Introducción

La Jiribilla
24/2/2017

1.1. Qué entendemos por “comentario”

“Comentario” es el término que se ha impuesto en español para designar el ejercicio que, aplicado a los textos, ocupa el centro de la enseñanza de la literatura en todos sus niveles, el mismo que prefieren llamar “explicación” los franceses y “análisis” los alemanes e ingleses. Las páginas que siguen distan mucho de intentar definirlo o teorizar sobre él. Se limitan a hilvanar unas cuantas ideas en tomo a dicha práctica, ampliamente entendida, incluso más allá de su estricta finalidad didáctica; a ensayar, a partir de varias incitaciones, una manera de concebir el comentario, sin pretensión alguna de sentar doctrina; a formular, en fin, no más que una opinión; de cuya utilidad, en cambio, no desespero.

1.1.1. ¿Crítica lectura?

Barthes (1966b) sitúa la crítica entre la teoría y la lectura: LECTURA-CRÍTICA-TEORÍA. La teoría asume como objeto de estudio la construcción, característicamente plural, del significado literario, ya que la obra literaria “detenta al mismo tiempo muchos sentidos”. La tarea de la crítica es actualizar
los significados de una obra particular y supone arriesgarse a dotarla de uno o varios sentidos entre los posibles (y mejor aún si es entre los plausibles). Es, pues, interpretación, o “lectura” en el sentido figurado que, quizás por lo que tiene de abusivo, tanto y con tanto éxito se ha divulgado.

Pero esa es solo la cara de la crítica que mira a la lectura en sentido literal. A diferencia de esta, que es muda, un acto silencioso de acogida o de ingestión del texto, la crítica habla, produce un discurso sobre la obra literaria, que la analiza, describe, interpreta y valora. Y es esta cara de la crítica la que mira a la teoría. Por desprejuiciada que pueda presentarse, por sorda a cualquier voz que no sea la del propio texto que se estudia, no hay, no puede haber, respuesta crítica más que desde alguna perspectiva teórica, explícita o implícita (y en algunos casos, lamentables, hasta inconsciente).

El comentario no puede ser sino una modalidad de la crítica, caracterizada quizás por renunciar a cualquier pretensión de totalidad, por despojarse del aparato crítico-erudito o presentarse desprovista de afanes de rigor en los detalles y, sobre todo, por reducir al mínimo la vertiente valorativa, la que la empuja a tasar, a poner precio en el mercado del valor al objeto en cuestión. Propongo situar el comentario por eso a mitad de camino entre la crítica y la lectura. Frente al tono de suficiencia y la pretensión de imparcialidad de la crítica judicial, el comentario debiera caer más de la parte de la humildad que caracteriza el acto de leer y de la “buena fe” con que se asume en él la subjetividad o la parcialidad de la experiencia.

Pero el comentario es, como la crítica, respuesta explicita, contestación a las palabras del texto y no solo asimilación de ellas, respuesta quizás más espontánea, menos apabullantemente mediatizada; aunque no, claro está, absolutamente inmediata. Ni siquiera la lectura stricto sensu es un contacto puro —limpio de cualquier prejuicio— con el texto. Este encuentra acogida, hospitalidad, no en una casa vacía, sino en una interioridad habitada de prejuicios culturales, artísticos, literarios y teatrales. La lectura sería el acomodo que encuentra la obra leída en ese espacio más o menos lleno. El comentario, la expresión reflexiva de esa experiencia. Por eso en el comentario se ponen de manifiesto no solo cualidades del texto, sino también del comentarista. Y por eso es un buen instrumento, un buen ejercicio, para medir capacidades y bagaje o poso cultural, esto es, conocimientos integrados o asimilados, más que conocimientos específicos, fruto de un estudio particular.

El comentario se desmarca así de la crítica concebida como el estudio lo más completo, detallado y riguroso posible de una obra. Pero tampoco es un ejercicio practicado en el vacío, basado en una subjetividad que da patente de corso al capricho o la arbitrariedad. Si no se asienta en los conocimientos “particulares” sobre el texto, es decir, ampliamente, en conocimientos históricos, ¿en qué se fundará? Creo que precisamente en conocimientos generales o “teóricos”. He aquí la cara del comentario (como de la crítica, se quiera o no) que mira a la teoría. Si puede comentarse —y se puede— un poema, una novela, una obra de teatro o una película cuyas circunstancias ignoráramos por completo es porque tenemos una idea de lo que sea la poesía y los distintos géneros de ficción. Aunque deba partir de la obra en cuestión, o de su lectura, el comentario se ve abocado a generalizar, a hablar en definitiva, además de sobre tal obra en particular, sobre el teatro, sobre la literatura, sobre la ficción.

Todorov (1968) ponía en evidencia, al criticar el inmanentismo, la relación entre descripción y repetición: no es posible describir una obra “sin proyectar
sobre ella nada más que ella misma”, a no ser repitiéndola palabra por palabra. Lo que más se acerca a esa descripción ideal que es la repetición, y que tanto pobló los sueños de la razón de Jorge Luis Borges, como el de Pierre Menard autor del Quijote, es, en el plano real, la lectura. Al leer repetimos el texto; pero solo en cierto modo o en cierta medida. Lo que leemos es a la vez semejante y diferente a lo que hay en el texto. La identidad absoluta es imposible. En la lectura añadimos lo que deseamos encontrar en el texto y suprimimos lo que queremos evitar en él. Y el ingrediente de desvío o de diferencia que hay en la interpretación receptiva que es la lectura ¡cuánto no
aumentará en la interpretación discursiva que es el comentario!

Entre uno y otro tipo de interpretación se encuentran prácticas, hoy lamentablemente en desuso, como la lectura de textos en voz alta y el aprenderlos de memoria o, dicho de forma más elocuente, par coeur by heart. En el caso del teatro hay que añadir un acto, que implica las dos operaciones anteriores y las trasciende, y que no está todavía totalmente en desuso: la representación; que es repetición, nunca idéntica, de la obra: descripción, interpretación y lectura; operación paralela al tipo de comentario que nos ocupa (el de las obras de teatro), a la que este no debiera nunca perder de vista en el sentido que precisaremos luego.

1.1.2. ¿“Ciencia” literatura?

Estoy ya prevenido contra los peligros de entrar en el campo de discusión
planteado por la deconstrucción. Creo que sus conclusiones son desde sus propios presupuestos irrefutables, y para mí, como para otros que no comparten esos presupuestos, resultan inadmisibles. Sin embargo, como provocación, encuentro las formulaciones más lúcidas de sus ideas sugerentes como pocas. Tomemos estas de Paul de Man (1971): El comentario no da cuenta en realidad del texto, sino de su lectura, que es un acto de entendimiento que no se puede observar, prescribir ni verificar en absoluto. “La crítica es una metáfora del acto de leer, y este acto es en sí inagotable”. Si en el sentido más inmediato o menos ambicioso entendemos la interpretación, el comentario, como descripción de la obra, hemos de reconocer que el concepto de “descripción” no se puede emplear en el mismo sentido que cuando se trata de describir un objeto o una conciencia, pues “la obra es como máximo una llamada enigmática al entendimiento”. Por tanto, “la interpretación podría quizás definirse como la descripción de un entendimiento, pero el término ‘descripción’, debido a sus resonancias intuitivas y sensoriales, tendría que emplearse con extrema cautela, el término ‘narración’ sería más aconsejable” (178). “La semántica de la interpretación no tiene consistencia epistemológica y, por lo tanto, no puede ser científica” (179). “Al no ser científicos, los textos críticos han de leerse con la misma ambivalencia que se aporta a los textos literarios no críticos, y como la retórica de su discurso depende de afirmaciones categóricas, la discrepancia entre significado y aserción [“entre la ceguera de la afirmación y la lucidez del significado”] es una parte constitutiva de su lógica” (180).

No es esta, afortunadamente, ocasión para discutir las afirmaciones anteriores. Puede verse, en contrario, por ejemplo, Ellis (1974, 6: 165 y ss. en particular), a la luz de cuyo planteamiento puede ser útil recordar aquí que se desactivan un buen número de dicotomías que resultan centrales para la reflexión que nos ocupa: “Por ejemplo, ‘descripción’ no puede oponerse a ‘interpretación’, pues ambos términos se refieren a distintos aspectos de un mismo proceso. Asimismo, en el estudio literario el análisis no debe considerarse como algo fundamentalmente distinto de la ‘interpretación’; tampoco deberían oponerse ‘lógico’ e ‘interpretativo’, y la ‘objetividad’ de la ciencia no debería contraponerse a la ‘subjetividad’ de la crítica” (174-175). Pero lo que interesa ahora es poner a prueba la idea que vamos perfilando del comentario como ejercicio peculiar de crítica o interpretación ante la encrucijada, o mejor, entre los polos: ¿ciencia o literatura? La solución debe ser o un ecléctico “término medio” o un paradójico “ni lo uno ni lo otro sino todo lo contrario”.

Lo que el comentario tenga de “científico” habrá que entenderlo en términos de rigor metodológico y de coherencia interna en el camino de ida y vuelta entre hipótesis interpretativa y verificación analítica, no desde luego como empleo de los mismos procedimientos que la ciencias experimentales o exactas; y lo que tenga de no científico no puede equivaler a una libertad de interpretación que ampare el puro capricho o la arbitrariedad ni “una lectura libre donde la voluntad de los intérpretes, para usar la metáfora de Rorty, sacude los textos hasta darles la forma que sirva a sus propósitos” (Eco, 1990: 370). Sin entrar tampoco a fondo en el campo apropiado a la discusión de estas cuestiones, que no es otro que el de la hermenéutica (teoría y práctica de la interpretación), sino asomándonos apenas a él, cabe perfilar todavía la idea del comentario en relación con estos tres modelos (cf. Nicolás, 1990): la hermenéutica positiva o de la restauración, centrada en la intentio auctoris; la negativa o de la sospecha, basada en la intentio lectoris; y la hermenéutica de la integración, que intenta compaginar la intentio operis y la intentio lectoris, sin abandonar —aunque revisando— la intentio auctoris.

De la primera, de raíz decimonónica y de carácter historicista e idealista, el comentario, tal como lo entendemos, no puede aceptar sus pretensiones de exclusividad —una única y difícil interpretación “literal” determinada por el contexto de gestación y las intenciones del autor—, pero debe estimar la contrastada solidez y eficacia de sus métodos (los más “científicos” —para bien y para mal— en la investigación literaria) y desde luego no ignorar sino tomar en consideración sus conclusiones. En ese sentido ponderaba más atrás la utilidad de la erudición (histórica y filológica) para el comentario; pero como condición necesaria, no suficiente. Con la hermenéutica negativa, de la que es manifestación radical la deconstrucción, el comentario puede compartir el carácter abierto (hacia el lector) de la interpretación, pero no la negación de cualquier límite a esa apertura, es decir de cualquier procedimiento de decisión razonable o refutable para elegir entre un sinfín de interpretaciones o modelos (cf. Eco, 1990). El comentario se puede identificar sobre todo con la integración hermenéutica, congruente con el paradigma de los estudios literarios a partir de los años setenta, que tiene sus hitos en Gadamer (1960) y Ricoeur (1969, 1975, 1986). Para el primero la interpretación es un proceso fenomenológico e histórico en el que intervienen el autor, el texto y el lector “sumergidos” en la historia, y en el que se impone el diálogo, la relación interactiva entre el mundo presente del intérprete y el mundo pasado (“original”) de la obra, tamizado este por la tradición histórica de sus recepciones. En cuanto al segundo,

Con su énfasis en el distanciamiento metódico y su crítica de la aporía central de la hermenéutica (la disociación entre explicar, analizar, describir, y comprender, interpretar, valorar, que son actividades totalmente interactivas), y, en fin, con su replanteamiento del concepto de “apropiación” o “aplicación” del texto a la situación presente del lector (acto de recepción-actualización que la hermenéutica tradicional consideraba subjetivo o negativo), Ricoeur completa una nueva hermenéutica —de raíz semiótica y pragmática— que tiene muy en cuenta todos los factores integrantes del proceso comunicativo. Es decir: el texto como “mediación-proyección” en un proceso comunicativo de signo dinámico; el intérprete y el carácter reconfigurador y cognoscitivo de la lectura; finalmente, el “suceso” diacrónico, que exige una crítica histórica de las ideologías (en la línea de Habermas) que ya no puede ser opuesta a la propia hermenéutica. La rectificación en la noción de recepción —concebida ahora como auténtica estructura, como verdadero acto del texto— no elimina en absoluto el “círculo hermenéutico” (en el que, por el contrario, se profundiza): evita, sencillamente, que se convierta en un círculo vicioso (Ricoeur, 1986: 101 y ss., 137 y ss., 161 y ss.) [Nicolás 1990: 339-330]

La otra provocación pendiente se refiere a la relación entre comentario y literatura. ¿Escisión o confusión? De nuevo, ni lo uno ni lo otro. Institucionalmente prevalece la escisión, como pone de manifiesto Geoffrey
Hartman (1975): lo mismo que a la prosa de ficción se le permite ser poética, a la crítica no se le permite ser “prosa literaria”, se espera que sea solo “funcional”: “Cualquier intento de escribir intensamente cae bajo la sospecha de propósitos de mandarín” (241); el campo literario se escinde así en dos especies, artistas y jueces, cada una con sus prerrogativas. Como categoría intermedia o común a ambos campos sugiere considerar, distinguiéndolo —aunque no de manera absoluta— de la crítica, el ensayo literario, “que es al mismo tiempo creativo y receptivo, que forma parte de la literatura y al mismo tiempo habla de ella” (243).

En esta “tierra de nadie” todavía se pueden advertir dos zonas que quizás requieran valoración y tratamiento diferente, la de los críticos artistas (Walter Benjamín, por ejemplo) y la de los artistas críticos (por ejemplo, Octavio Paz). Sospecho que a estos se los tolera mejor que a aquellos. Véase el elogio que hace Steiner en Presencias reales (1989: 23 y ss.) del arte como forma de crítica o interpretación “primaria”; más intenso, por cierto, que el reconocimiento de similares timbres de grandeza a la crítica más o menos artística (35-36). En todo caso, es notable el enorme poder de atracción de la llamada a una fusión penetrante de crítica y literatura (y teoría), a la que parecen ser más sensibles precisamente los espíritus más selectos.

El comentario debe situarse, a mi juicio, también entre la crítica y el ensayismo (del que hay que reconocer el peligro en la práctica de degenerar
en simple paráfrasis o glosa intelectual, si no en algo peor); entre una crítica
“de primera mano” y un ensayismo “disciplinado”, se entiende, y más cerca
de la primera que del segundo. No creo que el comentario y la crítica solo
puedan leerse como literatura, en el sentido disolvente de la deconstrucción,
pero estoy convencido de que al menos se debe hacer lo posible por
escribirlos como literatura. Teniendo en cuenta la situación actual, se puede
rebajar la exigencia —que, aun así, causaría estragos— a un mínimo grado de
decoro retórico, que ponga freno siquiera a la proliferación de lo abstruso como máscara de lo obtuso.

1.1.3. Parcialidad enfoque teatral

El comentario es parcial en un doble sentido. Primero por la parcialidad del comentarista, que examina el texto desde unos presupuestos irrenunciables, incluso cuando su adopción fuera inconsciente. La interpretación y la crítica imponen una toma de distancia, una perspectiva, o hasta una tendencia, desde la que describir y juzgar su objeto; distancias o perspectivas que pueden ser, por ejemplo, historicistas, psicoanalíticas, marxistas, formalistas, pragmáticas, etc. No cabe la neutralidad al respecto. Una obra no puede comentarse ni desde todos los puntos de vista posibles, ni desde ninguno. Y las protestas de imparcialidad aquí son tan sospechosas como las de apoliticismo en la vida pública. El comentarista intelectualmente honrado debe ser consciente de su parcialidad, declararla y, si fuera preciso, aclarada.

En segundo lugar, el comentario es también parcial en relación con el texto, en el sentido de que debe parcelar, practicar mutilaciones, poner límites dentro de él, ser “ciego” deliberadamente a determinados aspectos e iluminar unilateralmente el espacio de la obra sobre el que actuar, en el que profundizar, del que obtener el máximo rendimiento privilegiándolo. Este tipo de parcialidad es precisamente característico del arte, de la literatura, del teatro. “Estamos acostumbrados a pensar que el artista tiene un punto ciego que contribuye a su poder creativo. Tiene capacidad de nutrirse de lo que alimenta su talento y para olvidar o apagar otras realidades. Son sus extraordinarias asociaciones o su visión personal o la apoteosis de algún detalle lo que nos mantiene fascinados. Horacio lo llamó la ‘felicidad peculiar’
del arte” (Hartman, 1975: 226).

A la luz de esta selección que opera siempre el comentario sobre el texto, la discusión sobre si tiene sentido comentar un fragmento o si debe tratarse siempre de una obra o un texto completos (y de ahí que el texto literario comentable por excelencia sea el poema: texto íntegro a la vez que generalmente breve, abarcable) parece falsa o basada en un malentendido. Para el comentario el texto completo es siempre, en el sentido que venimos señalando, fragmentario, y el fragmento es siempre texto completo, en el sentido (más evidente) de que es preciso tener presente como contexto la totalidad de la obra de que se extrae para comentado (v. 8.2).

El subrayar la parcialidad del comentario servirá también como estrategia didáctica de desinhibición frente al prejuicio disuasorio de que se trata en él de “agotar” la explicación del texto o de la obra, sin que falte nada (pues lo que falte se considerará una “falta”). Al contrario, resultará un alivio saber que el comentario más logrado se limita a aclarar algún aspecto de la obra, nunca la totalidad, y que, para todos, hasta para el más entendido, en definitiva, “la interpretación no es otra cosa que la posibilidad de equivocarse” (De Man, 1971: 216). Los que intentan convertir esta holgura en fuero que los exima de juicio corrector están de enhoramala, pues “un texto puede suscitar infinitas lecturas sin permitir, en cambio, cualquier lectura posible. Es imposible decir cuál es la mejor interpretación de un texto, pero es posible decir cuáles son las equivocadas” (Eco, 1990: 121), y tanto más fácil y demostrable cuanto peores o más inaceptables sean.

La parcialidad declarada de este libro es la de servir al comentario de obras de teatro “en cuanto obras de teatro”. ¿Pero cómo comentar una obra dramática precisamente en cuanto dramática, esto es, atendiendo a aquello que la clasifica dentro de un tipo de obras y la diferencia de otros que también pertenecen al campo de la literatura o la ficción? La respuesta pasa por resolver nada menos que el problema de los géneros literarios “fundamentales”. Se comprenderá que no haga aquí sino apuntar la orientación que me parece más segura y fecunda.

La peculiaridad más inmediatamente perceptible de los textos que llamamos dramáticos es su destino teatral, su aspiración a ser “puestos en escena”, es decir a un modo de recepción propio, inscrito o programado en el texto mismo y distinto al de los textos narrativas o liricos (o cinematográficos). Es cierto que una obra de teatro puede ser leída. También una novela —¿por qué no?— puede ser cantada, sin que por eso entendamos que el canto sea la forma más genuina de transmitir un texto narrativo. Y, todavía, habría que ver si la lectura de un texto dramático no consiste precisamente en una puesta en escena virtual, imaginada, que actualiza y completa la obra teatral que el texto contiene de forma potencial e inacabada.

Es cierto también que la importancia de este particular destino de los textos dramáticos ha sido casi constantemente rebajada y hasta negada a lo largo de nuestra tradición cultural, desde Aristóteles, para quien “da fuerza de la tragedia existe también sin representación y sin actores” (Poética, 1450b) hasta nuestros días. Sin entrar en la discusión, diré que creo, por el contrario, con Henri Gouhier (1943: 32) que “da obra dramática está hecha para ser representada: tal intención la define”. Y es precisamente este último autor el que ilumina la orientación a que antes me refería al hablar de “un análisis dramático, distinto del análisis filológico, del análisis psicológico y del análisis
estético: su fin es la búsqueda de lo que ha de ser la representación” (68). Distinto quiero entenderlo en el sentido, no de que ignore o vuelva la espalda a otros tipos de análisis, sino de que, teniendo en cuenta sus resultados, los aproveche para alcanzar su propio fin.

Recordaré estas palabras escritas por una autoridad nada sospechosa de veleidades antiliterarias, George Steiner (1989: 18-19): “Cada ejecución de un texto dramático o una pieza musical es una crítica en el sentido más vital del término: es un acto de aguda respuesta que hace sensible el sentido. El ‘crítico teatral’ por excelencia es el actor y el director que, con el actor y por medio de él, prueba y realiza las potencialidades de significado en una obra. La verdadera hermenéutica del teatro es la representación” (cf. García Barrientos, 2000). De todo ello, y supuesto que estamos embarcados en el propósito de comentar (no de representar) obras dramáticas, se puede extraer una consecuencia práctica: la de procurar que cuanto se diga en el comentario resulte pertinente o, si se quiere, interesante para una puesta en escena —es decir, para una interpretación— de las obras en cuestión. Es más, ya que el trabajo de poner en escena una obra nos sitúa en el centro mismo de la “función estética”, es decir del “efecto” sobre el público, que es la que define la pertinencia en la investigación literaria según Mounin (1978, esp. XIV: 160-171), puede tomarse la representación como el criterio (más claro que el puramente literario) para discriminar lo que es o no pertinente en el comentario de obras dramáticas en cuanto dramáticas.

1.2. Qué entendemos por “obra de teatro

Elegí premeditadamente la expresión “obra de teatro” en razón de su ambigüedad y con la intención de que pregonase o sugiriese, ya desde el título, una de las decisiones más comprometidas de este libro: la de proponer un método de análisis que valga lo mismo para los textos dramáticos que para los espectáculos teatrales, para las obras “puestas en libro” igual que para las puestas en escena. Esta decisión y todo el edificio conceptual consecuente con ella (primera parte) deben basarse en unos cimientos epistemológicos lo más resistentes posible. Los más fiables para mí son los que intenté justificar en la primera parte de mi libro Drama tiempo (García
Barrientos, 1991: 19-123) y paso a exponer de forma necesariamente sumarísima y axiomática.

1.2.1. Espectáculo

Entenderé por espectáculo con Kowzan (1975) el conjunto de modelos o acontecimientos comunicativos cuyos productos son comunicados en el espacio y en el tiempo, es decir en movimiento; lo que significa que tanto su
producción como su recepción se produce necesariamente en el espacio y en el tiempo. Fundamental me parece en el ámbito espectacular la oposición entre escritura actuación, es decir, la distinción entre espectáculos actuados o producidos en vivo, como el teatro, y espectáculos escritos o grabados,
como el cine.

La comunicación de unos y otros presenta diferencias esenciales. La de las escrituras se produce en dos fases, con solución de continuidad: producción (Autor —Obra) y consumo (Obra —Espectador); la de las actuaciones en una sola (Actor <–>Público), sin que sea posible separar producción y consumo, creación y comunicación.

Las  escrituras cristalizan en la obra-objeto de un autor y carecen de público, si entendemos por tal el conjunto de espectadores necesarios para su
realización; las actuaciones se vuelcan y se vacían en la experiencia intersubjetiva que comparten los actores y el público (cf. García Barrientos,
1981,2010).

1.2.2. Teatro

Dos criterios permiten definir el teatro como clase de espectáculo: la situación comunicativa y la convención representativa propias del mismo. La primera viene determinada por el hecho de considerarlo el espectáculo de actuación por excelencia y se centra en la atribución del estatuto de sujetos, en plenitud y con exclusividad, a los actores y al público, efectiva y necesariamente presentes en el espacio y en el tiempo del intercambio espectacular.

Afirmar que se trata de sujetos “plenos” supone considerarlos complementarios, recíprocos y reversibles (en grado de posibilidad) a la vez que funcionalmente enfrentados u opuestos (lo que significa que hay teatro mientras la contraposición entre ellos permanece activa y que anularla —confundirse actores y público— supone el cese, la salida del teatro).

Sostener que son los “únicos” implica negar el estatuto de sujeto (al contrario de lo que generalmente se hace) a un supuesto “emisor” que fuese el responsable total del espectáculo (lo mismo si se piensa en el escritor literario que en el director escénico); es decir, a un autor, que, de acuerdo con nuestras categorías, es el sujeto-destinador necesario de cualquier tipo de escritura, pero que resulta imposible (por definición) en el teatro y en todas las actuaciones.

La convención que diferencia al teatro de otros espectáculos actuados consiste en una forma de imitación (re)presentativa (que, a la vez, representa o reproduce y presenta o produce) basada en la “suposición de alteridad” (simulación del actor y denegación del público) que deben compartir los sujetos teatrales y que desdobla cada elemento representante en “otro” representado. El actor finge ser otro, alguien imaginario o ficticio, que no existe en el mundo real y el público suspende su incredulidad, entra en el juego de la ficción, desdoblándose también. Sin dejar de ser lo que realmente son, tal actor se convertirá teatralmente en Otelo si tal escenario de un teatro se convierte en distintos lugares de Venecia y Chipre; si el tiempo real de la representación se desdobla en otro ficticio, localizado siglos atrás y de duración considerablemente mayor; y si el conjunto de los espectadores admite (con una cierta unanimidad) las transformaciones anteriores, convirtiéndose él mismo en público (dramático) de Otelo, en testigo de su tragedia.

De las definiciones anteriores resultan cuatro elementos —espacio, tiempo, actor y público— y el doble representado o “dramático” de cada uno. El edificio conceptual que llamamos teatro se asienta sobre estos cuatro dobles pilares.

1.2.3. Drama

En una primera aproximación, entenderemos por drama el conjunto de los elementos doblados en (y por) la representación teatral, es decir, el actor, el público, el espacio y el tiempo representados. Si definimos la “acción” como lo que ocurre entre unos actores ante un público en un espacio y durante un tiempo compartidos, esto es, como el elemento teatral complejo o secundario que engloba a los cuatro primarios, se puede concebir el drama como la acción teatralmente representada.

Es precisamente la determinación modal la que impone acotar el concepto de drama en el espacio del contenido teatral. Porque no se trata de lo representado sin más o de todo lo significado, sino de lo representado de un modo particular: el propio del teatro. Esta noción del drama como contenido determinado por el modo obliga a tomar (o a crear) como término de comparación o contraste una idea del contenido independiente del modo de representado: lo que podemos llamar “fábula” (en el sentido de los formalistas rusos, no en el de Aristóteles), “historia” (el más usado en narrativa y cine) o sencillamente “argumento”.

El drama encuentra así su definición en el interior de un modelo teórico
d que ocupa la posición central:

ESCENIFICACIÓN —> DRAMA —> FÁBULA

La escenificación engloba el conjunto de los elementos (reales) representantes. La fábula o argumento sería el universo (ficticio) significado, considerado independientemente de su “disposición discursiva”, de la manera de representarlo. El drama se define por la relación que contraen las otras dos categorías: es la fábula escenificada, es decir, el argumento dispuesto para ser teatralmente representado, la estructura artística (artificial) que la puesta en escena imprime al universo ficticio que representa.

1.2.4. Comunicación teatral

De las definiciones anteriores resulta un modelo efectivo de comunicación teatral, no de tipo lineal (Yo-emisor —> Tú-receptor) sino “triangular” (como cuando hablan dos interlocutores o actúan dos actores y una tercera persona asiste como “observador” a su intercambio comunicativo) y en el que los sujetos aparecen desdoblados según la convención representativa propia del teatro (el público sometido además a la posibilidad de otro tipo de desdoblamiento: el que provoca su actualización por los personajes o los actores, resultando dramatizado o escenificado, respectivamente); modelo que puede esquematizarse así:

ACTOR 1PERSONAJE 1ß——-> PERSONAJE 2ACTOR 2
    PÚBLICO DRAMÁTICO  
           Actualizado   (Drama)  
    
 PÚBLICO DRAMÁTICO  
 Virtual  
 PÚBLICO ESCÉNICO  
 Actualizado (Teatro)
    

                                PÚBLICO ESCÉNICO   

Virtual

El esquema pone de manifiesto el carácter de “instancia extra-discursiva englobante” (Alexandrescu, 1985: 565) del público virtual, que es el verdadero (último) destinatario de la comunicación dramática y teatral, así como la posibilidad de actualización del público, que lo sitúa “dentro” del drama o el teatro como destinatario expreso de los mensajes (verbales o no) del personaje o del actor, pero sin capacidad de respuesta, sin poder entrar en “interlocución” con ellos. El único verdadero y legítimo feedback comunicativo está representado por la línea que vuelve de la instancia final (público escénico virtual) a la inicial (actor) y se traducirá en respuestas más o menos convencionales: silencios, aplausos, pateo, etc.