Buscando el punto

Seguir la ruta del son cubano es una de las aventuras musicales más apasionantes que se pueda emprender. Es una historia que cruza ya tres siglos, uno de ellos en su totalidad; que ha involucrado a hombres del campo y de la ciudad; que ha retratado y reflejado la evolución, el desarrollo y las contradicciones de la sociedad y la cultura cubanas, ya sea en materia de raza, social, económica y política.

El son es como uno de esos fluidos corporales que corre del cerebro a la planta de los pies, del norte al sur de la nación y que en cada una de nuestras zonas geográficas ha dejado su huella y generado sus leyendas, además de dejar sus cicatrices, unas más profundas que otras.

Seguir la ruta del son cubano es una de las aventuras musicales más apasionantes que se pueda emprender.

Hay un son primitivo que nadie duda nació en la zona rural del oriente cubano. Ese que en su expresión primigenia se bifurcó en lo que conocemos como nengón del Cauto y el kiribá de la misma zona. Ellos son expresiones musicales primitivas que, como muchas formas de la cultura popular, nacen en núcleos poblacionales cercanos a ríos o costas antes de su proceso migratorio a zonas de mayor densidad de población.

Junto a estas dos expresiones aparece el changüí, tal vez la única de estas formas primigenias del son que ha sobrevivido, evolucionado y que hoy está presente, en mayor o menor medida, en la cadena de consumo musical de la nación.

Existe, y nadie lo discute, el son montuno u oriental. Y aquí la definición del son se expande a todo el conglomerado rural que cubre la zona montañosa del oriente del país y que se emparenta con las formas anteriores por un instrumento fundamental: el tres; aunque no se debe descartar la guitarra. Si nos atenemos a un análisis etnológico, podemos decir que el son, este que menciono, tiene un fuerte antecedente hispánico.

En cada una de nuestras zonas geográficas, el son ha dejado su huella y generado sus leyendas. Foto: Tomada de Internet

El elemento negro o afroide de su crecimiento, desarrollo y difusión estuvo marcado —entre otros puntos relevantes— por la convivencia entre negros y blancos, sobre todo después de la abolición de la esclavitud; hecho este que abrió el horizonte cultural de la nación. El son montuno recibirá entonces nuevos aportes, sobre todo la modificación en la forma de tocar el tres —será más rítmico— y la entrada de instrumentos tales como las maracas, por solo citar el más conocido de ellos. Pero también llegará una nueva forma de expresarlo por medio de palabras y giros lingüísticos  propios del negro cubano.

Este mismo comienzo de su historia viene signado por un proceso migratorio interno —el innegable viaje a los centros de mayor concentración de población y alto desarrollo urbano— que arrastraría a músicos empíricos, aficionados y otros a vivir en la periferia de las grandes ciudades; fundamentalmente en La Habana, donde social y culturalmente existían otras condiciones.

Aquel migrante rural ahora comenzaba a convertirse en un habitante de la urbe. Asumía nuevas costumbres y, lo más importante, descubría nuevos motivos musicales. Esa comunidad en la que se estableció se definía como barrio y en ella convivía no solo con el negro cubano, también estaba el inmigrante español pobre, ese que había fracasado en su búsqueda del sueño dorado de “volver rico y lleno de gloria a su terruño”. Se gestaba una simbiosis profunda de culturas diversas, que nunca fueron yuxtapuestas; al contrario, se integraron en perfecta armonía.

En esta conjunción de culturas, en este cruce de formas de vida de músicas, se fue gestando el llamado son habanero. Un son que trascendía la guitarra y el tres aportado por el inmigrante del campo y del oriente. Ahora se agregaban nuevos instrumentos —sobre todo la clave— y parte de sus cultores tenían conocimientos básicos de música y de ella vivían. Y con ello llegaban nuevos motivos líricos, más complejos si se quiere. Esa es grosso modo la historia del son habanero y de su forma de expresión llamada guaracha, un texto de alto contenido jocoso, una forma de burlarse de la vida que compartían.

Los conjuntos tuvieron antecedentes importantes, pero el consenso cultural identifica a Arsenio Rodríguez como el catalizador de ese formato sonero. Foto: Tomada de Cancioneros

Sin embargo, sería necesario llegar a las primeras décadas del siglo XX para que el son —el del oriente y el habanero— se reencontraran y se fundieran en las noches de la capital cubana. De esa fusión nacieron dos de sus formatos fundamentales: el sexteto (o septeto si se incorpora una trompeta) y el conjunto.

El tránsito instrumental entre un formato y otro lo definieron estos instrumentos: el piano, el agrego de una o dos trompetas al septeto y la llegada de la tumbadora. Mientras que el aporte musical vino con la entrada de la “clave abakuá”, obra del genio de Ignacio Piñeiro. En cuanto al conjunto hubo antecedentes importantes, solo que el consenso cultural marca a la figura de Arsenio Rodríguez como el catalizador de ese formato sonero.

Marcando el punto

Cuando parecía que todo se había logrado en cuanto a la evolución del son, llegó don Miguel Matamoros, desde las mismas calles de Santiago, desde el barrio del Tivolí y hubo un nuevo comienzo. Reseteo se diría apelando al lenguaje de estos tiempos digitales. Don Miguel, con su trío, llenó un espacio y cambió ciertas reglas del juego, sobre todo en lo musical; e incluso fue más allá al fusionar el son con su pariente oriental llamado bolero.

Comenzaba la era fabulosa de los conjuntos y nacían las leyendas que hoy admiramos y sin las cuales no podemos vivir. Leyendas como las de los cantantes Miguelito Cuní, Miguelito Valdés y Orlando “Cascarita” Guerra. Las leyendas de los conjuntos como el Colonial, el Casino, el de Arsenio Rodríguez, los Jóvenes del Cayo; y las sonoras como la Matancera (que había sido antes un septeto y después se convirtió en conjunto).

También estaban las charangas, que además del danzón dieron al son una dulzura inimaginable con sus violines y flautas: La Aragón, la Sensación, Las estrellas de Fajardo, la de Chepín Chovén; y así una larga relación que nos trasciende y de la que podemos sentir orgullo.

No debemos olvidar la jazz band como formación importante de esta historia. Entonces entran en juego la de los hermanos Lebatard, los Hermanos Castro, la Casino de la Playa, la Riverside y la más importante de todas de acuerdo con el parecer de muchos: la Banda gigante de Benny Moré. 

Charangas cubanas como La Aragón le aportaron al son una dulzura inimaginable con sus violines y flautas. Foto: Tomada de Granma

Pero el siglo XX cambió. Llegó el tiempo de la contracultura, de la liberación sexual, de la rebeldía social y del fin de muros conceptuales. Se reinventó la sociedad, y el son cubano no estuvo ajeno a ese cambio de mentalidad y de forma de hacer y entender la música.

El son se adaptó al formato del combo, que fue una novedad, y de ello se encargó —en lo fundamental— Senén Suárez. También cruzó la línea de los encuentros y tuvimos el pacá de Juanito Márquez. Y gozamos con el pilón y el simale que nos ofreció Pacho Alonso y los riesgos musicales que definió la orquesta Aragón; hasta que un día —todo tiene un día específico— alguien se atrevió a explorar su vínculo con el rock y esas músicas que gustaban a los jóvenes de esos tiempos, le agregó una pizca del changüí, el menos ortodoxo, y nos llegó Juan Formell y aquella mixtura terminó en el conocido songo. Eran los años sesenta.

Esa década fue quedando atrás y el son siguió su marcha evolutiva. Ahora nos trascendía en espacios y se fundía con los ritmos del Mediterráneo caribeño —la bomba, la plena, el merengue y otros—. Se le conoció a este tránsito como salsa, un ente que nunca negó su afluente cubano; de hecho, siempre estuvo al tanto de lo que en esta isla se proponía o se buscaba y lo tomaba no solo como referente, también lo gozaba.

Y mientras se caminaba por la salsa, aquí se reinventaban estilos, modos y se gestaba un nuevo camino. Había que seguir la ruta de Formell y su tropa Los Van Van, de una charanga como la Ritmo Oriental y de un muchacho camagüeyano que entendió a tiempo la nueva ruta y devolvió al son vestido de una modernidad y alegría tal que todos los ojos se posaron en él y su trabajo.

Adalberto Álvarez no solo entendió la tradición, sino que supo adaptarla y reinterpretarla de acuerdo a su tiempo y a las exigencias de sus contemporáneos. El son volvía a nuestras vidas con un ímpetu notable, como siempre fue: un organismo vivo que muta sin perder su esencia y que se abre a nuevos horizontes conservando su personalidad e hidalguía.

Adalberto Álvarez supo adaptar la tradición y reinterpretarla de acuerdo a su tiempo. Foto: Tomada de Granma

Haciendo el punto… o buscando otro son

No lo voy a negar. En este siglo el son esta más cerca de nosotros en una ruta regresiva, nuevamente mandan los septetos. Se puede decir que los conjuntos, con sus contadas excepciones, son parte de un pasado glorioso. Por ahí se pueden escuchar, solo en discos en marcados lugares donde los seguidores son contados, al Conjunto Roberto Faz, al de Chapottín, al de Arsenio; que a pesar del tiempo transcurrido —dos de ellos cruzan la línea de los ochenta años— siguen fiel al son sin perder la perspectiva de que hoy la música ha cambiado, que hay nuevos actores y que perseverar es una forma de ser auténticos. Lo mismo pasa con el Septeto Nacional.

Sin embargo, el son sigue presente. Camine las calles de La Habana Vieja, las de Santiago, Trinidad u otros lugares de esta isla. Hay lugares que se han convertido en el refugio natural del son, como si estuviera de regreso a sus raíces, bien sea en pequeños cafés donde los turistas se reencuentran con ese sonido mágico, o en los que algunos jóvenes dejan de lado su tiempo urbano y asumen la herencia que les duerme en el hipotálamo y que les define, aunque públicamente lo nieguen tres veces.

Aunque el son no sea hoy la música de cabecera de la nación, debemos celebrarlo.

Innegablemente, el son nunca ha pasado de moda. Tal vez sea tiempo de buscar nuevos soneros, de entender que su ruta es tan importante en nuestras vidas y nuestra cultura como la del tabaco, la del ron y la caña de azúcar. Que su modo de bailar —hoy en desuso y sujeto a los escarceos de coreógrafos y bailarines que no siempre lograron y logran entenderlo— está en nuestro andar. Que, como dijera un sonero, está presente en nuestro hablar cotidiano y nuestra forma de vivir.

Y aunque no quede redondo, aunque no sea la música de cabecera hoy de la nación, debemos celebrarlo. Es la única manera de sobrevivir como nación musicalmente, es parte del orgullo que nos define. Es por lo que el mundo nos admira.

Hagamos, sin miedo al futuro, una búsqueda del punto en otro son, que siempre será el nuestro.

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