La obra del Poeta del Son cubano ya no solo es tradicional del patrimonio cultural de nuestro país, sino que además se ha elevado a la categoría de clásico por sus innumerables aportes a la cultura. Hoy, que en Cuba y otras latitudes del planeta el son cubano es bailado y cantado por muchos amantes de este género musical —tal ha sido su difusión desde principios del siglo pasado por los sextetos y septetos de sones, y su pionera aparición en el disco, que ha influido y recreado variantes disímiles como el songo, la timba, la salsa, el mambo, entre muchos más—, ya el son por su carácter universal ha dejado de ser estrictamente cubano para ser amado y acogido por muchos músicos y bailadores de los cinco continentes.  Sin embargo, muchos no conocen a quién se debe la innovadora transformación de los distintos tipos de ritmos de sones y su cristalización como género musical cubano, cultivados en todas las regiones de la Isla desde tiempos inmemorables, pues sus orígenes se han perdido y el género ha sido salvado por la transmisión oralmente parcializada que nos llegó desde los inicios del siglo XX. Valga afirmar que hubo y hay son en todas las regiones de Cuba, no solo en Oriente; la afirmación de que el son nació en Oriente es una aberración histórica en nuestra música. Ahora, si nos preguntamos: ¿A quién se debe tan descomunal aporte transformador de los ritmos de sones en un género musical? Una buena parte de sus practicantes, compositores, músicos, creadores, intérpretes y amantes del son cubano desconocen que fue Ignacio Piñeiro Martínez.

“El aporte de Ignacio Piñeiro a nuestra música fue un proceso de creación propio de los genios”. Fotos: Radio Habana Cuba

Ignacio Piñeiro logró captar, desarrollar y expresar la riqueza plena del son. Las modificaciones estructurales del género, su cadencia y su ritmo, y el empleo de melodías y letras depuradas por este creador e interpretadas por el Septeto Nacional hacen posible afirmar que la obra de este singular artista se convirtió en un modelo clásico del son y marcó el paso para su desarrollo ulterior.[1]

El aporte de Ignacio Piñeiro a nuestra música fue un proceso de creación propio de los genios. Su repercusión en la música —no solo popular bailable— merece ser estudiada y difundida hoy más que nunca, momento en que se promueve en Cuba y fuera de sus fronteras su reconocimiento como Patrimonio Intangible de la Humanidad, así como el proyecto de proclamación del Día Internacional del Son, el 8 de mayo; fecha que de aprobarse sería, en mi opinión, desconocer los méritos de Ignacio Piñeiro y sus aportes como Poeta del Son, autoridad egregia de la música cubana. Los cubanos tenemos el orgullo de contar con Nicolás Guillen como Poeta Nacional, así reconocido en 1930 por el pueblo de Cuba, y en la misma fecha a Ignacio Piñeiro como el Poeta del Son; ambos por sus propios méritos y labor defensora de la cubanía. Sería más justo y adecuado tomar como del Día del Son Cubano el 21 de mayo, fecha del nacimiento del Poeta del Son.

“Ignacio Piñeiro logró captar, desarrollar y expresar la riqueza plena del son”.

Ser profeta en su propia tierra no es común, pero para Ignacio Piñeiro fue, entre tantos músicos, un lugar reservado por la historia, pues a él le tocó cristalizar un largo proceso de evolución de la música cubana. El músico Ignacito, como se le conocía, transformó los orfeones de clave en coros de clave y guaguancó al introducir el guaguancó en sus composiciones; fórmula que le sirvió luego para trasformar el ritmo del son en género musical con esa mezcla de guaguancó y abakuá en su estructura y el lirismo poético de sus textos. Muestras de ese reconocimiento se pueden testificar en las publicaciones recientemente aportadas por Gino Curioso, acerca de las notas de prensa de la época: “En el Valle de Yumurí, Matanzas, se encontrará el Septeto Nacional (el poeta del Son), turnándose con el Sexteto Oriental”.[2] Asimismo: “Hasta ahora han sido contratados los servicios de tres afamados conjuntos musicales: (…) el popular Septeto Nacional, que dirige el poeta del son: Ignacio Piñeiro”.[3]

El presente trabajo pretende argumentar los aportes del Poeta del Son y su trayectoria artística:

En el aniversario 133 de su nacimiento, Ignacio Piñeiro Martínez continua vigente por el sendero glorioso de la música cubana. Su obra creadora constituye símbolo de lo auténticamente cubano en la música universal  

Las raíces poéticas en Ignacio Piñeiro tienen la confluencia de dos grandes caudales culturales, unión de los sentimientos encontrados de sus progenitores de ascendencia africana y asturiana, poco estudiada al referirse a su personalidad creadora.

“El Poeta del Son, como fuera reconocido en 1928, sintetizó con fisonomía propia el son cubano”.

Hasta principios de la primera década del siglo XXI se afirmaba, equivocadamente, la ascendencia gallega de Ignacio Piñeiro, y muchos biógrafos aseguraban, y con razón, su nacimiento en el barrio de Jesús María, pero no se argumentaba por qué se crió en el barrio de Pueblo Nuevo. Estas y otras contradicciones sobre el nacimiento y el origen paterno de Ignacio y los motivos que le hicieron llegar a España en 1929 y componerle un son a Asturias, aclararemos como homenaje a su 133 onomástico este 21 de mayo de 2021.

La vida y el legado creador de Ignacio Piñeiro Martínez (La Habana, 21 de mayo de 1888 – 12 de marzo de 1969) han conmovido a muchos estudiosos, investigadores y amantes de la música cubana. En el universo musical de nuestra nación brillan muchas estrellas que iluminan nuestro pentagrama musical; allí, entre todas, como la estrella polar que guía a nuestros músicos, con gran esplendor está Ignacio Piñeiro. El Poeta del Son, como fuera reconocido en 1928, sintetizó con fisonomía propia el son cubano, condimentándolo con la mezcla folclórica de origen africano y español, en la que la música de origen congo y del calabar le influyeron para crear los cantos de “Clave Abakuá” y estilizar el guaguancó, al incorporarle poesía y la estructura melódico-rítmica criolla de los estratos sociales más humildes en donde se desarrolló. Estos elementos le permitieron trasformar los orfeones de clave, gigantescos coros populares, en coros de guaguancó, que tuvieron su máxima expresión en el famoso coro de guaguancó Los Roncos, de Pueblo Nuevo, en 1912. Esta fórmula le serviría para introducirla al son y cristalizar así un largo proceso de evolución y creación que dio como resultado el son habanero, conocido hasta nuestros días por esa carga de guaguancó que lo hace bailable.

“Precisamente en las agrupaciones de son que consideramos ‘clásicas’ (como el sexteto) no hay una sola voz ni un solo instrumento del que se pueda prescindir sin afectar la concepción polirrítmica general que hace del son ese milagro de equilibrio y síntesis (euro-afro-cubano) que le otorga su carácter específico. (…) La clave de guaguancó (apenas diferente de la sonera en el mínimo desplazamiento del tercer golpe) (…) se evidencia que la clave sonera está implícita en el cinquillo; basta con eliminar las semicorcheas del mismo y la primera y última corcheas del compás complementario. (No es casual que el omnipresente cinquillo pase también a la trova y el bolero, solo que con signo opuesto, es decir, a un tempo mucho más lento e incluso inserto en la propia melodía)”. Estos argumentos aportados por Leonardo Acosta hacen reflexionar más detenidamente sobre el rol de Ignacio Piñeiro en la historia del son.

“La obra de este singular artista se convirtió en un modelo clásico del son y marcó el paso para su desarrollo ulterior”.

El niño Ignacito

Cuba es la catedral del son. Música y baile nutren a los cubanos. La cultura es el alma de los pueblos, pero la música es el corazón que impulsa y purifica la sangre afrocubana que nos hacen ser musicales desde la cuna. Así, con ese estigma, el domingo 21 de mayo de 1888 en una humilde casa del barrio habanero de Jesús María, considerado santuario de la música y el folclor cubanos desde tiempos ancestrales, en la oscura noche nace del vientre de Petrona Martínez Menéndez el varón Ignacio. Ignacito, como familiarmente fuera llamado, era un niño intranquilo y diligente para cuanto se reclamaba en la casa, al tiempo que su simpatía para la conversación y la palabra afloraban musicalmente, incluso cuando tenía los prontos de cólera, naturalmente heredados de la ascendencia asturiana de su padre Manuel Piñeiro y Montero. Don Manuel, llegado a Cuba hacia 1880, al radicarse en La Habana había logrado prosperar con su trabajo de comerciante y había establecido ocultas relaciones amorosas con Petrona.

Poco tiempo después del nacimiento de Ignacito, la joven Petrona logra formalizar públicamente la unión en matrimonio con el también español Don Marcelino Rodríguez Sanchíz, natural de Pontevedra, Galicia, dueño de un “tren” de coches y quitrines de paseo en La Habana intramuros. Por estas circunstancias la familia Rodríguez-Martínez se muda para el barrio de Pueblo Nuevo, donde se cría Ignacito y cursa la enseñanza primaria en el Colegio Público “Niño de Jesús”, ubicado en calle Soledad, esquina a San Miguel; finaliza en otra del mismo barrio ubicada en avenida Carlos III, esquina a la calle Marqués González. Era decimista, puesto que en la escuela —el primer colegio cubano que pusieron en Pueblo Nuevo— había aprendido a hacer composiciones poéticas”.[4]

Desde muy joven su vínculo con la colonia de residentes españoles en La Habana fue fuente de trabajo, y asimilación de cultura y costumbres hispanas. Su porte altivo y pulcritud de palabra tuvieron fuente de inspiración en esa mezcla hispanoafricana. 

El 5 de noviembre de 1893 fue momento de felicidad para Ignacito, pues nació su hermano Prudencio Rodríguez Martínez, quien lo apoyaría durante sus momentos más difíciles y con quien compartía todas sus ideas musicales, aunque este fuera su más férreo censor musical y de la vida. Aunque Enrique y Bertha fueron sus otros dos hermanos —el primogénito Enrique y la menor Bertha de Petrona—, poco se sabe sobre sus vínculos con Ignacio, pues la familia Rodríguez-Martínez mantuvo en el más absoluto silencio el referirse a ellos, debido a las relaciones amorosas de Petrona en diferentes momentos de su vida.

De niño, al mismo tiempo que estudiaba la enseñanza primaria desempeñaba distintas labores junto a su hermano Prudencio. Fue carretonero, trasladó mercancías desde los muelles hasta los bodegones y almacenes, y vendió carbón; esto lo fue relacionando con personas de todos los estratos sociales, particularmente con los babalawos y ñáñigos, con quienes compartía y asimilaba los cantos africanos en ceremonias religiosas y el vivir diario que lo rodeaba, pues su entorno social era la meca de los cantos del abakuá, la santería y el espiritismo en los barrios de Pueblo Nuevo, Carraguao, Jesús María, Los Sitios, Punta Colón, Ataré y San Leopoldo. “Tenía unos diez años cuando empecé a hacer mis primeras composiciones. Por aquella época, en el barrio de Pueblo Nuevo, donde crecí y estudié, existían distintos cabildos africanos. Por consiguiente, las costumbres de los muchachos que estábamos unidos a ellos y les hacíamos los mandados, consistieron en adquirir su estilo musical. Y aprendimos muchos de sus cantos”.[5] Frecuentaba los cabildos de los barrios negros de La Habana, cosa que hacía a la salida de la escuela primaria, la cual fue su única enseñanza. “Fue estibador en los muelles, donde aprendió los cantos abakuá”.[6]

De niño su primer “oficio” consistió en “bañar caballos” en la franja del litoral habanero, por eso resultó ser testigo de la voladura del acorazado norteamericano Maine. “‘Aquello fue espantoso’, contaba Piñeiro cuando recordaba el traslado de los cadáveres rumbo al cementerio”.[7]

Diario de la Marina, La Habana, 15 de mayo de 1932.

Muy activo y emprendedor, de adolescente trabaja como carpintero, tonelero, fundidor, tabaquero, albañil, este último oficio con gran maestría, siendo su principal forma de subsistencia a lo largo de su vida. Así campeaba por su respeto por el barrio de Carraguao, codeándose con los negros congos y lucumies, y “¡limpiando mucho mondongo!”.[8]

El niño Ignacito siempre fue una fuente que desbordaba música. “Las anécdotas sobre mi tío eran fantásticas, le sacaba una poesía o una décima a cualquier cosa y muchas se perdieron porque no las escribía, las memorizaba y después las hacia sones, rumbas, y dominaba la lengua africana (se refieren a la lucumí), fue un amante de su patria, que siempre estaba en sus canciones”.[9] “Ven acá, Ignacito, cántame eso que está muy bonito. Y el bobo de Ignacio lo cantaba. Después, nada: ¡las gracias! —¿Le robaban sus melodías? —¡Ah, pero yo tenía montones de reserva!”.[10]

Después de estallar la guerra de independencia de 1895, con apenas 8 años, ya componía sus décimas. Compuso sus primeros cantos “de clave. Me gustaba escuchar las conversaciones y cantos de los viejos. Era una esponja. Todo se me pegaba. Le llamaban así al individuo que entona para dar comienzo al canto, con un par de palitos. Inventando la melodía, acompañándome de dos palitos. O sea: las claves. Más adelante, por supuesto, el acompañamiento no sería solo rítmico; también armónico. Con la guitarra, por ejemplo. He hecho cantos estilo de congo real, que aunque se llamaban de congo real, eran criollos. Además, he hecho composiciones de guaguancó, como ‘El desengaño’, ‘Impulcritudes’, ‘No sigas tomando bombón’, y muchísimas más. Pasaban de cien en ese estilo. Yo sé todos los bailes y todos los parches y el zapateo, todo”.[11]

“Sus primeros poemas los acompañó con la guitarra, siempre escuchamos decir a Petrona que Ignacito fue muy presumido y que de niño le consiguieron una guitarra que casi no podía tocar de lo grande que le quedaba y que así aprendió a tocarla con los amiguitos y vecinos del barrio, ella decía que se perdía por el barrio metiéndose en los solares y las rumbas con los mayores, pero que allí (se refiere al barrio de Pueblo Nuevo) no había peligro, porque todos los conocían, por eso él tocaba cualquier música con su guitarra. Por aquí teníamos una foto de Ignacito de cuando era niño con su guitarra, no sabemos adónde fue a parar, pero él incluso cuando murió, allá en San Miguel, tenía un piano y había estudiado música ya bastante mayor”.[12]

De esa época guardaba con mucho amor en su memoria una décima que fuera su manera de conspirar por la independencia de Cuba. “Pues que jugábamos a la guerra —cubanos y españoles— y la guerra ardiendo. Ya entonces componía mis decimitas.

¡Alto, quien va! La guerrilla,

Muchachos, machete en mano,

Que esos son nuestros hermanos,

Pero de mala semilla,

O esos son de pacotilla,

Vagos, mal entretenidos,

Borrachos y pervertidos,

Que por una sola perra,

Venden a Cuba, su tierra,

La patria donde han nacido”.[13]

Su personalidad de carácter grave y su hidalga postura hacen que su presencia física sea parte de la ocupación personal, a tal punto de presumir, que siendo joven contrajo la común enfermedad de la viruela dejando esta su huella en la nariz: “Ignacito toma una cuchilla y se extirpa la verruga dejando una cicatriz que lo acompañaría toda su vida, la que nunca pudo disimular”.[14]

Poeta del Son cubano

Aunque Ignacio tempranamente abandonó la escuela para trabajar en cuantas oportunidades se le presentaran, desde muy niño poseía un verbo dúctil y una agilidad para improvisar poemas y décimas con perfección, matizados con frases bellas y exuberantes verbos muy por encima de su origen humilde, que bien acompañaba con su elegante y pulcro vestir. “Era un buen conocedor del idioma español, utilizando siempre frases llanas. Era un genio mayúsculo. Muy inteligente para sacar un número en el momento. Era muy espontáneo. Piñeiro tocaba contrabajo y guitarra, nunca estudió música, para nada, pero era un armonista grandísimo —el estilo cubano lo tenía dentro de su cabeza—, mezcló el son con el guaguancó y la poesía”.[15] “Guillén se inspiró en los sones de Piñeiro, los analizó y se dio cuenta de cómo era la cosa de la repetición, los estribillos, de cómo era el son, y cuando empezó a escribirlo le llamó la atención a García Lorca y a todos los poetas, y ha hecho de eso un género porque fue un descubrimiento de él. Aprendió en la calle. Cuando yo enseñaba en la escuela empecé a analizarlo, a oírlo, y me di cuenta: ¡Ah, el problema es que este hombre canta en guaguancó!”.[16]

“Muchas de sus creaciones musicales fueron interpretadas, y algunas de ellas grabadas, por los más connotados trovadores y cantantes líricos de la primera veintena del siglo XX”.

En 1912, contando ya con una vasta experiencia musical en los cabildos y solares de los barrios de La Habana, y siendo triunfador con el guaguancó en la guerra musical desatada desde 1904 —al frente del coro de clave y guaguancó Los Roncos contra el coro de clave Paso Franco—, el joven Ignacio con 26 años de edad ya era muy solicitado como poeta y cantante decimista, al tiempo que vivía de su oficio de albañil y carretonero junto a su hermano Prudencio. El son venía imponiéndose con la aparición de pequeños grupos que interpretaban sus obras musicales.

Su fama se consolidaba como director de Los Roncos. Llevado por el afán de ser famoso con su verdadero apellido, así como por legalizar su estatus social para futuros empeños en la música, y no habiendo sido bautizado, ni legalizado nunca un matrimonio de su madre, solicita a Don Manuel, a pesar de su infinito amor y respeto por su padre de crianza, Don Marcelino Rodríguez Sanchíz, lo reconozca como su padre, compareciendo: “En La Habana a las 9:20 a.m. en el registro de estado civil municipal Sur con el folio 228 del tomo 42 del día 9 de agosto de 1914, ante el juez municipal Laureano Fuentes Duany, siendo testigos presenciales Tomás Vega y Alberto Carbonai, declaran que nació Ignacio a las 8:00 p.m. del día 21 de mayo de 1888 en La Habana, en el barrio de Jesús María en la casa ubicada en la Calle Águila no. 229, hijo de Manuel Piñeiro Montero, natural de España, y Petrona Martínez Menéndez, natural de La Habana, nieto por línea paterna de Francisco y Manuela, naturales de España, y por la línea materna de Anastasio e Hipólita, naturales de Santamaría del Rosario”.[17]

Esta decisión provocó un alejamiento temporal de Ignacio con su familia, que siendo superada posteriormente, fue causa de reproches hasta su muerte, aunque el amor y los lazos sanguíneos de ambas partes sobrevivieron.

La causa fundamental que llevó a Don Manuel Piñeiro Montero a reconocer la paternidad de Ignacito estaba dada por su voluntad de regresar a su terruño natal en Oviedo, Asturias, sin embargo, su relación con Petrona siempre se mantuvo en el mayor de los secretos, tanto así que “nosotros lo que tenemos de conocimiento sobre el asunto, y porque escuchábamos algunos comentarios que se escapaban de  mamá y papá, es que ese Piñeiro era un amigo, un paisano, que en algunos momentos ayudaba a la familia, sí recuerdo que él tenía una carpintería o taller por la calle Neptuno, a donde lo visitaban, pero pensamos siempre que era algo así como padrino de Ignacito. A nosotros siempre nos dijeron que tío se puso Piñeiro porque era cuestión de nombre artístico”.[18]

Ignacio y su hermano Prudencio Rodríguez Martínez trabajaban “desde muy jóvenes transportando mercancías desde los muelles a los almacenes y distintos comercios de la ciudad, con una ‘araña’ o carretón propiedad de Marcelino, así era común, al llegar a los muelles a recoger los envíos de los barcos, transportar carbón, etc., tuviesen contactos con personas de todo tipo”[19] y estatus social, enriqueciendo su acervo cultural y la visión universal del mundo. Los encuentros con marineros tuvieron mucho que ver con el joven Ignacito en sus sueños de viajar por el mundo. Estos sueños se vieron acrecentados cuando poco tiempo después de ser reconocido por su padre, Don Piñeiro, este decide retornar a Asturias provocando en Ignacito la aspiración de conocer la tierra de su padre.

Tiempo después no recorrerá en el viejo carretón las calles de la ciudad. La música y la albañilería lo hacen independiente, junto a sus propias convicciones y ambiciones que arrecian su carácter grave, al tiempo que se reafirma su hombría consagrándose al juramento abakuá en 1908 en la Potencia Eforí Enkomó, que dominaba el territorio del barrio de Pueblo Nuevo. Ignacito Piñeiro ya en estos años vivía de sus composiciones musicales, relacionándose ampliamente con los más connotados músicos y grupos de sones existentes en la capital. Así, en 1918 es organizado por su compadre y okobio, Agustín Gutiérrez Montoto, el Renacimiento de Pueblo Nuevo, donde además de cantar y tocar la guitarra, Ignacito se inicia pulsando el contrabajo. Aquí conoce a Bienvenido Julián Gutiérrez, con quien lo unió una entrañable amistad, y se inicia como bongosero su ahijado, Agustín “Manana” Gutiérrez Brito. El solar La Bomba, en la calle Zanja no. 105 entre Marqués Gonzáles y Oquendo, era el lugar en que se ensayaba y donde casi siempre ocurrían fiestas de rumbas y sones. Este pintoresco solar fue cuna de connotados músicos como Barroso o los Gutiérrez, y donde se celebraban las populares rumbas del barrio de Pueblo Nuevo. No muy lejos de aquí, en la calle Pocito no. 56-D, vivía Ignacito, en una casona de madera de dos plantas con un patio central, conocido como el vecindario de Pocito. En la misma manzana del solar La Bomba, pero por la calle Oquendo, también se encontraba ubicado el solar África, de referencia rumbera y donde vivieron destacados músicos como Chano Pozo.

Los cantares del abakuá en Piñeiro

Los aportes de la herencia musical, los cantos y bailes abakuá, y su cultura en general, están aún por develar en toda su dimensión. Sus contribuciones a la identidad de lo “cubano”, en todas las manifestaciones del arte, la cultura y la sociedad, no son negadas, pero sí estigmatizadas por la propaganda antisocial de sus hijos abakuá, llamados despectivamente ñáñigos; en sus inicios surgida como Hermandad Secreta de Ayuda Mutua y organización protectora contra la discriminación y los atropellos de la colonización española en La Habana y luego extendida a la vecina Matanzas.

La política colonial de España, y después de Norteamérica, vio en estos hombres su carácter rebelde e independentista en la capital cubana, difundiendo el miedo de su carácter belicoso y anticristiano de su comportamiento social, y sin duda sabiendo que los templos abakuás y también los masónicos eran ambiente propicio de conspiración sin ser delatados en sus aspiraciones bajo el sagrado juramento de sus militantes. Entre los destacados músicos abakuás del siglo XX, pioneros de las grabaciones, se destacan Juan de la Cruz Hermida (Ekorlo Efor Taibá o Abarakó Chiquita), Manuel Corona (Iñiguiyí o Eñegueyé), Rafael Zequeira (Oritongo Apapá Omoni), Román “Nano” León (Betongó Naróko Efó) y los directores de orquetas Enrique Peña, Juan de Dios Alfonso y Armenteros. Su orquesta estaba integrada mayoritariamente por músicos abakuás de Guanabacoa, conspiradores y partícipes de los sucesos del Teatro Villanueva. También se destacan los hermanos Pablo y Raimundo Valenzuela,  Alberto Zayas “El Melodioso” (Isué de Erube Efó), Juan de Dios Echemendía, Miguel Faílde (Bakokó Efó), entre muchos otros.

De izquierda a derecha: Abelardo Barroso, Ignacio Piñeiro, Lázaro Francisco Herrera, José Manuel Carrera Echarte, Bienvenido León, Eutimio Constantín Guilarte y Francisco González.

Sin lugar a dudas, uno de los más innovadores habaneros fue Ignacio Piñeiro Martínez (Efóri Komó), quien desarrolló su propia manera de hacer la canción trovadoresca, creó el género musical de clave ñáñiga o marcha abakuá con acompañamiento de guitarra, claves y voces, mezcló viejos cantos en lengua carabalí con los textos en castellano, revolucionó y permeó de tradición ancestral los cantos trovadorescos y la cancionística nacional cubana con obras como: “Los cantares del abakuá”, “En la alta sociedad”, “Dichosa Habana” o “Iyámba Beró”, “Sobre una tumba, una rumba”, “Marcha carabalí”, y otras. Muchas de sus creaciones musicales fueron interpretadas, y algunas de ellas grabadas, por los más connotados trovadores y cantantes líricos de la primera veintena del siglo XX, a saber, el terceto Nano, el dúo de María T. Vera y R. Zequeira, el dúo Pablito y Luna, y el trío Villalón. Las pioneras orquestas charangas danzoneras se inspiraron en sus rumbas, sones y claves ñáñigas, como Felipe B. Valdés, que grabara el danzón “Los Roncos”[20] en honor a su okobio y director del afamado orfeón de Pueblo Nuevo y de la autoría de E. Grenet, amigo de infancia de Piñeiro. Además, el ilustre abakuá y cornetista del Ejército Libertador a las órdenes de Antonio Maceo, Enrique Peña, compuso y llegó a grabar en 1916 su danzón intitulado “El ñáñigo”,[21] todos ellos bajo la influencia del Poeta del Son, que permeó de rumbas y sones habaneros nuestra cultura musical.

Aún hoy en los populares barrios habaneros se escuchan las rumbas y sones, y aunque se dice que “la rumba no es como ayer”, no hay rumba que se haga y se respete en Cuba que no lleve una frase, un coro o una improvisación, reconocida o no, del más universal de los músicos cubanos: Ignacio Piñeiro Martínez.


Notas:

[1] Radamés Giro, Musicólogo cubano. La impronta de Ignacio Piñeiro en el Son. La Habana, junio de 2004.
[2] Diario de la Marina. Gran 19 de mayo en el Centro Castellanos. La Habana, 15 de mayo de 1932.
[3] Diario de la Marina, la Habana, 20 noviembre de 1934
[4] Omar Vázquez. La Alborada del Primero de Enero. Febrero 2008. Pág. 3.
[5] Omar Vázquez. La Alborada del Primero de Enero. Febrero 2008. Pág. 3.
[6] Lino Betancourt-Daisy Martín. Artículo periodístico. Prensa Nacional. 1988.
[7] Leonel López Nussa. Entrevista a Piñeiro en 1966. (citado por Omar Vázquez: Ignacio. Feb.2008. Pág. 2).
[8] Leonel López Nussa. Entrevista a Piñeiro en 1966. (citado por Omar Vázquez: Ignacio. Feb. 2008. Pág. 2).
[9] Familia Rodríguez. Entrevista del autor a sobrinas de Ignacio. Municipio de Regla. Enero-Febrero, 2007.
[10] Leonel López-Nussa: Entrevista a Piñeiro en 1966 (Citado por Omar Vázquez: ob. cit., p. 3).
[11] Omar Vázquez. Ignacio. La Alborada del Primero de Enero. La Habana, Febrero 2008. Pág. 3.
[12] Familia Rodríguez. Entrevista del autor a sobrinas de Ignacio. Municipio de Regla. Enero-Febrero, 2007
[13] Leonel López Nussa. Entrevista a Piñeiro en 1966. (citado por Omar Vázquez: Ignacio. Feb. 2008. Pág. 3).
[14] Familia Rodríguez. Entrevista del autor a sobrinas de Ignacio. Municipio de Regla. Enero-Febrero, 2007.
[15] Lázaro Herrera Díaz. Entrevista de Ivor Miller. La Habana, 1999. Pág. 14.
[16] Luís Carbonell. Entrevista de Ivor Miller. La Habana. 1999. Pág.44.
[17] Certificación literal. Ministerio de Justicia. República de Cuba. Solicitud 000140 del 28 Agosto del 2006.
[18]  Ramiro Rodríguez. Entrevista del autor al sobrino de Ignacio. Café Carmelo de Calzada. Febrero, 2007.
[19] Familia Rodríguez. Entrevista del autor a sobrinas de Ignacio. Municipio de Regla. Enero-Febrero, 2007.
[20] E. Grenet, Los Roncos, Danzón. Orquesta de Felipe B. Valdés /Co.  C1149 – 38022 / La Habana. Cuba. 1910.
[21] E. Peña.  El Ñáñigo. Danzón. Orquesta de Enrique Peña. Co. C1169-38035. La Habana. Cuba. 1916-17.
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