Estaba sentado en la taza, con la espalda apoyada en el tanque del agua y clavada en el omóplato la manija niquelada. Contaba dinero: cinco, diez, quince… verdes, como la esperanza. Había valido la pena, además, por los tragos, el almuerzo, la piscina y las películas con aquellas rubias tetonas que le hicieron olvidarse un poco de los bigotes como manubrios de bicicleta manchados de tabaco y el vientre abombado, que se le echó encima lacerándole la espalda. Fijó la mirada en el reflejo del televisor en el linóleo del piso y vio un juego de pelota con sus primos. Se quejó cuando el otro le apretó demasiado. Hermes lanzaba, tiró una curva y Adonis cantó el primer estray; escuchó el aullido de Dionisio en el banco, y alzó el trasero al sentir en las nalgas un manotazo perentorio; levantó un poco de polvo del jon con la punta del bate de Héctor, y adoptó la pose clásica del bateador. Dionisio chillaba desaforado y una gota de sudor cayó ácida en el ojo de Marino, justo en el momento de la segunda curva de Hermes y el jubiloso cántico de Adonis: estray. El tarrú de Menelao le enseñó un puño por encima de la cabeza de Elena, anunciando un buen revolcón si perdían el juego. Marino se incorporó sobre sus codos y olfateó a sus espaldas el olor a tabaco mezclado con colonia y sudor, la zarpa le atenazó las caderas y comenzó el bamboleo acompañado de un jadeo de toro que lo lanzaba una y otra vez sobre la colcha floreada. Entrecerró los ojos, deslumbrado por el brillo del sol en la arena. Respiró profundo, allá en los bancos la gente gritaba, las primas principiaron un corito que acalló una abucheada descomunal. Miró fijamente las manos de Hermes jugando con la pelota medio descosida por el uso, metiéndola en el guante, llevándola a la espalda, la contorsión, la pierna alzada… Abrió un poco las piernas para descargar el peso de la mole jadeante a sus espaldas y le ardió; miró por sobre el hombro el pecho y el vientre peludos, pujó una risa: “Dámela”. La vio salir disparada de la mano de Hermes y aproximarse en cámara lenta, como en las películas, sintió el desplazamiento sincrónico de sus propios brazos, el giro del torso imprimiéndole velocidad al bate de madera y el toque de la caoba contra la bola que se elevó, se elevó, se elevó… A sus espaldas hubo un espasmo y el peso de un cuerpo sudado terminó por desplomarlo sobre la almohada. El banco estalló en la gritería. Marino guardó los billetes en el bolsillo del short y miró entre sus piernas: un hilo rojizo, flemoso, manchaba la porcelana.