Hanunzios II

Laidi Fernández de Juan
18/5/2020

No es la primera vez que me horrorizan los anuncios. Es la segunda. Y, al parecer, se perpetúa una especie de norma antinorma en la inmensa mayoría de los sitios digitales donde, si seguimos las instrucciones, podremos conseguir lo que nos falta. El lenguaje y la eficacia aparecen en orden, eso sí. Inversamente proporcional, debe añadirse. Si es correcta la redacción del texto para alentar la compra del producto que se anuncia, así como la vía para obtenerlo, resulta de una inutilidad tan pasmosa que parece una burla. O un mecanismo diabólico para hacernos perder tiempo y dinero del móvil, aunque debe reconocerse que mantiene a los incautos en el debido confinamiento que estos tiempos pandémicos exigen. Nos obliga al modo robot. Perdemos la mitad de la carga del teléfono, un tercio de paciencia, y mucho de buen ánimo intentando pedir detergente a través de mecanismos tan engorrosos que, algunos, optamos por seguir fregando los platos con champú antigarrapatas. Ya conté que, en una de esas, en lugar de un litro de aceite, obtuve un móvil africano. “No coment”, diría la Reina de Inglaterra ante los paparazis.

Fotos: Internet
 

Por otro lado, (“by the other hand”, según la monarca), hay al menos dos páginas donde se ofrecen más artículos que en una quincalla bien surtida, aunque no incluyen nada de comida. Y sí, es fácil hacer pedidos, y sí, es verdad que los anunciantes tienen muchas cosas “en existencia”, y, por último, es verdad que, gracias al servicio de mensajería, podemos comprar X artículo sin violar el confinamiento porque lo violan ellos, los mensajeros. Pero… a cambio de esta eficacia, hay que tragar en seco al leer los anuncios. Más que leer, es preciso adivinar. Y, cuando al fin logramos descifrar lo que aparece en nuestra pantalla, parece que vamos a sufrir un desmayo. No es posible, murmuramos, no es verdad ESTO que mis ojos están viendo.

 

Algunos ejemplos: “Vendo corchones autopédicos”; “Tengo remedios para la inchasón”; “Vendo harmoadas adolmesedoras”; “Pida coqruetas en El barcón del Avano”; “Aprenda coreano fásilmente”; “Freidora sin haseite”; “Arreglo cosas dijitares” y “Tengo tapones para la mestruasión”. Creo que, si se ofreciera un diccionario para aprender “hanunzios”, la cuestión fuera más fácil, pero no. Antes de comentar lo que, a mi juicio, se lleva las palmas del disparate, debo añadir otra causa al asombro que produce entrar en páginas anunciadoras. Se trata del vapuleo al que nos someten los algoritmos que rigen dichos mecanismos de compraventa. Es permitido escribir en una casilla lo que se necesita, de manera que no sea necesario navegar siempre en el océano de gazapos. Una vez se me ocurrió colocar la palabra “Gravinol”. No solo no solucioné mi problema, sino que tuve más náuseas: aparecieron muchos vendedores de “Grabiya” y, por si no bastara, la máquina me corregía sin delicadeza. “Usted quiso decir Gravilla”, decía, y a continuación me sugería un montón de vendedores de algo llamado Grabiya. Alucinante, pensé, y corrí a vomitar. Las medallas del disparate las obtuvieron las siguientes violaciones al lenguaje de Cervantes, y comienzo por la distinción de plata: Mi amiga Hilda, recién entrenándose como abuela, me pidió que averiguara quién vendía extraedera de leche materna, ya que su nuera sufre de congestión mamaria. “Enseguida busco el link y te lo paso”, contesté. Y cumplí mi promesa. Pocos minutos después, mi amiga Hilda me llamó, muerta en llanto, repitiendo en sordina “Me has jugado una mala pasada… No te lo perdonaré”. “¿Qué pasa?, indagué, ¿por qué estás tan molesta, tan dolida?”. “Chica (me respondió), tú sabes que soy muy patriota, ¿verdad?”. “¡Claro!, respondí, lo sé, de toda la vida, pero ¿qué tiene que ver el patriotismo con los senos de tu nuera?”.

 

Su respuesta me dejó helada: “La única persona que responde al link que me mandaste me ha dicho (y aquí hipeó) ESTRAIDORA. ¿Yo desleal, yo ingrata, yo traidora? ¡JAMÁS! Tu broma es muy pesada, la verdad”. “Niña, por Dios, lee completo el anuncio (dije yo). Esa persona no te conoce, no te ofende, vende algo que sirve para extraer leche materna, fíjate bien. Debe ser máquina extractora, se nota que no estás acostumbrada a este navegar entre errores, concéntrate, que estraidora no eres tú, es extraedora”. ¡Oh my God!, diría la inglesa.

 

El ganador del dislate en los anuncios, la medalla de oro, sin embargo, estaba por llegar. Mi amigo Osvaldo, quien se ha sumado a la iniciativa de cultivar vegetales en el balcón de su casa, pronto se percató de que, como todo en la vida, cada solución implica un nuevo problema. Si bien sus lechugas, acelgas y coles germinaban a buen ritmo, también es verdad que los gatos del vecindario comenzaron a utilizar sus canteros como urinarios públicos. “Necesito algo que proteja mi sembradío”, me dijo. “Búscame algo, por favor, cercas, techos, alambradas, algo que impida esta invasión gatuna”. Puse dedos al teclado y solicité CERCAS. “Usted quiere decir celdas”, corrigió la página. Y, a continuación, surgió un listado de posibilidades de celdas voltaicas o algo parecido, según deduje de “serdas boltaikas”. Un horror polaco o húngaro. Hui de esa selección, y probé entonces con REJAS. Aparecieron montones de imágenes de arabescos de cabilla cuyo diseño parecía propio de escolares en primer grado de educación laboral. Imaginé la cara de mi amigo Osvaldo, y busqué otra propuesta. Tecleé TECHOS, y fue peor. Láminas de cinc, posiblemente hurtadas de algún almacén, me obligaron a cerrar la página, pero, al cabo de unos minutos, volví a intentar con otra palabra: MALLAS. Recordé que los sembrados se cuidan de toda inclemencia con mallas, como los invernaderos para los cultivos de flores, de tabaco. Para mi asombro (pequeño, porque los anuncios van desgastando la capacidad de asombrarse), salió un letrero con dos palabras: SIN RESULTADO. No es posible, pensé. ¿Sin resultado? ¿Cómo es esto? Me levanté, tomé café, di un corto paseo alrededor de mi cuarto, pensando, pensando igual que Winnie The Pooh. Una palabra ocupaba mi pensamiento, pero era una probabilidad tan ridícula, tan imposible, tan disparatada, que la rechacé varias veces. Me niego, me niego, decía yo a mi otro yo interior, no puedo, no quiero. Pero, mi amigo Osvaldo necesitaba mi ayuda, y debía vencer todos los obstáculos. Con gran pesar, coloqué en el cuadrito de “Pedidos” la palabra que me negaba a admitir. Antes de finalizar esta estampa, debo decir que fue milagroso el resultado. Pude contactar a Osvaldo con el vendedor, y ahora sus habilidades de agricultor suburbano florecen como sus lechugas y acelgas. Hasta vergüenza siento al contarlo, pero la realidad es terca, y debo confesar: la solución estaba en la palabra MAYA. Fue así que se resolvió el problema, y gracias a estas páginas de vendutas, con sus hanunzios escalofriantes, mi amigo dispone de una representación de una de las culturas originarias más importantes de este continente para evitar que felinos alivien sus vejigas en los surcos de vegetales. Tiene MAYA en su balcón. Como si los sacerdotes cuidaran de sus cultivos. Hablando en plata: Sin comentarios, o sea, Speaking in silver: ¡No coment!