Héctor Noas: “La obra de Pineda Barnet se revaloriza con los años”

Rubén Ricardo Infante
19/1/2021

Después de la muerte del artista Enrique Pineda Barnet (1933-2021) quise contactar con la persona que más cerca había permanecido del cineasta en sus últimos años. El actor Héctor Noas sostuvo con Pineda Barnet una entrañable relación que él describe de esta forma: “Siempre he dicho que yo transité junto a una persona que fue mi maestro, que luego fue mi gran amigo, que después fue mi padre, y que por juegos de la vida terminó siendo mi hijo, un niño pequeño que debía regañar y castigar un poco. Nuestra relación ha sido también una lección de vida, han sido cuarenta años teniendo a Enrique como una de las personas más cercanas, junto a mi madre, mi hermana… Enrique era como el faro, la persona que me iluminaba, con unos sólidos valores, generoso, tolerante, comprensivo, exigente y muy honesto”.

El reconocido actor trabajó junto a Pineda Barnet en varios proyectos, y ambos estaban unidos por una profunda amistad. Foto: Del autor
 

Cuando habla de él, Noas no manifiesta tristeza, sino que lo recuerda vital y sonriente, tal como lo había conocido en el año 1981, cuando se inició como extra en la filmación de Cecilia (Humberto Solás, 1982).

Esta conversación es un intento —casi inútil— de configurar una parte del itinerario creativo de Enrique Pineda Barnet a través de los recuerdos de Noas.

¿Cómo conoció a Pineda Barnet?

Yo conocí a Enrique en el año 1981, durante la grabación de Cecilia. Después que había participado como extra, Humberto fue a mi casa a buscarme, y el asistente, que era Mario Crespo, me comentó que se iba a filmar la tertulia de Isabel Ilincheta con intelectuales reales. Ahí estaban Eliseo Diego, Pablo Armando Fernández, Miguel Barnet y Enrique Pineda Barnet, ellos iban a debatir los temas de la época de Cirilo Villaverde. Finalmente esa escena no quedó en la película, está en la serie. Crespo me dijo: “Se necesitan dos figurantes y Humberto quiere que seas tú, por tu elegancia, tu disciplina y tu rigor”.

Cuando fui a la filmación me encontré entre todas aquellas personalidades que en aquel momento yo no conocía tanto. Llegó Enrique con su sonrisa y nos pusimos a conversar, enseguida nos dimos cuenta de que ambos nos habíamos visto antes —porque resulta que parte de la familia de mi mamá vivía justo frente a su casa— y ahí empezamos a conversar. En los rodajes con Solás los descansos demoraban mucho, podías estar tres horas conversando antes de empezar a rodar un plano. Enrique me decía: “¿Y a ti te gusta esto?”. Yo le decía que me gustaba, pero que todo me parecía muy lejano, ya que yo estaba en la Marina y esperaba que me llamaran para un barco. Entonces me dijo: “Después de que terminemos esta filmación empezaré un curso de actuación en el Instituto Cubano del Arte e Industria Cinematográficos (Icaic) para técnicos del propio Instituto y para figurantes, si te interesa, tú ve”.

Yo era un joven muy atractivo con el sueño de ser actor, pero con unos valores éticos formados en mi familia que me llevaban a pensar que lo que yo lograba en mi vida tenía que hacerlo por mí y sin concesiones de ningun tipo. En ese sentido, Enrique siempre manifestó un respeto absoluto hacia mi persona. Está relatado incluso en su biografía.

Empecé en el curso de actuación, y me fue gustando. Eran dos veces por semana en una sala del Icaic, con un grupo de personas maravillosas. Iban pasando los meses y él me decía: “A ti te gusta de verdad, porque se ve. Si es así, deberías entrar en el Instituto Superior de Arte (ISA), hoy Universidad de las Artes, ya que tienes condiciones, talento y disciplina. Tienes muchas cosas a favor”.

Logró entrar al ISA…

Logré entrar en 1983, pues debía dejar antes la Marina, y en aquel momento eso solo era posible mediante un traslado o la baja. Si yo pedía la baja, perdía lo que se llamaba “vínculo laboral” y debía empezar desde cero, no como ahora, que el trabajador acumula sus años de trabajo. En cambio, por traslado, tenía que ocupar una plaza fija en otro organismo, una plaza vinculada a la cultura que me permitiera hacer un examen en el ISA.

Enrique habló con el jefe de Personal del Icaic y le dijo: “Mire, este es el mejor alumno que tengo. Tiene mucho interés”. Ya habíamos hecho los primeros exámenes y él estaba encantado con mi trabajo. Entonces ahí le dijeron que yo podía ir para el Icaic por un período, pues no tenían plazas fijas disponibles.

Una prima hermana mía, que era jefa de Cuadros en la Academia de Ciencias, me posibilitó un traslado para la Academia, de modo que no perdiera el vínculo laboral y desde allí prestara servicios al Icaic hasta conseguir un puesto fijo.

Ya estábamos en el año 1982 cuando pedí el traslado. Al dirigirme al Icaic a buscar los modelos para la contratación se había caído el cálculo económico y había quebrado el Icaic, según se dijo, por los gastos de Cecilia. Me quedé en el aire, trabajando en la Unidad Central de Servicios de la Academia de Ciencias, y lo que tenía que hacer era dar pico y pala en el Convento de Belén. Eso fue tan angustioso, tan difícil, porque me levantaba a las cinco de la mañana. Me quedé sin casa; la mujer donde yo vivía, cuando vio que dejé la Marina, me dijo que ahí yo no podía estar.

“Lo que Enrique siempre valoró fue que yo, teniendo la posibilidad, nunca hice concesiones”. Fotos: Internet
 

Me vi en la calle, durmiendo en la terminal de ómnibus, en la funeraria, en casa de amistades. Lo que Enrique siempre valoró fue que yo, teniendo la posibilidad, nunca hice concesiones. Prefería dormir en esos lugares que quedarme en casa de algunas personas: yo sabía que podía hacerlo, pero también sabía que no debía hacerlo. Pasé de ganar mucho dinero en la Marina a ganar el sueldo base de un auxiliar de Mantenimiento.

Pude conseguir un alquiler en un garaje, allí viví catorce años. Lo que sí no fallaban eran mis clases de actuación, la lucha por entrar en el ISA. Para matricular necesitaba ser graduado de ese mismo año del preuniversitario o de la Facultad Obrero-Campesina, o estar en una especialidad vinculada con el ISA, como la Facultad de Letras, por ejemplo. Yo venía de una carrera científica, no me había graduado del preuniversitario ese año ni estaba en la Facultad Obrero-Campesina. Aunque tenía un nivel medio superior en la Academia, por cuestiones de burocracia tuve que repetir el último año la Facultad solamente para obtener el título. Ahora, como yo estaba mucho más preparado, iba tres veces por semana y sacaba las mejores notas. Hasta que pude hacer el examen en el ISA eso fue un periplo enorme.

¿Cuándo trabajan juntos por primera vez?

En 1983 Enrique hace Tiempo de amar. Ya yo tenía aprobado el ingreso al ISA y estaba trabajando con Miguel Cossío, escritor de la novela Brumario, en la que está inspirada la película. Miguel fue quien le dijo a Pineda Barnet que debía proponerme el personaje del político, por las semejanzas que tenía conmigo. Me hicieron unas pruebas y todo salió perfecto. Ese fue mi debut en el cine, y también el de Larisa Vega, Carlos Cruz, Mauricio Rentería, Casín, Alberto Pedro, y otros artistas.

¿Enrique ya estaba preparando lo que sería La bella del Alhambra?

Ese año entré en el ISA. Allí María Elena Ortega, una mujer extraordinaria y una profesora de actuación muy exigente, no nos dejaba hacer cine ni televisión al menos hasta el tercer año, pues era como desviarse del camino. Ahí estuve hasta 1987, cuando hice par de cosas para la televisión. En 1990, Enrique ya no hizo más películas, hasta La bella del Alhambra. Esa es otra de las cosas por las cuales admiro tanto a Enrique. María Elena Ortega fue quien hizo junto a él el trabajo de dramaturgia de la película. Ella siempre me decía: “Yo quiero que tú hagas el personaje del chulo”. Entonces Enrique se negó: “Él no está listo para ese personaje todavía, es muy joven. Necesito un hombre mucho más maduro y con experiencia que se pueda enfrentar a Verónica Lynn”. Quien lo representó fue Ramoncito Veloz, que tenía espuelas como actor. El galán era César Évora, que tenía que serlo, por supuesto, y ya estaba pasado de edad para hacer el personaje que interpretó Jorge Martínez.

Enrique quería que yo estuviera en la película, y pensó en un personaje muy pequeño con quien la protagonista se reencuentra una vez que triunfa, y que tenía tres o cuatro escenas. A él le pareció muy buena idea, pues el personaje cerraba un ciclo, e incluso se llamaba Suárez, que es mi primer apellido. A partir de ahí, Enrique tuvo que pagar el precio del éxito de la película, porque no hizo más cine desde 1989 hasta el 2006, con La anunciación.

¿Después vino el cortometraje First?

Él siempre mantuvo su trabajo en el magisterio a través de un taller. En un viaje a Puerto Rico concibió la idea de First y de Upstairs: Escaleras arriba, y en 1997 le propuso al grupo hacer el corto First e invitarme. En aquel momento yo estaba haciendo dos coproducciones, estaba trabajando en televisión y montando obras de teatro. Él me dijo: “Tenemos que hacerlo, y hacerlo en una noche”. Para este corto hicimos un trabajo de mesa muy fuerte, y descubrió que yo había dado un importante salto como actor. No habíamos trabajado juntos desde Tiempo de amar (1983), cuando yo tenía toda la inocencia del mundo. Ahora este corto exigía un trabajo muy serio de acción interna, porque eran dos personajes en uno. Él se quedó muy motivado, como quien realiza un descubrimiento. Decía que su obra preferida no era La bella de la Alhambra, sino First, ya que marcaba el camino de lo que él quería expresar en el cine, y además se relaciona después con La anunciación.

Fotograma del cortometraje First (1997).
 

First no es un cine convencional, donde se graba un personaje y luego el otro. Allí se filmaron ambos al mismo tiempo. Para mí fue todo un reto y un ejercicio, sentí que por primera vez estaba probando las cosas que había aprendido como actor, y que me aportaba mucho en cuanto a trabajo de acción interna.

Me gustaría que refiriera el quehacer de Pineda Barnet como maestro, más allá de su conocida participación en la Campaña de Alfabetización.

Era una de las cosas que más disfrutaba, porque Enrique era un hombre eminentemente sociable, con una necesidad de comunicación inmensa. Tenía el don de la seducción en la conversación, dirigía el tema, dibujaba las ideas… En el magisterio se sentía más cómodo, quizás porque era dueño de los conocimientos. Era un maestro que entendía mucho de la individualidad, y la respetaba de manera absoluta. Un hombre muy comprensivo con cualquier tipo de persona: él podía sostener una conversación con un delincuente, y entenderse.

Hay una anécdota de un tipo que lo asaltó con una pistola y terminó llorando, pidiéndole perdón y explicándole que se estaba muriendo de hambre. Al mismo tiempo, era muy riguroso, para mí nadie fue más crítico en los inicios que él. Siempre me decía: “Párate frente al espejo, mírate a los ojos y piensa con la verdad. No trates de engañar a nadie, no trates de engañar a la cámara, no trates de engañar con el personaje. Todo debe salir de adentro y con la verdad”. Esto es algo que nunca he olvidado. Tenía un sensor para descubrir cuándo alguien estaba intentando pasarle gato por liebre, y aunque después he estudiado otras técnicas, como el método de Maisner, sus enseñanzas me mostraron que todo tiene que ver con la verdad, con lo interno que expresas y transmites al otro, con la búsqueda de la comunicación. Para mí Enrique fue un maestro y, humanamente, fue una guía. A mi padre lo adoro, pero no vive en Cuba hace mucho tiempo, de modo que Enrique fue esa persona que en el momento justo me rescataba, alejándome de cualquier cosa negativa en mi formación, en mi vida, en mi trabajo, en mis relaciones interpersonales, y eso se lo tengo que agradecer muchísimo.

¿En qué lugar ubica su obra y al creador dentro del cine cubano?

Enrique fue un cineasta diferente, ya que fue un poeta e intelectual incomprendido en muchas etapas. La obra de Pineda Barnet se revaloriza con los años. Ocurrió desde su primera película, Soy Cuba (1961), que fue descubierta más tarde por el público. Ha tenido desaciertos, porque como creador, cuando tenía un concepto o un criterio, se aferraba a él y no permitía interferencias. Quizás con el tiempo haya pensado que debió hacer otra cosa, por eso siempre precisaba tener a su lado un profesional de la edición. “Los editores me quieren cambiar las películas”, decía siempre, y buscaba técnicos que hicieran lo que él quería.

Respetaba mucho al artista-editor. A Tuti Abello, en La bella de la Alhambra, lo convenció de detalles que funcionaron muy bien, pues él era un creador muy conceptual. No le gustaba ser un director comercial. Aunque Enrique es conocido por este emblemático filme, que lo hizo merecedor de muchos premios, no se sentía tan identificado con la película, porque realmente él era más conceptual, más de la esencia. Era un hombre eminentemente sabio, provenía del mundo musical, del teatro, se había iniciado en la publicidad y conocía muy bien el mundo del audiovisual.

Se propuso hacer algo diferente con este filme, pues su obra anterior era una obra comprometida con las historias de la Revolución, otro tipo de historias.

¿Podría caracterizar a Enrique como ser humano?

Conocer a una persona es siempre muy difícil, casi imposible, pues todos tenemos una vida íntima que los demás desconocen. Al leer su biografía descubro cosas, anécdotas, situaciones, detalles familiares, y me doy cuenta de que a lo largo de su camino dejó importantes huellas de afecto. La persona que lo cuidó dos noches antes de morir fue una señora que él había alfabetizado en El Cilantro, eso da una medida de hasta qué punto sembró afectos. La señora me decía: “Quiero darte las gracias por haberme permitido cuidarlo esa noche, porque me pude despedir de él”. Dice que le pedía muchos abrazos.

En estos días han llamado muchos maestros voluntarios, si de algo se sentía muy orgulloso era de haber sido maestro voluntario. Él recordaba su etapa en El Cilantro como una de las cosas más hermosas de su vida. Era un muchacho nacido en El Vedado, de una familia medio aristocrática; un niño mimado que tras sufrir el abandono del padre fue sobreprotegido por su madre y querido por todos. Sin embargo, él decía que dormía en el suelo de El Cilantro y esa cosa del campo, la humildad y la honestidad de esos campesinos deseosos de aprender que lo veían como un ser supremo, le abrieron un nuevo camino.

Fue el primer cineasta cubano en obtener un Goya, y creo el único Caballero de las Artes. Mereció el Coral de Honor, premio que él agradeció mucho por todo lo que significaba y por todo lo que había pasado con la película en el año 1990. Alcanzó también el Lucía del Festival de Cine de Gibara, gracias al apoyo que ofreció a Humberto en ese evento. Ahora mismo, quedó pendiente la entrega de la medalla Alicia Alonso, a quien admiró mucho. Ahí está Giselle, como testimonio de esa admiración.