José Martí, Apóstol de la Revolución

Enrique Ubieta Gómez
13/1/2020

Durante décadas, después del colapso de la República soñada, el pueblo cubano se mantuvo asido a un referente ético: José Martí.

Los politiqueros jugaban con su nombre y entresacaban las frases más hermosas —como si ser martiano fuera cuestión de palabras—, pero la gente simple, la que albergaba el espíritu de Martí, juzgaba a esas personas por su comportamiento. El legado martiano era profundamente ético y solo podía consumarse en actos. Por eso, al coincidir el instante de la crisis —un golpe de estado evidenciaba la corrupción y el fracaso del proyecto martiano de Patria—, con las conmemoraciones por el centenario de su nacimiento, llenas de palabras y gestos vacíos, apareció la nueva generación redentora. Un instante de creación que unía el pasado y el futuro —un segmento preterido del pasado con su ya impostergable futuro—, en un acto de dación extrema.

 “Martí y Fidel viven, y junto a Bolívar nos sostienen, son los cimientos de la Patria”.
Foto: José Martí, de Roberto Fabelo / Juventud Rebelde

 

Eso fue lo que ocurrió el 26 de julio de 1953. No solo lo comprendieron los asaltantes al cuartel Moncada, algunos de manera racional, otros intuitivamente; lo comprendió el pueblo al conocer lo ocurrido, cuando supo de los muchachos asesinados con rabia y de las palabras de autodefensa del joven abogado. Esa fue la victoria secreta, anticipada, de Fidel: las palabras llegaron después de los actos. La Generación del centenario se había bautizado en su propia sangre. Cuando Fidel señaló a Martí como autor intelectual del asalto, el pueblo comprendió que no mentía.
Algo similar ocurrió en la corrupta Venezuela de adecos y copeyanos, cuando Hugo Chávez intentara sin éxito inmediato derrocar a un gobierno que se había deslegitimado en el ejercicio del poder. Su invocación de Bolívar no pasó inadvertida por el pueblo. Tampoco su “por ahora”, al admitir la derrota. Sucede que los héroes del pasado suelen ser congelados en mármol o bronce; pero si se les invoca, vuelven a cabalgar. El mito haitiano de Mackandal, que supone que los héroes nunca mueren porque reencarnan en otros seres, es una bella imagen del papel que estos cumplen en la historia.

Por eso en los años 90, ante el advenimiento de otra crisis, de características muy diferentes, cuando el llamado campo socialista desaparecía de forma abrupta (y con él, el horizonte de la Utopía, hacia el que nuestra embarcación navegaba) y todo el sistema de relaciones comerciales de Cuba colapsaba en meses, en el instante en que los cubanos conmemorábamos otro centenario martiano, el de su muerte en combate, el pueblo enarboló a Martí. No se trataba, como insinuaron los enemigos de siempre, de un cambio de paradigmas ideológicos: no se sustituía a Marx o a Lenin por Martí, se recordaba el origen del primer impulso, el que nos llevó hasta las puertas del anticapitalismo.

Porque una Revolución es ante todo una acción ética: la justicia y el saber para todos, para que todos puedan ser libres. En los 90, la euforia de la derecha era tanta, que algunos de sus ideólogos orgánicos se atrevieron a anunciar la muerte de Martí, al que ya sin reparos identificaban con la Revolución. Martí debía de morir. Martí era el culpable de la Revolución, repetían, en palabras que recordaban las de Fidel en el juicio del Moncada.

En las últimas décadas el combate por el futuro de Cuba se ha librado también, de manera intensa, en los predios de la memoria histórica. Toda interpretación del pasado responde a un proyecto de futuro. Y los que quieren hacer retroceder a Cuba hasta el país injusto y sometido que fue, apuestan a la desmemoria de una población que nació después o en los límites de 1959.

La nostalgia inducida por una década del 50 que no existió como ahora nos la cuentan los enemigos del socialismo, compendio de luces, bares, fiestas, mansiones y carros del año; o la creencia de que la Revolución es aburrimiento, o sacrificio perenne, y no realización plena, se conjugan con una sutil o burda —según el lector al que se dirige—, reescritura de la historia. 

No pueden apropiarse de Martí, no pueden reducirlo, ni devolverlo al bronce o al mármol paralizante. Martí y Fidel viven, y junto a Bolívar nos sostienen, son los cimientos de la Patria. Los que llenos de ira pagan a delincuentes comunes para que profanen el busto de Martí —ya que no pueden con sus ideas, ni con su pueblo—, son apátridas. Los que cometen esos actos vandálicos, no comprenden el significado de ser cubano. El pueblo los condena unánimemente, nada lo amedrenta. Hoy, a pocos días de un nuevo aniversario de su natalicio, gritamos con más fuerza: ¡Viva el Apóstol de la Revolución, José Martí! ¡Viva el invencible Comandante en jefe de los martianos cubanos, Fidel Castro! ¡Viva la Revolución martiana y fidelista!