Inocente país de noche

Dazra Novak
25/6/2019

Antes los libros eran, para mí, casi como objetos de cristal. No se les escribía en los márgenes, no se les doblaban las esquinas de las páginas, no se dejaban descuidados en ninguna parte. Cualquier desliz de estos y el libro podía resbalar, caer, romperse y, objeto de cristal al fin, nunca volvería a ser el mismo. Hay partes que, una vez separadas, ya no pueden volver a juntarse. O sí, pero les queda una marca demasiado visible, una rajadura triste, un cargo de conciencia/de pegamento.

Foto de la autora
 

Al paso de los años, quizá porque una viene de vuelta de tantas cosas rotas, los libros han dejado de ser para mí aquellos objetos frágiles. Ahora están, de algún modo, más vivos en mis comentarios sobre el párrafo que hubiera querido escribir yo, en la página que doblada marca lo que me marcó, y acostados sobre sus panzas se acumulan sobre la mesita de noche, sobre el mostrador mientras cocino, sobre la cama a medio tender que nadie sabrá —a menos que entre intempestivamente a mi cuarto—.

El libro Diapositivas, de Laura Ruiz Montes, por ejemplo, es un objeto de cristal resbalado hasta el suelo de mi cocina. Abierto en su página trece, en el poema “Cotidiano”, me hace correr hacia el fondo de mi taza de café y buscarme en lo que pude haber escrito (porque también es mío) y, sin embargo, un garabato de mi letra apenas acompaña estos aterrizados versos: “Friego la taza donde mi hija desayunó antes de partir. / Concentrada, reviso los restos. / Quiero adivinar el futuro. / ¿Hacia dónde? / ¿En qué país? / ¿En qué momento?”.

He aquí mis/sus primeras diapositivas: 1) resbalado hasta el suelo un libro-país-objeto de cristal. 2) decenas de imágenes cotidianas, incluida esa cola interminable donde a la hora de los mameyes: nada. 3) fragmentos de lo vital superior que se me ha roto y he vuelto a juntar como he podido. 4) la pátina del tiempo aflorando allí donde “todo remite a objetos deteriorados y enfermos, / a una época anterior / donde las pertenencias estaban sanas / y creíamos que iban a ser eternas”.

No obstante, cuando el día me abandona tras el crepúsculo, más allá de traspiés y deseos no concedidos, pasa que me llega indefectiblemente el sueño (no el de las musarañas, sino el de la derrota de mi cuerpo). Algo que la autora dulcemente me ayuda a nombrar entre sábanas limpias y este silencio donde la realidad también descansa ¡y sueña! Así mismo, como un “inocente país de noche”. Un sitio donde seguimos-seguiremos leyendo a pesar de todo, aunque solo sea este ejemplar único de libro-país tan manoseado.

Un libro manoseado y marcado es hoy, para mí, más libro todavía. Un rastro que su lector anterior deja y solo es cuestión de aguzar aún más la mirada, escuchar lo otro que nos dice la página doblada en ese rictus caprichoso que tanto insiste con su “detente, ¡lee esto con atención!”. Mi manoseo, mi garabato, son el premio que le conceden al libro de Laura todas mis partes (vueltas a unir precariamente), tras haber comprobado la veracidad de su contenido en el resultado de mujer que soy ahora.

Estos veintinueve poemas, agrupados en dos partes, son trozos de su/mi vida leídos a profundidad. En un primer grupo avanzan con estos pasitos cortos, que son un día detrás del otro, mira, tan inofensivos como lucían y, sin embargo, de pronto vemos con horror cómo “se derrumba una parte del techo / allí donde estaba la mancha / que de niños jugábamos a adivinar /cuál animal sería ese”. Desprendimiento para que reconozcamos que la vida sí nos había estado pasando, después de todo y tanto juego, mira tú.

Pero es que “la historia muchas veces se repite”, dice la autora, y es muy cierto. Aunque yo doble hoy la página (desafiando al que vendrá a llevarme si le inflijo semejante dolor al libro-país con mi marca) y reafirme mi intención presionando varias veces con el dedo, el miedo a ser castigada siempre va a estar ahí, sembrado en mi necesidad de dejar, al menos, una huella. Algo que compruebo cuando “en la puerta de casa vuelve a estar el hombre del saco / del talego extrae lo prohibido / y otra vez cada bocado / se convierte en un temblor”.

Ajá, y… ¿dónde queda lo irremediable?, ¿lo migratorio que nos marca como vacas que marchan —ahora-por-separado— al matadero? Si en la primera parte todavía los viejos objetos y acciones del diario vienen a rescatarme, en la segunda, “Pliegues del tiempo”, la esperanza es resignación. En estos versos el tiempo, golpe maestro de la autora, se repliega quedando vecinos-pared-con-pared lo que pudo ser pero no hubo modo, y esto que han llegado a ser los otros más allá de nosotros. Lo que se va, pero en un poético trazo de ouróboros vuelve para mordernos la cola de la memoria.

“Llámame como quieras: / polimita, ave nacional, guardavecino, piedra del cobre, libertad… / aunque yo sepa / que te refieres a la estatua / del parquecito de provincia / y que nada tiene que ver con ideología / sino con los momentos / en que sentadas allí / esquivábamos la mierda de los pájaros / que caía del cielo / vigilando el reloj del ayuntamiento, / su última campanada, / que ya se sabe siempre salva”.

Por eso insisto en doblarle todas las páginas a este libro que entra intempestivamente en mi cuarto y asiste a mi reguero, a mis propias huellas intermitentes y dolidas sobre un país inacabado. Yo los había dejado (al libro y al país) boca abajo, acostados sobre la panza, pensaba yo que mudos. Y resulta que al resbalar y caer se han abierto en un poema con la posible respuesta que comparto (íntegra) aquí. Poniendo mi esperanza en aquellos que habiendo conservado (aunque rotas) las partes, quizá se animen a juntarlas en esta “Hipótesis” —quizá hasta le regalen deditos azules y corazones—. A veces un anónimo doblez en la esquina superior, no basta.