El 5 de abril de 1932, fecha de la cual se conmemoran ahora 90 años, fue baleado el compositor Augusto Cárdenas Pinelo, o mejor, Guty Cárdenas, como se le conoció. Durante una riña en un café-cantina de Ciudad de México, su agresor —de nacionalidad española— le disparó y el suceso enlutó a toda la nación mexicana, pues el autor de solo 26 años esplendía como uno de los artistas de mayor popularidad en el pentagrama musical y se desenvolvía en géneros diversos, colaborando inclusive con orquestas norteamericanas de jazz. Pese a los pocos años, había alcanzado renombre al ganar en 1927 en el concurso La Canción Mexicana con su bolero Nunca, cuya letra es del poeta Ricardo López Méndez: Yo sé que inútilmente te venero, / que inútilmente el corazón te evoca, / pero a pesar de todo yo te quiero, / pero a pesar de todo yo te adoro / aunque nunca besar pueda tu boca.

Con solo 26 años, Guty Cárdenas era uno de los artistas de mayor popularidad en el pentagrama musical mexicano. Foto: Tomada de Mediateca INAH

Al año siguiente viajó a Nueva York para grabar algunos discos y en los años subsiguientes realizó giras por Estados Unidos. Llegó a ser uno de los artistas exclusivos de la disquera Columbia Phonograph Company.

El artista yucateco —nacido en Mérida— estuvo varias veces en Cuba, con su guitarra y sus melodías. La primera, en 1925, después en 1929 y hasta finales de 1931, visitó la Isla por lo menos en tres ocasiones, actuando con muchísima aceptación por parte del público cubano en varios teatros y emisoras.

De aquellos encuentros y de otros en México, se fortalecieron sus vínculos con los compositores e intérpretes cubanos, de los cuales fue promotor gracias a sus vínculos con la disquera Columbia. Dos compositores cubanos se contaron entre las amistades de Guty: Ernesto Lecuona y Eusebio Delfín.

Bien dotado para la música y atleta destacado, Guty tenía ángel: simpático, sencillo, generoso, buen amigo, alegre, optimista, versátil… todo lo anterior se afirmaba de él, y poco tiempo le tomó para convertirse en uno de los cantautores más populares de finales del decenio del veinte e inicio de los treinta.

“Pequeño, nervioso, sonriente, aquel muchacho tenía siempre la mano abierta para el recién llegado”.

La personalidad de Guty Cárdenas dejó recuerdos imborrables en la memoria de Nicolás Guillén. El poeta, también excelente en la prosa periodística, plasmó sus impresiones en el trabajo titulado La última noche de Guty Cárdenas en La Habana,que vio la luz el 24 de abril de 1932. Démosle la palabra:

A fines del año pasado, estuvo en La Habana Guty Cárdenas. Venía de Hollywood e iba hacia la muerte. Hacia la muerte, porque hace muy pocos días fue abatido en un café de Ciudad México, durante una riña de la cual no tenemos aún detalles en Cuba.

¿Quién era Guty Cárdenas? Era un intérprete del alma popular de México, que se le escapaba armoniosamente de su guitarra y de su voz. Muy joven aún —no llegaba a los treinta años— ya tenía un nombre hecho y le abría los brazos un porvenir ancho. Justamente, regresaba a su país después de una temporada en la ciudad cinematográfica y en Nueva York, donde hizo no poco dinero con sus creaciones. Quizás ello explicara su posición de marinero en tierra en que lo conocimos entonces y fuimos compañeros de él durante unas horas. Unas horas de arte, de vértigo, que nacieron en un café, entre copas rápidas, y que terminaron —¡también entre copas! — por la madrugada, en el muelle, al pie del barco en que él iba a dar su viaje último.

Pequeño, nervioso, sonriente, aquel muchacho tenía siempre la mano abierta para el recién llegado. Todavía con la sal del Atlántico amargándole la boca, nos abrazamos como antiguos compañeros, sin más trámite que el de la presentación. La de los artistas es un alma a flor de piel, desbordante y cálida, que acoge o rechaza sin trabas, en una ruda simplicidad. Y Guty era un artista.

Las horas que Guty estuvo en La Habana fueron realmente una anticipación cordial de su México próximo.

Cuando llegamos hasta él —no hubo más aviso que un telefonazo de José Antonio Fernández de Castro— ya brillaba alrededor del cantante, distribuida entre las mesas de La Zaragozana,toda una “corte de honor”. Un coronel mexicano. Un comandante. Un capitán… casi era para sentirse uno un poco humillado de ser civil, o cuando más simple soldado raso, entre aquel vigilante estado mayor. Pero no había que temer. Eran militares sin uniforme y sin belicosidad, lanzados del hermano país por el flujo y reflujo de las revoluciones.

—¡A ver! —gritó Guty enseguida—. Una copa más para este compañero… ¿Bacardí?

Nosotros aceptamos, entre la nube de una sonrisa:

—Sí… Bacardí…

Por lo demás, aquellos magníficos compatriotas del compositor yucateco, admiradores de su guitarra y de su voz, no le dejaron verdaderamente un minuto libre. ¿Y para qué? ¿Qué libertad hubiera sido la de andar en esta luminosa ciudad del trópico, con las manos en los bolsillos y la garganta seca, como un turista sin espíritu? Todos le acolchaban el tiempo, para que no lo sintiera, disputándonos los cubanos el derecho a la gentileza. Todos lo abrazaban por turno, implacablemente. Todos se llenaban la boca de orgullo para nombrar a su paisano.

(…) Bien pronto surgió una guitarra. Pobre guitarra de pueblo, de cuerdas menos obedientes que las de La Pancha del trovador. Cuando este la domó, castigándola a su gusto, cuando anunció con un gesto autoritario que iba a cantar, se hizo un silencio emocionado y sonriente. ¿Qué iba a cantar Guty? Cosas de México, seguramente. Ojos lindos,acaso. Rayito de sol,quizá. Pero no: aquellas manos rasgueaban la guitarra en una forma demasiado conocida para los cubanos, e iban moldeando una armonía nuestra. Al fin cantó:

Anagüeriero boncó

Subuso encanima illamba,

Abacuá efó;

Encruco ubonecue,

Abacuá efó…

Fue una interpretación justa, viva, cálida, del ya olvidado motivo afro. ¡Guty era, también, cubano!

Después, sueltos de nuevo en la calle, toda la noche fue de goce sin margen. Parecíamos unos pequeños demonios en libertad. ¿Cuándo iba a terminar aquello? Y sobre todo, ¿cómo iba a terminar? Hacia las dos de la madrugada, alguien creyó prudente recordar a Guty la necesidad de volver al barco:

—¡Que pierdes el barco y que te quedas, compañero!

—¡Qué barcos ni qué barcos, amigos! Yo me quedo en La Habana y que se lleven mi Pancha…

Costó trabajo convencerlo. Ya en el muelle, divisamos un bar. Bar de puerto, lleno de marineros y de gente alegre, con la cara oscura de sal y de sol. ¿No estaba ya listo todo? ¿No era ya cuestión de decirnos adiós con los ojos cansados y el espíritu turbio? Pues no, señor. Había que tomar “la penúltima”, la que de verdad era para despedirnos…

(…) Cuando regresábamos con Guty otra vez hacia el muelle, nadie pensaba —¿cómo iba a ser?—, nadie pensaba en su muerte, en la extinción de aquel muchacho acogedor y franco, que llevaba el corazón en los labios. Le vimos saltar al vapor y perderse en él con la mano en alto, con la sonrisa como una flor, diciéndonos adiós y prometiéndonos regresar muy pronto. Pero aquel adiós y la sonrisa aquella no iban a volver jamás. Ya Guty es solo un recuerdo grato en la mente de sus amigos, y una guitarra muda, y un poco de polvo, y unos cuantos metros de película que nos devolverán fugazmente su imagen, y unos cuantos discos fonográficos en los que gira aprisionada su alma musical…

La personalidad de Guty Cárdenas dejó recuerdos imborrables en la memoria de Nicolás Guillén. Foto: Tomada de Cubadebate

Han transcurrido 90 años. Guty Cárdenas es una presencia viva en México. Y en Cuba se escuchan algunas de sus composiciones, aun cuando los oyentes con frecuencia desconozcan el nombre del autor. ¿Hace falta decir algo más? Solo que los restos del artista finalmente fueron trasladados a su Mérida natal, donde descansan desde 1958.

Sirvan estos apuntes de doble homenaje. A Guty, como hemos visto, y a Nicolás Guillén, Poeta Nacional, en ocasión de su próximo 120 aniversario, que celebraremos el 10 de julio de este año.