José Antonio Rodríguez: “un primerísimo actor”

Mayra García Cardentey
23/9/2016
Fotos: Archivo CREART

La mayor tristeza cuando se difunde la noticia de la muerte de un GRANDE, así en mayúsculas, de la escena cubana, no es precisamente la desaparición física.

La mayor tristeza es la pérdida paulatina de la memoria, de esos recuerdos, instantes de magnificencia artística que quedan —en algunos casos— grabados en las remembranzas de quienes tuvieron el privilegio de vivir determinadas épocas.

Esa es, en parte, la tristeza que queda con la ausencia corpórea de José Antonio Rodríguez, uno de los actores más prominentes del teatro y los medios cubanos del pasado siglo.

José Antonio, como otros que se han ido antes que él, no escribió sus memorias. Hay pocas entrevistas impresas que se puedan consultar, y una búsqueda online no reserva tampoco muchos resultados sobre testimonios brindados por él.

Porque hay conocimientos, saberes, prácticas, frases, que no se pueden resumir en un obituario o en un reseña escolástica de la enciclopedia cubana Ecured.

Solo queda el privilegio de algunas conversaciones radiales y televisivas, y la suerte de contar con los archivos fílmicos de las películas y seriales en los cuales participó.

Por fortuna, todavía en estos tiempos, hay otros que pueden hablar sobre lo que José Antonio no escribió; sobre lo que los medios, los estudiosos no supieron atesorar a tiempo.

Los relatos aparecen ahora en tercera persona, y quién mejor que el crítico de arte e investigador Roberto Gacio Suárez para reseñar y valorar el legado de Rodríguez. 

Un hombre de teatro

Gacio, es en sí mismo una evocación andante, una especie de enciclopedia de las artes escénicas cubanas. Conversar con él, sobre cualquier tema, es un ejercicio intenso y extenso. Por suerte.

Hablar entonces de José Antonio Rodríguez es un placer compartido. “Los primeros recuerdos que tengo son de finales de los 50, cuando comenzó como actor de radio. Empezó en los dramatizados de Radio Progreso, gracias a su timbre irrepetible. Tenía una voz muy especial”.

Las clases con el catalán Pedro Boquet, le sirvieron para una profesión que no abandonó nunca en sus años activos. Pero, ya por aquella década, también descubría el teatro.

“En los inicios hizo algunas piezas, aunque no fueron tan conocidas. Tampoco fue esa época primigenia un periodo de gran formación para él. Donde consolidó sus conocimientos y tuvo un considerable despegue actoral fue cuando integró el Conjunto Dramático Nacional, junto a colegas como Myriam Acevedo y Miguel Navarro”, rememora Gacio.

Para el investigador es difícil privilegiar una actuación sobre otra, de las tantas “excepcionales” que tuvo el maestro. Sin embargo, enumera algunas infaltables como aquel campesino de Pasado a la criolla, el abad de Romeo y Julieta, su labor compartida con Verónica Lynn en ¿Quién teme a Virginia Woolf? y su intercambio de rol protagónico con Vicente Revuelta en Galileo Galilei.

“Él asumió todos los géneros y los tipos de personajes. La reciedumbre de su voz le permitía ser un actor de carácter, si bien podía hacer papeles de distinta índole, alejados de su personalidad y físico. Todos le salían bien.

“No es que para ser un gran actor haya que hacerlo todo; hay quienes se dedican a una línea y se destacan. Pero él pudo encarnar diversos personajes que aparentemente no tenían nada que ver con él. Eso solo lo hacen los grandes”, explica.

En el recuento de su trayectoria teatral, menciones aparte merecen La fierecilla domada y De película.

“A veces se imagina que en La fierecilla los protagónicos deben ser un galán y una bella dama. Él la hizo junto con Asenneh Rodríguez, ambos con tremenda versatilidad, y convencieron plenamente. Tenían interiorizados los personajes, la situación de estos. ¿Quién dice pues que, en definitiva, no podían ser físicamente como ellos?”, se pregunta.

En De película, José Antonio mostró sus dotes de pantomima adquiridas durante las clases en el Conjunto Dramático. “Hizo una Chaplin de los mejores que he visto, quizá el mejor”.

Ya a finales de los 60 pertenece al Teatro Estudio, para luego integrar el Grupo Los Doce, bajo la dirección de Vicente Revuelta. Ahí perfeccionó sus estudios de los métodos de Stanislavski,  Peter Brook y Grotowski.

“Él incorporó mucho el estilo de Grotowski, hasta lo defendió en sus clases. Adquirió muchas habilidades físicas, además de incrementar el poder de su voz que alcanzaba un sentido vibrante, con muchos matices. Era impresionante lo que él lograba. Era muy intenso.

“Recuerdo un día, que compartimos una escena sobre dos individuos que conversaban en un parque. Fue una experiencia rara. En el medio del ensayo, hubo un momento que pensé: ¨Esto es verdad o estamos actuando¨. El nivel de realidad, de interiorización que él mostraba conmigo era muy efectivo. Nunca había trabajado con un actor tan verdadero como él”, cuenta Gacio.

De ese periodo resulta inolvidable su desempeño en El precio, donde compartió escena con Vicente y Omar Valdés. “Cuando un actor se confronta con otros de su misma talla, se puede medir más todavía. Si sus colegas son de menor calidad, él reluce sin problemas; pero cuando resalta entre grandes, es otra cosa. Se recuerda esta obra como un mano a mano de magnos histriones”.


 

Cuando funda el Grupo Buscón a inicios de los 80, se abrió una faceta en su vida como director escénico. Con este conjunto se destacaron sus creaciones Los asombrosos Benedetti, Buscón busca un Otelo y Cómicos para Hamlet.

“Era un director y un profesor que partía de su práctica como actor. Quizá no fuera un director nato, con una metodología determinada. Trabajaba por intuición, por experiencia actoral. En sus puestas, el desempeño histriónico tenía un alto valor, además de ejecutar obras con un concepto moderno sin reiteración de los clásicos”.

 

Un actor excepcional

Para Gacio no queda duda. José Antonio Rodríguez era un hombre de teatro; aunque incursionó con igual elegancia en los otros medios, su leif motiv eran las tablas.

“En el cine y la televisión mostró ser, igualmente, un artista de primera línea”, insiste.

Del paso de Rodríguez por la pantalla chica, Gacio menciona con agrado el Rigoletto de Las impuras. “Fue una caracterización paradigmática, una de las grandes entregas de la televisión de todos los tiempos”.

En el cine resultó iconográfica su participación en La primera carga al machete (1968), de Manuel Octavio Gómez, Una pelea cubana contra los demonios (1971) y La última cena (1976), estas últimas de Tomás Gutiérrez Alea.


 

Gacio insiste además en su labor como narrador de documentales. “En casi todo lo que hacía era muy bueno”.

“Poseía esa capacidad de ser él mismo en cada uno de sus personajes. El actor no es un enajenado, debe tener técnica para entrar en situación y salir. José Antonio, en cada interpretación, siempre logró ser él y el otro”.

Eso lo adquirió con la práctica teatral, su filosofía de vida. “Hay directores y actores que piensan mucho lo que van hacer. Él lo hacía, y corregía sobre el mismo ejercicio. Era de la práctica artística, de la entrega constante, profunda. La ejercitación es lo que me lo define como un hombre de teatro”.

Gacio no teme a las absolutizaciones, si del maestro José Antonio se trata. “Fue, sin cuestionamiento alguno, uno de los mejores actores de la segunda mitad del siglo XX. Reunía, como pocos, la capacidad de interiorizar cualquier personaje; una voz propia de portentosa calidad; y unas habilidades físicas para asumir caracterizaciones extremas”.

“Cuando murió publicaron en la prensa que él era un destacado actor. No. Él era extraordinario, excepcional, muy completo. Un primerísimo actor”.