El próximo 25 de septiembre, Cuba celebrará el primer centenario del poeta, ensayista y narrador Cintio Vitier.

La Jiribilla, nuestra publicación con sus dos décadas cumplidas, publicará desde hoy hasta el onomástico un nutrido dossier donde destacados intelectuales de distintas filiaciones nos ofrecen una veintena de aproximaciones a la vida y obra del excepcional pensador cubano.

Correspondió a la Biblioteca Nacional de Cuba José Martí, que ha coordinado las acciones conmemorativas por el centenario, organizar este arco de miradas sobre el autor de Lo cubano en la poesía, pero también el Centro de Estudios Martianos ha sumado su importante contribución.

Place comprobar que el legado viteriano se renueva a través de los atentos ojos de sus admiradores.

No se trata sino de justicia en honor de este gran hijo de Cuba.

Omar Valiño.

El año 1953 fue decisivo para Cintio Vitier. Dio a la luz Vísperas, un volumen donde estaban recogidos todos los cuadernos poéticos compuestos a lo largo de dos décadas. Al final del conjunto las “Palabras del hijo pródigo” reclamaban una nueva orientación vital, un enderezar el camino hacia la luz:

porque todo era tan dulce,
tan lleno de su nada, tan igual y tan distinto,
y lo que a todo le faltaba era tan puro,
que mi casa, o lo que fuera
el lugar que me impulsaba, no podía estar muy lejos.[1]

Comienza una etapa de nuevas búsquedas espirituales, cuyo inicio visible es el acto de recibir por primera vez el sacramento católico de la comunión, el domingo de Pascua de ese año. Si en su adolescencia fue bautizado por voluntad propia, ahora reclamaba una mayor religación con el cristianismo, que no se agotaba en la opción ontológica de ser “creyente” sino que reclamaba una consecuente conversión en el terreno ético que debía llegar hasta la raíz, hasta el mismísimo sentido de su poética.

“La aparente condición “menor” de este cuaderno es la de una discreta grandeza, porque, además, en él están prefiguradas las creaciones futuras del nuevo Cintio”. Foto: Tomada de Ecured

Los dos años siguientes serían un período de acendrada reflexión. Si las aguas del bautismo habían sido como un nacer de nuevo, la participación en el banquete cristiano suponía un compromiso con el prójimo, por tanto, el hermetismo, la densidad tropológica, el regodeo en la belleza para los iniciados, la mirada metafísica y extrañada que contempla la realidad como absurdo, debían ceder su lugar a la sencillez expresiva, a la voz que se cura de su desamparo al saberse capaz de dialogar con la divinidad, a la que percibe cercana, porque la descubre a través de la presencia de los otros, los prójimos. Una poesía nocturna y agónica se transforma en otra iluminada por la contemplación y una plena voluntad de servicio.

El fruto de ese bienio fue el cuaderno Canto llano, aparecido en 1956. Su título juega con dos sentidos diferentes del término musical: en primera instancia este designa el canto litúrgico sin acompañamiento de instrumentos, conocido también como gregoriano, que durante siglos fue empleado en las ceremonias católicas; por otro lado, al citar las palabras de Don Quijote al muchacho que narra las aventuras del retablo de Maese Pedro: “sigue tu canto llano”, muestra la voluntad de prescindir de circunloquios retóricos y adornos innecesarios, para ir directamente a la almendra del sentido.

El conjunto está formado por 50 poemas, que se ciñen al molde de estrofas de cuatro versos, con rima asonante en los versos pares, a la manera del romance popular. Abundan los versos octosílabos, aunque en algunos poemas se introducen con acierto los difíciles eneasílabos. El autor escoge una vía comunicativa de sabor popular, a veces aparentemente desaliñada, para que el lector pueda centrarse en el sentido de los textos.

Ninguno de los poemas tiene título propio, quizá porque sencillamente quiera mostrarse su simple sucesión dentro de un orden mayor, o porque el poeta prefiera no darles demasiada autonomía sino considerarlos simples partes de una obra única.

Resalta en primer término la voluntad dialógica. El yo de la escritura está orientado hacia un Tú superior. Se busca a Dios y se le habla con el mismo lenguaje del amor profano, como en la clásica poesía amatoria castellana:

¿Quién eres que así me exiges
lo que no está en mi poder?
¡Déjame, oscuro, gozar
la pobreza de mi ser!
¡Ah, la nada que tendría,
mi secreto renunciar,
si no me miraras tú,
si no fuera tu mirar![2]

El escritor percibe que ha recibido unos dones espirituales, pero estos son como el fuego: limpian y producen dolor. Para afirmarse como un ser diferente tiene que comenzar por vencer muchas negaciones que descubre en la vida pasada, por eso, como en la poesía de los grandes místicos, el recibir significa también aceptar pérdidas, vacíos que deben llenarse de otro modo, pero este proceso es doloroso, hasta el punto de que por momentos teme sucumbir en él:

Dame sentirme como nada:
ni memoria ni soledad.
Anonádame la mirada.
¡No me des más, no me des más!
[…]
Dame lo izquierdo en lo derecho,
lo alto en lo bajo, por piedad.
Bórrame todo lo que he hecho.
¡No me des más, no me des más![3]

Varios de los poemas están encabezados por una cita bíblica. En primer término es la constatación de los puntos en que se apoyaron sus meditaciones en la Biblia y por otra parte, parecen una invitación al lector a confrontar sus palabras, o mejor, prolongarlas, en un sitio preciso de la Escritura. Así sucede en el poema VI, que nos refiere al tercer capítulo de la Epístola de Santiago, aquel en que el apóstol señala el peligro de la lengua, que derrama veneno y puede ser una auténtica arma de destrucción. Cintio parafrasea libremente esos versículos. Sabe que esta nueva etapa de conversión le hará víctima de murmuraciones y agresiones, que serán una forma de muerte, solo puede implorar que cuando otros lo deshagan, Él lo restituya a la vida:

Cuando expriman la piel,
al foso sea echada:
carroña cainita,
tu mano la rehaga.[4]

“El escritor percibe que ha recibido unos dones espirituales, pero estos son como el fuego: limpian y producen dolor”.

En la parte X reclama un máximo de anonadamiento para su ser, convertirse en apenas gota en el mar, chispa en el fuego, grano en la levadura. Ser sencillamente nada en el todo. Pero en XII siente la necesidad de mostrar esa sensación de carencia que se desliza en la vida cotidiana, en la que registra una ausencia, el ansia de llenar el vacío con lo trascendente, pero nunca se alcanza a abrazar lo alto, lo soñado queda en suspenso:

Algo le falta a la tarde,
no están completos los pinos,
y yo mirando a las nubes
siento lo que no he sentido.
[…]
No llega nunca mi gesto
a la tierra del destino;
la vida acaba inconclusa,
quedan los sueños en vilo.[5]

Como hemos señalado antes, la transformación espiritual de la persona, llega hasta lo estético. Así en XIII está la queja por lo que cuesta separarse de sus “fieras palabras”, que claman como “Antígonas mal sepultadas”, siente que le acompañarán siempre y al final se convertirán en su mortaja. La queja se prolonga en XIV, pues la palabra viva es crucificada en la escritura, se convierte en una “corona de literatura”. Al descubrirlo, escribir se vuelve una especie de pasión prohibida, una forma de paganismo a la que se alude con símbolos egipcios, marcada por el malestar espiritual y la aridez:

Y qué acedía de escribir
sepulcro abierto al infinito,
llama viviente que se hiela
en los ibis del manuscrito![6]

Quizá el paliativo para esas angustias se encuentre en XV, donde se apoya en un pasaje de la Suma Teológica de Tomás de Aquino, referida a los cuatro sentidos superpuestos en la Sagrada Escritura: literal, simbólico, parabólico y anagógico. El poeta procura trasladar ese modo de hermenéutica a la propia escritura. Si ella, más allá del sentido aparente, permite encontrar significado en la vida cotidiana y además, en el fondo, puede servir para el enriquecimiento espiritual del autor y el lector, como vínculo con lo sagrado, entonces la página se transforma en palimpsesto que atesora una realidad superior.

Cintio Vitier. Foto: Tomada del sitio web de la Biblioteca Virtual Miguel de Cervantes.

Hay muchos pasajes del cuaderno donde una estrofa viene a sobrecogernos por su serenidad y sencillez expresivas, propias de un hombre que mira la realidad con una nueva inocencia; así, leemos en XVIII:

Posa en el aire embebido
el perro sus ojos dulces,
respirando su mirada
como si fuera un perfume.[7]

O esta en XX, de franco sabor martiano:

Tengo en el alma un espacio
lleno de dicha serena
para unos valles velados
y el misterio de unas sierras.[8]

Esta espiritualidad no pretende ser desencarnada. Lejos del espiritualismo neoplatónico que contempla al cuerpo como cárcel del alma, él mira a la materia como madre y por tanto estrechamente ligada al nacimiento y a la vida. Por eso se canta con gozo en XXIII:

Materia, madre, mar, María,
nombres que vienen del origen
llenando el sabor y el sentido
de un mismo jugo en sus raíces.
Materia que es la madre pura
tendida a parir lo que existe,
místico ensueño de inocencia
recogiendo las formas vírgenes.[9]

“La humildad de este libro ha hecho que los estudiosos lo contemplen sencillamente como la expresión de un momento de cambio en la poética de Vitier, pero concediéndole solo un valor circunstancial”.

El penúltimo poema se apoya en un antiguo cántico, el Pange lingua, compuesto por Tomás de Aquino como alabanza del sacramento de la presencia de Cristo en el pan y el vino consagrados. Vitier se une al júbilo del texto original y lo hace suyo:

Canta la noche tremenda,
alcázar de los deseos,
y las lumbreras girando
con inefable silencio.
Canta la luz que dibuja
el discurso de los cerros,
chispeando el oro en la copa
de los árboles serenos.[10]

Tras la aparente humildad y despojamiento de estos versos que rehúyen cualquier tipo de culteranismo, no solo está el oficio de un poeta ya maduro, sino su asimilación de muchísimas lecturas de la tradición hispánica, desde Teresa de Ávila y Juan de la Cruz, pasando por fray Luis de León, hasta Juan Ramón Jiménez y José Martí, cuyos Versos sencillos evocamos más de una vez ante algunas de sus páginas.

La humildad de este libro ha hecho que los estudiosos lo contemplen sencillamente como la expresión de un momento de cambio en la poética de Vitier, pero concediéndole solo un valor circunstancial. El hecho de que el autor lo convirtiera en el pórtico de su segundo ciclo poético, Testimonios, le ha dado la apariencia de ser un simple conductor hacia creaciones mayores. Sin embargo, fue concebido de manera autónoma y los juicios positivos de críticos tan diversos como Anita Arroyo, Rafael Suárez Solís, Mirta Aguirre y el mismísimo Lezama, permiten constatar que su aparente condición “menor” es la de una discreta grandeza, porque, además, en ese manojo de estrofas están prefiguradas las creaciones futuras del nuevo Cintio, sean Los papeles de Jacinto Finalé o las páginas imprescindibles de Ese sol del mundo moral.

Como afirmó proféticamente Lezama en el artículo “Cantos de Cintio Vitier”, publicado en el Diario de la Marina en 1956:

Como su obra anterior, la actual que se brinda, parte de la condición de la poesía como testimonio. Todos tenemos que reconocer esa delicadeza de Cintio Vitier, atento al nacimiento de toda palabra poética que le roce. Testimonio verídico, pues está acompañado también de su verídica consumación, de la trágica suspensión que acompaña todo testimonio. Él ha sido, en realidad de poesía, uno de los pocos ejemplos que podemos mostrar de delicadeza, de testimonio, de propia consumación. Cuando exista entre nosotros, repetimos para terminar, el paisaje lejano, que reconstruye por evocación, las misteriosas tejedoras repasarán sus sílabas para penetrar por transparencia o salvarse por conjuro.[11]


Notas:
[1] CV: “Palabras del hijo pródigo” (VIII). Vísperas. Editorial Letras Cubanas, La Habana, 2007, p. 349.
[2] CV: (I). Canto llano. Ediciones Orígenes, La Habana, 1956, p. 9
[3] CV: (III). Canto llano, p. 11.
[4] CV: (VI). Canto llano, p. 14.
[5] CV: (XII). Canto llano, p. 20.
[6] CV: (XIV). Canto llano, p. 22.
[7] CV: (XVIII). Canto llano, p. 26.
[8] CV: (XX). Canto llano, p. 28.
[9] CV: (XXIII). Canto llano, p. 31.
[10] CV: (XLIX). Canto llano, p. 60.
[11] José Lezama Lima: “Cantos de Cintio Vitier”. En: Tratados en La Habana. Obras completas. Editorial Letras Cubanas, La Habana, 2009, p. 152.
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