Hablando de cine, para no hablar de la guerra

Ernesto Pérez Castillo
7/7/2017

Con mucho, el mejor cine que se hace en Norteamérica es el cine independiente, y gran parte de esa realidad está sustentada, como es fácilmente adivinable, en la calidad, la creatividad y la imaginería de sus guiones y, por tanto, de sus guionistas. Ya el genial Akira Kurosawa decía que partiendo de un buen guión, hasta un mal director logrará una buena película. En cambio, si de entrada lo que tienes es un guión malo, ni el mejor de los directores conseguirá hacer una película aceptable.

Los guionistas que trabajan para la industria están, por naturaleza, encorsetados en el trillón y medio de fórmulas probadas, aprobadas e impuestas por años de producción serial, al mejor estilo Ford, que les dejan atadas las manos y todo lo demás. Si funciona, no lo arregles, reza la tabula de oro que garantiza al sistema. Y el caso es que funciona. Sí, para lo que se quiere, sin dudas el sistema funciona a las mil maravillas.


Imagen del filme ¡Armas al hombro! Foto: Internet

Siendo esa la gran traba que tienen ante sí los guionistas cinematográficos que escriben para la industria, imagínese usted la de trabas que cargarán sobre sus espaldas los desafortunados guionistas que trabajan ni más ni menos que para la industria militar. Allí —donde dos por dos siempre da cuatro, y a veces menos—, el espacio para la imaginación, la inventiva y la libertad de creación, medido en temperatura, equivale a los 32 grados Fahrenheit, que en grados Centígrados viene a ser un rotundo, gigantesco y congelado cero.

Lo peor es que todo eso se sabe, obviamente. No hay que pensar que estamos develando aquí el secretísimo secreto del agua tibia. Pero los productores, o sea, los que están por detrás de todos, con el dinero en la mano y, por supuesto, con más ansias de dinero que nadie, apuestan desde siempre por la estupidez universal —que no es más que una proyección de la suya propia— y la supuesta ignorancia de los públicos, algo en lo que ya han invertido millones de dólares.

Solo a través de ese prisma escandalosamente obtuso se hace entendible que, en la segunda guerra del golfo, Súper W. apelara a unas tan terroríficas como ilusorias armas químicas y de destrucción masiva en poder del maligno Saddam Hussein, armas que luego nadie, por más que se empeñaron en buscarlas, pudo encontrar sobre el terreno y lo único que resultó destruido masivamente fue el propio Irak.

Ahora, y a sabiendas de que las segundas partes nunca fueron buenas, el mismo recurso manido de las armas químicas fue abusado pretexto para lanzar una cohetería infernal sobre una base aérea en Siria.

Ni una sola evidencia, ni la más mínima prueba —una foto trucada, un falso testimonio, cualquier otro lugar común factible de construir al interior de los estudios de filmación—, fue presentada para justificar tamaña agresión. No las consideraron necesarias para que la trama funcionara, pues estaban seguros de contar con la interesada colaboración de los papagayos repetidores, los propios y los ajenos, para machacar y convencer al mundo. No acaban de comprender que, a pesar de los deseos de Goebbels, una mentira, repetida mil veces, solo se convertirá en una mentira más grande.

No comprenden eso como no comprenden tampoco que no basta disponer a antojo de los actores mejor apertrechados del mundo, ni que la puesta en escena se ilumine con una y milexplosiones brillantes, a todo color, de ser posible en vivo —tal y como fue transmitido el show de los bombardeos sobre Bagdad que encegueció las pantallas del planeta.

Porque lo que no han logrado todavía es ni un solo final feliz que sea creíble, aceptable, o al menos verosímil, para usar un término aristotélico. Apoteósicos sí, como la desbandada de los helicópteros huyendo a toda hélice de Saigón ante la irrupción en la ciudad de las tropas del Vietcom. Pero el Irak de hoy no es mejor, como no son mejores Afganistán ni Libia, sino todo lo contrario, tras los aparatosos esfuerzos de un montaje que dejó el terrible largometraje de muchas penas, mucha vergüenza y ni una pizca de gloria.