectos. Lo importante es que el tono general de la exposición no está marcado por obras edulcoradas y complacientes, aunque las haya; pero siendo un proyecto de iniciativa institucional, en un momento en el que el discurso ideológico oficial se esfuerza por proteger y apuntalar valores culturales nacionales considerados “esenciales” (con la consabida dosis de tradicionalismo sustancialista que esto implica), que el kitsch afirmativo no haya campeado por su respeto en una muestra que se hace llamar Fuerza y Sangre, es ya un mérito en sí mismo.

Isabel Pérez y su equipo de trabajo lograron inclinar la balanza hacia un tipo de obra en la que predomina la voluntad de interrogar al símbolo, para crear a través de su apropiación un nuevo espacio simbólico en el que todo puede y debe ser discutido. La nación es un cuerpo vivo, un ser en devenir, no una esencia atemporal y transhistórica. Por tanto, la sangre y la fuerza de ese cuerpo palpitante tiñe y moviliza los símbolos de manera contingente, que es la manera profundamente histórica de ser. Como esa bandera de Eduardo Moltó titulada Nación, ensamblada con una masa humana desnuda: bellos cuerpos desnudos, el hombre y la mujer en su estado simbólico más primario, sin capas de cultura cubriendo su piel. Esas jóvenes mujeres que retozan sumidas en un juego eterno, conforman el vasto territorio carnal de la madre que todos quisiéramos tener: una madre joven, jovial, hermosa, fértil, tierna, comprensiva, democrática, que da vida sin exigir nada a cambio, incapaz de renegar de alguno de sus hijos. Si la bandera es convertida por el arte en ese cuerpo utópico, a la vez que originario, es porque el arte se resiste a que los símbolos envejezcan, y para que eso no suceda hay que desnudarlos, una y otra vez, para que cada hijo se pueda reconocer instintivamente en la piel materna, sin mediaciones autoritarias, normadoras, castrantes…

Nútrase usted también de ese rico capital simbólico, y participe de esa reflexión. Tiene hasta el mes de noviembre para visitar la exposición en el Gran Teatro de La Habana. Al entrar en el magno salón del tercer piso, verá desplegarse ante su vista ese mundo irreverente, polémico, provocador, imaginativo, transformador y revolucionario, del arte.