Gloria a nuestros Esculapios

Laidi Fernández de Juan
9/4/2020

Parecía increíble, pero está sucediendo: se hace realidad el argumento de una mala película de las llamadas futuristas. No de esas donde los autos vuelan y los humanos, robotizados, carecen de sentimientos y emiten gruñidos metálicos; sino de las aún peores. Vivimos, aterrorizados, la desolación a escala mundial. Con cifras de muertos que se sobrepasan a sí mismas al doble en menos de veinticuatro horas, hasta llegar a cantidades tan descomunales que, los sobrevivientes, nos miramos unos a otros con temor, como preguntándonos quién será el próximo número de las estadísticas universales. La realidad supera la ficción de El día después. Parecía increíble, pero está sucediendo.


 

Más allá de creencias esotéricas o de ideas basadas en la más estricta experiencia médica, la posibilidad real de morir estremece los cimientos de cualquier fe. Todos tenemos afectos, desperdigados en Cuba y por el mundo, cuya suerte nos angustia en la misma medida en que ellos se preguntan por nosotros cada mañana: familiares, colegas, amigos o conocidos al pasar. Y, en cualquier caso, la elemental sensibilidad humana conduce a la tristeza que hoy nos tiende a paralizar. Las informaciones de todo tipo abundan, inundan, confunden y duran escasas horas, bien fundamentadas unas, muy mal intencionadas otras. Desde el punto de vista científico, por ejemplo, si llegó a recomendarse no usar esteroides —el más potente antinflamatorio desde que se descubrió su eficacia, hace muchísimos años—; justo ayer, un reporte médico informaba que altas dosis de metilprednisolona están dando fabulosos resultados en la evolución de los pacientes que desarrollan la forma más grave de la COVID-19. Dos reacciones produjo en mí esa noticia: Primero, me causó risa el comentario de alguien que escribió al pie de la noticia “La OMS está perdida en un campo de lechuga” y, acto seguido, recordé a uno de mis más amados profesores de Clínica, el inigualable Doctor José Manuel Buchaca.

Una de esas veces rarísimas en que sus alumnos no teníamos excesivo trabajo en la sala 6D del hospital Fajardo, su reinado absoluto —siempre estábamos ansiosos por escucharlo: sus chistes, sus anécdotas, sus narraciones eran, para decirlo pronto, deliciosas—, se me ocurrió preguntarle cuáles medicamentos escogería si tuviera que estar en una consulta aislado, curando a todos los habitantes de una isla.

La pregunta que suele hacerse a escritores, a cineastas y a músicos con sus variantes respectivas —“¿cuáles libros salvarías de un incendio?”; “¿cuál película protegerías de un naufragio?”; “¿cuál disco llevarías contigo?”—, en este caso era dirigida a un brillante médico. Me respondió sin pensarlo mucho: “Me llevaría conmigo penicilina, aspirina, digoxina, furosemida y prednisolona. Con eso, yo curaría a todo el mundo”.

Me alegra muchísimo que se compruebe ahora mismo, en medio de la incertidumbre, la utilidad de dicho esteroide, uno de los cinco fármacos del Profe Buchaca. Y pienso entonces en el esfuerzo descomunal de nuestro personal de salud. No solo en la actividad que vemos a diario: las pesquisas que llevan a cabo los estudiantes; la evolución sistemática que hacen los médicos y enfermeras de familia en los hogares donde se encuentran ingresados millares de sospechosos, o egresados de centros de aislamiento pero que deben ser observados durante dos semanas más; los bioquímicos; los microbiólogos; los virólogos; los choferes de ambulancias. Todos en función de realizar exámenes cuyos resultados no serán del todo confiables, pero que ofrecen una aproximación de lo que se llama “levantamiento del problema”. Mi pensamiento llega también al interior de los hospitales, desde los cuerpos de guardia, pasando por el laboratorio, por el salón de imagenología, por las diferentes salas de ingresos, hasta llegar a terapia intensiva. El tipo de médico dedicado a la última especialidad referida, el intensivista, encerrado entre las paredes de una unidad donde todo es muy verde, muy frío y donde no tienen cabida ni la duda ni la lentitud —porque en cuestión de minutos deben tomarse decisiones trascendentales—, suele ser jovial, a pesar de las circunstancias. Y ese personal, sometido a presiones inimaginables todo el tiempo, ahora mismo debe estar más angustiado que nunca.


 

La falta de protocolos avalados por el transcurrir de muchos años —cada enfermedad, cada situación, cada emergencia, cualquier imprevisto están documentados; y existen normativas para cada caso, excepto para momentos como el actual— y, al mismo tiempo, el afán por salvar la vida de quien agoniza frente a sus ojos, es una combinación altamente estresante. No cualquiera puede asumir semejante riesgo, ni soportar tal presión. Justo ayer se ha comunicado, de forma oficial, que veinticinco integrantes de nuestro Sistema Nacional de Salud han resultado positivos a la prueba PCR en tiempo real, lo cual indica que están contagiados con el virus de la COVID-19. Uno de ellos, un médico que tiene solo cuarenta años de edad, se encuentra en estado crítico. Si bien nos estremecen las noticias devastadoras de lo que sucede a escala mundial, cuando peligra la vida de nuestros salvadores por excelencia, la sensación de inseguridad se multiplica. Entre los documentos y juramentos médicos —el hipocrático, la carta de Esculapio a su hijo— no se halla el “arriesgaré mi propia vida”, aunque todos sabemos que esa posibilidad existe, es real cotidianamente. No entraré en detalles técnicos; baste saber que siempre que entrevista a un enfermo —desde el inicio mismo, con solo cumplir eso tan crucial que se llama Interrogatorio o Anamnesis— ya el médico expone su propia salud. Fuera de nuestras fronteras, en las ya incontables misiones internacionalistas, los médicos cubanos no solo afrontamos el desafío de curar enfermedades desconocidas para nosotros, sino que exponemos la vida en el empeño. Hoy, ese altruismo, esa consagración no tan primaveral, alcanza su máximo exponente justo aquí, adentro, al doblar la esquina, en el policlínico del área, en el hospital más cercano, en esos sitios donde, por lo regular, la vida transcurre con otro ritmo diferente al actual. Hablando en plata: se imponen la disciplina de cumplir la obligación de cuidarnos/cuidar al resto a escala social y proteger a nuestro personal de salud.

Gloria a nuestros Esculapios. Foto: Internet
 

Todo el mundo clama por “Su cloro”, “Su nasobuco”, “Su hipoclorito”, “Su ración de comida”; pero pocos se preguntan qué comen nuestros sanitarios cuyo horario laboral es ilimitado, si disponen o no de todos los medios de protección en todos los niveles de atención asistencial, quién atiende a sus familias, si logran descansar o no y nos dedicamos a acribillarlos a preguntas, a exigirles respuestas que ni ellos mismos tienen. Es hora de clamar por el mínimo bienestar de todos nuestros médicos, enfermeras, técnicos de laboratorio; todos, sin distinción, merecen la mínima cuota de desvelo que nos corresponde. Que sean protegidos con el máximo cuidado, más que un anhelo pedido a la Virgen de la Caridad —que también ayuda—, tiene que ser desvelo para toda la nación. Ellos, sin lugar a dudas, son nuestros Esculapios. Y a los dioses se les venera, y se les dedican ofrendas.