Incertidumbre del agro

Laidi Fernández de Juan
18/1/2021

Hay que estar en la calle para saber qué sucede, protegidos por nasobucos, y con olor a cloro. No basta leer los periódicos, ver los noticieros, tratar de entender las explicaciones, algunas de las cuales son enrevesadas. Ni tratar de analizar medidas que más tarde se convierten en modificadas (para bien, o sea, “mejoradas”), alcanza para saber qué nos está sucediendo en estos días tan, tan difíciles, tan complicados.

“‘Ajo… ajo peladito a 50… pimiento a 70… limón a 60…’”. Imágenes: Alfredo Martirena Hernández / Cubadebate
 

Si en los reportajes periodísticos se repiten combinaciones de vocablos como “escenario complejo”, “encadenamiento productivo”, “tributar sectores” y “sustitución de importaciones”, en la vida real, el llamado ordenamiento económico implica mucho más que la unificación de la moneda, el incremento salarial y la subida de precios. La gran novedad, por ejemplo, es la eliminación del llamado “subsidio excesivo”, al que llevamos acostumbrados más de cinco décadas. Si bien se reajustan cifras, de forma que los menos favorecidos tengan acceso a los medicamentos habituales de sus crónicas y no transmisibles enfermedades, también es verdad que las muy desprovistas farmacias no ayudan a captar la transformación en toda su magnitud. Hasta que no necesitemos un ciclo de antibióticos orales, no sabremos el monto verdadero que costará. Mientras tanto, no hay disponibilidad de ningún antimicrobiano, así que se acude a las redes sociales (una vez más), para aliviar un absceso molar, una sepsis urinaria, una dermatitis piógena. Con los analgésicos sucede otro tanto. Vecinos, amigos y conocidos vamos de puerta en puerta recabando paracetamoles, dipironas, aspirinas, ibuprofenos.

Quienes tuvieron la voluntad y la suerte de lograr un microhuerto en sus casas, saben que ninguna hortaliza alcanzó robustez, ya que cierta plaga de gusanos arrasó con todo. Luego se descubrió que coincidía la mejor época de dichos animalejos con el entusiasmo por la agricultura urbana, pero ya era tarde. Y además, tampoco hay plaguicidas. En otras palabras: salvo el modesto orégano, y alguna furtiva albahaca, cuyos fuertes olores al parecer no son del agrado de las babosas hambrientas, el resto de las plantaciones desapareció. Y con ello, se esfumó nuestra inventiva agrícola citadina.

Con la llegada del invierno, y sus consecuentes resfríos —esta vez causantes de pánico, debido a la empecinada COVID—, el orégano ocupa sitial de honor. Se añade al listado de pedidos puerta a puerta, de muro en muro de Facebook, “¿tienes hojitas de orégano para un cocimiento?”, y también “si te queda una rama de albahaca, dámela, por tu madre”.

Sin embargo, todo, absolutamente todo palidece cuando llegamos al agromercado. Además del desorden de los precios —últimamente bien regulados, debe decirse—, existe una serie de productos que engrosan lo que se ha dado en llamar “por la izquierda”. Nunca sabremos la razón exacta, pero de pronto el ajo se volvió clandestino. ¿Qué sucede con el ajo? No se exhibe en ninguna tarima, sino que se vende más por señas que por palabras. Además de nuestra estupefacción por los nuevos precios, debemos estar muy atentos al lenguaje extraverbal que se desarrolla en los agros. Una mímica muy particular, cuyo significado vamos aprehendiendo de a poco, nos permite saber qué hay detrás del telón.

“Todo palidece cuando llegamos al agromercado. Además del desorden de los precios (…), existe una serie de productos que engrosan lo que se ha dado en llamar ‘por la izquierda’”. 
 

Aunque con algunas variaciones, los tres productos que se mantienen en lides subterráneas, además del ya citado ajo clandestino, son el pimiento y el limón. En el momento en que estamos frente a la tarima de las lechugas, alguien, un rostro de la muchedumbre, pasa por nuestro lado y murmura: “Ajo… ajo peladito a 50… pimiento a 70… limón a 60…”, sin que logremos descifrar quién es el vendedor extraoficial. Si miramos alrededor con cara de interés, el alguien murmurante se presenta, cual Lucifer acabado de emerger de las tinieblas, y deja caer su pregunta: “¿Buscas algo, mi china?”.

Y, si de veras estamos en disposición de adentrarnos en el mundo orillero —sabiendo que pecamos—, al preguntar los precios que no acabamos de asimilar, el comerciante levanta una ceja, hace una mueca con la boca, ladea la cabeza, y echa a andar. Comprendemos que nos está dirigiendo a una zona menos concurrida, a un lugar más discreto para llevar a cabo la operación. Tanto nosotros, potenciales compradores, como el vendedor, nos adentramos en el terreno de lo prohibido. Y, efectivamente, debajo de un saco, detrás de un muro, al lado del sitio de los panes (que no hay), o junto al rellenador de fosforeras, Mandrake guarda su preciada (de superprecio) mercancía. No nos dejamos embaucar. Lo que vemos no es nada del otro jueves. Ni los limones, ni los pimientos, ni siquiera el envoltorio de los dientes de ajo ameritan las pérdidas que nos propone el clandestino. Después de todo, pensamos, hasta hace pocas semanas eso mismo ocurría con los tomates, y ya ven, los de ensalada han pasado del clandestinaje a la exhibición en tarimas. Del desorbitado precio a uno aceptable. Se trata entonces de paciencia, de esperar a que en la rotación de frutas, vegetales y granos, el verde pimiento, el criollo limón, y sobre todo el tan gustado ajo, regresen a la etapa de normalidad. O sea, que se reordenen. Habrá que ver entonces qué producto se sumerge, a cuál le toca el turno de ocultarse. Hablando en plata, el vendedor deshonesto actúa con mayor voracidad que las babosas urbanas. El acaparamiento es tan dañino como esos bichos y, definitivamente, necesitamos plaguicidas. De varios tipos, de larga duración, y de alta eficacia, si es posible.