Enero va llegando a su fin. La proximidad de cada nuevo aniversario del natalicio de José Martí convoca a los estudiosos de su obra a un nuevo acto de lectura y escritura, que debe asumirse, como decía Unamuno, “con devoción inteligente”.[1] La misma duda emerge siempre, y volvemos a preguntarnos, ante la cuartilla en blanco y la fluencia de ideas diversas, si nos estaremos repitiendo, si lo que ponemos a disposición de los lectores será o no digno de la efemérides. Es lógica la vacilación, y también es difícil, muy difícil, no ceder a la tentación apologética.

“La patria grande, dejada atrás en busca de mejores horizontes, es cuna de los afectos más sagrados y de los ideales más puros. Protegiendo esa zona íntima del ser humano, se presta también un servicio al país de origen”. Imagen: Frémez/ Club Argentino de Periodistas Amigos de Cuba

En momentos así, pienso, invariablemente, en Gabriela Mistral, poeta y maestra ella misma, discípula aventajada y devota. Era consciente del sabor de Martí presente en su propia obra, en su modo de entender y expresar lo americano, en sus imágenes deslumbrantes, y se sentía muy orgullosa de su amor por ese clásico sin sombra de vejez,[2] como lo definiera en alguna ocasión, y de que la impronta martiana marcara su estilo.

Hoy, al hilvanar estas líneas de homenaje al prócer en su onomástico 170, recuerdo también a otro grande de la poesía en lengua española, nuestro Nicolás Guillén, en el conocido epigrama qe le dedicara, lleno de desenfado, pero también de admiración profunda:

XXI

Martí, debe ser terrible

soportar cada día

tanta cita difusa

tanta literatura.

En realidad, solo usted y la luna.[3]

Realmente, lo que urge en nuestros días no es citarlo hasta la saciedad, otra tentación ineludible; no es aprenderlo de memoria, aunque su palabra viva sea indeleble. La mayor prueba de amor a Martí no es cantarle loas: urge aprehenderlo, interpretarlo en hondura, de manera tal que su verbo y su pensamiento se conviertan no solo en motivo de admiración, sino en acervo simbólico y material teórico que nos acompañe para siempre y guíe nuestra práctica cotidiana. Ser martianos, en suma, o intentarlo a conciencia.

Al lanzar una mirada panorámica al mundo de hoy, a los problemas, crisis y conflictos del presente, y muy especialmente a los que asolan a Nuestra América, descubrimos que el legado martiano sigue siendo de una actualidad y utilidad sorprendentes.

Uno de los puntos neurálgicos del presente lo es, sin dudas, la guerra cultural. Si bien es tan vieja como la humanidad misma, ha alcanzado hoy dimensiones planetarias y permanentes, con una intensidad nunca antes vista. Entre los cambios para mal a escala global que produce esa lucha por la hegemonía, está la intensificación de las migraciones, ahora con magnitudes de tragedia en diversas regiones del mundo, favorecidas también por las crisis sanitarias, económicas, y los desplazamientos debidos a campañas bélicas en los países de origen.

En las postrimerías del siglo xix, la emigración latinoamericana hacia los Estados Unidos no tenía las dimensiones alarmantes y violentas que conocemos, a merced del desbordamiento causado por las precarias condiciones de vida al sur del Río Bravo. La idealización del territorio norteño, con su prosperidad casi mítica, su práctica democrática, absolutamente opuesta, aun con sus distorsiones, a las realidades nacionales nuestramericanas, eran una suerte de luz en las tinieblas que atraía poderosamente a los más jóvenes, ansiosos del éxito profesional o económico fuera de la patria. En la mayoría de los casos, esta suerte de buscadores de la Utopía terminaban reverenciando lo que vislumbraban más allá del horizonte, y se lo inventaban como contrario y superior a la tierra infeliz que dejaban atrás.

El tema aparece tratado de manera recurrente en la obra de José Martí. Exiliado él mismo por sus ideas independentistas y su consagración a la causa de la libertad de Cuba, fue testigo de las oleadas migratorias europeas y asiáticas que llegaron a los Estados Unidos. En sus crónicas para los diarios sudamericanos, dio cuenta de los conflictos y huelgas obreras en los que los emigrantes jugaban un papel protagónico, tanto por la extrema explotación a que eran sometidos, como por la tradición de lucha que traían consigo desde sus países de origen.

“Uno de los puntos neurálgicos del presente lo es, sin dudas, la guerra cultural. Si bien es tan vieja como la humanidad misma, ha alcanzado hoy dimensiones planetarias y permanentes, con una intensidad nunca antes vista. Entre los cambios para mal a escala global que produce esa lucha por la hegemonía, está la intensificación de las migraciones, ahora con magnitudes de tragedia en diversas regiones del mundo”.

Su mirada a los latinoamericanos asentados en el norte es menor, porque menor era la presencia de estos entonces, si se les comparaba con otras comunidades, como irlandeses, italianos, chinos o alemanes. No obstante, hay aristas interesantes que es preciso subrayar. En el año 1889, y debido a determinadas circunstancias históricas, el tema aparece tratado en dos textos cruciales, aunque no son los únicos. El primero, desde el punto de vista cronológico, es “Vindicación de Cuba”, artículo publicado en The Evening Post, de Nueva York, como respuesta a una campaña difamatoria sobre los cubanos iniciada días antes por The Manufacturer, de Filadelfia, y de la que se hiciera eco el rotativo neoyorquino. En esos periódicos estadounidenses se tildaba a los cubanos de inútiles, perezosos, inferiores, ignorantes, incapaces de gobernarse por sí mismos. Con ello se pretendía justificar, a mediano plazo, una futura intervención norteamericana en la Isla. Como prueba de la laboriosidad, entereza moral y éxito de los emigrados cubanos en los Estados Unidos y en otras áreas de la que llamara Nuestra América, escribió entonces:

Los cubanos, dice The Manufacturer, tienen “aversión a todo esfuerzo”, “no se saben valer”, “son perezosos”. Estos “perezosos” que “no se saben valer”, llegaron aquí hace veinte años con las manos vacías, salvo pocas excepciones; lucharon contra el clima; dominaron la lengua extranjera; vivieron de su trabajo honrado, algunos en holgura, unos cuantos ricos, rara vez en la miseria: gustaban del lujo, y trabajaban para él: no se les veía con frecuencia en las sendas oscuras de la vida: independientes, y bastándose a sí propios, no temían la competencia en aptitudes ni en actividad: miles se han vuelto a morir en sus hogares: miles permanecen donde en las durezas de la vida han acabado por triunfar, sin la ayuda del idioma amigo, la comunidad religiosa ni la simpatía de raza. Un puñado de trabajadores cubanos levantó a Cayo Hueso. Los cubanos se han señalado en Panamá por su mérito como artesanos en los oficios más nobles, como empleados, médicos y contratistas. Un cubano, Cisneros, ha contribuido poderosamente al adelanto de los ferrocarriles y la navegación de ríos de Colombia. Márquez, otro cubano, obtuvo, como muchos de sus compatriotas, el respeto del Perú como comerciante eminente. Por todas partes viven los cubanos, trabajando como campesinos, como ingenieros, como agrimensores, como artesanos. Como maestros, como periodistas. En Filadelfia, The Manufacturer tiene ocasión diaria de ver a cien cubanos, algunos de ellos de historia heroica y cuerpo vigoroso, que viven de su trabajo en cómoda abundancia. En New York los cubanos son directores en bancos prominentes, comerciantes prósperos, corredores conocidos, empleados de notorios talentos, médicos con clientela del país, ingenieros de reputación universal, electricistas, periodistas, dueños de establecimientos, artesanos. El poeta del Niágara es un cubano, nuestro Heredia. Un cubano, Menocal, es jefe de los ingenieros del canal de Nicaragua. En Filadelfia mismo, como en New York, el primer premio de las Universidades ha sido, más de una vez, de los cubanos. Y las mujeres de estos “perezosos”, “que no se saben valer”, de estos enemigos de “todo esfuerzo”, llegaron aquí recién venidas de una existencia suntuosa, en lo más crudo del invierno: sus maridos estaban en la guerra, arruinados, presos, muertos: la “señora” se puso a trabajar: la dueña de esclavos se convirtió en esclava: se sentó detrás de un mostrador: cantó en las iglesias: ribeteó ojales por cientos: cosió a jornal: rizó plumas de sombrerería: dio su corazón al deber: marchitó su cuerpo en el trabajo: ¡este es el pueblo “deficiente en moral”![4]

Es de notar cuán duras eran, y son hoy, las condiciones de vida de los emigrantes. No siempre las expectativas y sueños se cumplen, y solo la rectitud, la laboriosidad y la honradez pueden salvar de la conducta indigna. Y ese país, tan alabado y fascinante, era ―y es― el mismo que despreciaba profundamente a los cubanos y, por extensión, al resto de los latinoamericanos.

“Hoy, que desde los centros de poder hegemónico se pretende desvirtuar las identidades de nuestros pueblos, y se afirma que el patriotismo es un concepto anticuado, vale detenerse en la actuación de Martí y de sus colaboradores. Él (…) es un ejemplo vivo de que se puede ser, al mismo tiempo, emigrado y patriota, universal y cubano”.

A finales de 1889 tuvo lugar el Congreso de Washington, conocido también como la Conferencia Panamericana. La creación de la unión aduanera de toda América y la implantación de una moneda única y un sistema de arbitraje obligatorio, con sede en los Estados Unidos, eran los objetivos centrales de la Conferencia, en la que el republicano James G. Blaine jugaba un rol protagónico en el afán de garantizar la hegemonía yanqui en el hemisferio. Martí desarrolló una ardua labor para contrarrestar la estrategia de deslumbramiento hacia los delegados del Sur que trazara el gobierno norteño. La Sociedad Literaria Hispanoamericana, con sede en Nueva York, realizó una velada de homenaje a los ilustres visitantes, que tendría lugar en la noche del 19 de diciembre de 1889. El discurso central lo pronunció José Martí, y en él valoró el peso de la emigración de los países de la América española hacia el Norte. Explicaba así las causas de ese flujo migratorio:

A unos nos ha echado aquí la tormenta; a otros, la leyenda; a otros, el comercio; a otros, la determinación de escribir, en una tierra que no es libre todavía, la última estrofa del poema de 1810; a otros les mandan vivir aquí, como su grato imperio, dos ojos azules. Pero por grande que esta tierra sea, y por ungida que esté para los hombres libres la América en que nació Lincoln, para nosotros, en el secreto de nuestro pecho, sin que nadie ose tachárnoslo ni nos lo pueda tener a mal, es más grande, porque es la nuestra y porque ha sido más infeliz, la América en que nació Juárez.[5]

En el párrafo anterior, además de las razones diversas que motivan la emigración y la propia referencia a los que, como él, viven allí exiliados, en espera del momento propicio para conquistar la independencia definitiva de su patria, se esboza algo que será la característica distintiva de este discurso: el paralelo histórico entre las dos Américas. Con ese recurso explica convincentemente las diferencias del grado de desarrollo entre ambos territorios. Más adelante dará su visión personal del modo digno en que ha de vivirse en tierra extranjera:

Por eso vivimos aquí, orgullosos de nuestra América, para servirla y honrarla. No vivimos, no, como siervos futuros ni como aldeanos deslumbrados, sino con la determinación y la capacidad de contribuir a que se la estime por sus méritos, y se la respete por sus sacrificios […]. En vano […] nos convida este país con su magnificencia, y la vida con sus tentaciones, y con sus cobardías el corazón, a la tibieza y al olvido. [6]

Las emotivas palabras, dirigidas no solo a los diplomáticos que acudieron al congreso, sino a la numerosa concurrencia hispanoamericana reunida allí en la fría noche invernal, deben haber calado hondo en los sentimientos de sus oyentes. La patria grande, dejada atrás en busca de mejores horizontes, se perfilaba en el verbo del cubano no como la comarca pobre e infeliz que algunos emigrados no quieren recordar: ella es cuna de los afectos más sagrados y de los ideales más puros. Protegiendo esa zona íntima del ser humano, se presta también un servicio al país de origen, pues la memoria de la cultura propia y de los cariños familiares es un incentivo para la vida digna y honrada, basada en el trabajo. Los verdaderos propósitos de ese discurso, y del análisis que en él se hace de la emigración, los expresaría Martí de este modo en carta a su amigo mexicano Manuel Mercado, fechada el 24 de diciembre de 1889:

[…] y era mi objeto, porque veo y sé, dejar oír en esta tierra, harta de lisonjas que desprecia, y no merece, una voz que no tiembla ni pide, —y llamar la atención sobre la política de intriga y división que acá se sigue, con daño general de nuestra América, e inmediato del país que después del mío quiero en ella más, —en las tierras confusas y rendidas de Centroamérica. Nadie me lo ve tal vez, ni me lo recompensa; pero tengo gozo en ver que mi vigilancia, tenaz y prudente, no está siendo perdida.[7]

Entre los finales de septiembre de 1889 y junio de 1890 estuvo el cubano publicando su serie de crónicas sobre la Conferencia Panamericana. En ellas ofreció pormenores de las sesiones, describió los debates, comentó las diferencias de opinión de los delegados latinoamericanos, develó las ingenuidades de algunos políticos, así como las artimañas de los representantes estadounidenses en aras de lograr sus objetivos. En una de sus piezas más distintivas al respecto, alude a las interioridades del cónclave con una agudeza y una riqueza simbólica que merece ser comentada:

Las entrañas del congreso están como todas las entrañas, donde no se las ve. Los periódicos del país hablan conforme a su política. Cada grupo de Hispanoamérica comenta lo de su república, e inquiere por qué vino este delegado y no otro, y desaprueba el congreso, o espera de él más disturbios que felicidades, o lo ve con gusto, si está entre los que creen que los Estados Unidos son un gigante de azúcar, con un brazo de Wendell Phillips y otro de Lincoln, que va a poner en la riqueza y en la libertad a los pueblos que no la saben conquistar por sí propios, o es de los que han mudado ya para siempre domicilio e interés, y dice “mi país” cuando habla de los Estados Unidos, con los labios fríos como dos monedas de oro, dos labios de que se enjuga a escondidas, para que no se las conozcan sus nuevos compatricios, las últimas gotas de leche materna […][8]

No podía José Martí admitir ni justificar a quienes se avergonzaban de los orígenes. Su propia ejecutoria personal fue un ejemplo de la dignidad y firmeza que él mismo esperaba encontrar en sus coterráneos radicados en los Estados Unidos, y esto es solo el cabo visible de una madeja extremadamente intrincada y diversa.

En cambio, había otra cara de la misma moneda, la de los emigrados que contribuyeron con su esfuerzo a respaldar el proyecto independentista martiano, y formaron, desde los clubes del Partido Revolucionario Cubano, los cimientos de la futura república. Esos hombres y mujeres, con entereza y humildad, se consagraron a honrar a la patria que añoraban y a luchar por su libertad. Muchos regresaron a Cuba, bien en las expediciones que engrosaban las filas mambisas, o terminada la contienda. Otros, que habían fundado familias en otras tierras, y echado raíces en ellas, murieron en suelo extranjero, pero no renegaron de su estirpe. De esa emigración fiel, patriótica, y del significado que tuvo para Martí, escribió Enrique López Mesa:

Todo indica que para Martí la emigración ―y especialmente la comunidad cubana de New York, la que mejor pudo conocer― era algo parecido a un ensayo de la Cuba independiente […] En el tejido social de la emigración veía formarse las virtudes y estudiaba los males que inevitablemente sobrevendrían. De ahí su interés por exaltar las primeras y anticipar remedios para aminorar los segundos. Lamentablemente, sus continuadores no tuvieron la misma perspicacia política.[9]

Hoy, que desde los centros de poder hegemónico se pretende desvirtuar las identidades de nuestros pueblos, y se afirma que el patriotismo es un concepto anticuado, vale detenerse en la actuación de Martí y de sus colaboradores. Él, con su labor de mediación cultural entre las dos Américas, y de consagración a la causa de la independencia de Cuba y Puerto Rico, es un ejemplo vivo de que se puede ser, al mismo tiempo, emigrado y patriota, universal y cubano. Imitar su ejemplo, ayudaría a consolidar la unidad de todos los cubanos de buena voluntad. Cuba lo necesita y lo merece.


Notas:

[1] Miguel de Unamuno, Carta a Joaquín García Monge, Archivo José Martí, no. 11, La Habana, enero-diciembre, 1947, p. 15.

[2] Gabriela Mistral, “Centenario por el nacimiento de Martí”, en Jorge Benítez G. Gabriela anda La Habana, LOM Ediciones, Santiago de Chile, 1998, p. 112.

[3] Nicolás Guillén, “XXI”, en: Carlos Zamora y Arnaldo Moreno, El amor como un himno, poemas cubanos a José Martí,Centro de Estudios Martianos, La Habana, 2008, p. 148.

[4] José Martí, “Vindicación de Cuba”, en: Cuba y los Estados Unidos, Centro de Estudios Martianos, La Habana, 1982 (ed. facsimilar, tomada de El Avisador Hispano-Americano, Publishing Co., 1889, pp.11-12).

[5] José Martí, “Discurso pronunciado en la velada artístico-literaria de la Sociedad Literaria Hispanoamericana, el 19 de diciembre de 1889”, en Obras completas, t. 6, Ciencias Sociales, La Habana, 1975, p. 134.

[6] Ibídem, p. 140.

[7] José Martí, Correspondencia a Manuel Mercado,compilación y notas de Marisela del Pino y Pedro Pablo Rodríguez e introducción de Cintio Vitier, Centro de Estudios Martianos, La Habana, 2003, pp. 328-329. Las cursivas son de la autora.

[8] José Martí, OC, t. 6, p. 35. Las cursivas son de la autora.

[9] Enrique López Mesa, La comunidad cubana de New York: siglo xix. Centro de Estudios Martianos, La Habana, 2002, p. 59.

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