Olvidado no está: Nancy Morejón, Basilia Papastamatíu, Ricardo Riverón, Marta Lesmes y Fernando Rodríguez Sosa en los últimos tiempos han abordado su obra, mientras Heriberto Feraudy resaltó en fecha relativamente reciente su personalidad, y Letras Cubanas publicó en 2014 una excelente antología, Traigo un catauro de palabras, preparada por Alena Bastos Baños.

Pero queda mucho por hacer justicia a Marcelino Arozarena. O sea, colocarlo en su justo lugar, ajustarlo en tiempo y contexto, justipreciar de cara a los cubanos del siglo XXI una obra y una vida al servicio de la poesía y la justicia, valga el uso una y otra vez de un concepto que encarnó en toda la profundidad de su ser y estar entre nosotros. Que sea tarea para críticos e historiadores literarios, docentes y editores, no resta impulso a la intención de esta nota que recuerda el 110 aniversario del nacimiento de Marcelino en La Habana el 13 de marzo de 1912 y pretende subrayar la naturaleza de una vocación social inserta en la tradición emancipadora de la vanguardia intelectual cubana del siglo XX.

Letras Cubanas publicó en 2014 una excelente antología, Traigo un catauro de palabras, preparada por Alena Bastos Baños. Imagen: Tomada de Trabajadores

Determinantes en su sino, el origen social, el color de la piel y, por supuesto, la voluntad para cultivar el talento. Padre albañil, madre sirvienta doméstica, prole numerosa, piel negra. Primero, luchar por la subsistencia; luego, tratar de abrirse camino. A lo más que podía aspirar en la República Neocolonial era, más allá de vender la fuerza de trabajo o ejercer de modesta remuneración, a una profesión liberal: mecánico dental, maestro, periodista. “Fui desde mi adolescencia un ávido lector de periódicos, disponibles en barberías, y de cuanto libro cayera en mis manos, aunque no siempre pudiera comprarlos; quizá por ello me incliné por la escritura, y por un ejemplo al que seguí en esos tiempos, Juan Gualberto Gómez”, le escuché decir por los años 70 en la sede de la Unión de Escritores y Artistas de Cuba (Uneac).

Pero si alguien resultó decisivo en el rumbo de su vocación, ese fue Salvador García Agüero (1907-1965). El maestro, formado en la Escuela Normal de La Habana, influyó en que Marcelino aprovechara al máximo sus estudios en la misma institución. El luchador social estimuló en Marcelino una visión crítica de la sociedad cubana. El militante comunista lo orientó en sus primeros pasos en la organización. Marcelino reconoció que García Agüero lo puso en la ruta de la buena poesía y la buena política.

Eliseo Diego, Bella y Nicolás Guillén en un homenaje a Marcelino y Guillén. Foto: Tomada de Cubarte

Lo otro, que fue muchísimo, lo hizo él. En medio del auge de la poesía negra, escribió poemas en esa línea. Entre los modelos contaba con José Zacarías Tallet, Emilio Ballagas, pero sobre todo con quien fue su gran amigo, Nicolás Guillén. A este dedicó un análisis luminoso en 1943, Nicolás Guillén, el antillano domador de sones. Ya por entonces, Marcelino había sido antologado en el referencial volumen de Ramón Guirao, aparecido en 1938, Órbita de la poesía afrocubana, con “Cumbelemacumbele”. Y de 1933 data otro de sus poemas emblemáticos, “Caridá”. Por cierto, si se toman bien las células rítmicas provenientes de la cultura musical popular que nutren a uno y otro poeta, advertiremos la cercanía de Guillén al son, y de Marcelino con el complejo de la rumba.

Al contextualizar la obra de Marcelino, en paralelo a la de Guillén y El Indio Naborí, Ricardo Riverón observa cómo sus producciones constituyen un “excelente vehículo para expresar vivencias y anhelos de sectores desfavorecidos en esta mixtura humana que somos los nacidos en Cuba”.

Marta Lesmes hace notar que “Arozarena trabaja la oralidad como en un nivel primario, como si no mediara escritura alguna u otros niveles en propiedad del sujeto culto o medianamente integrado a la sociedad” y subraya cómo “el objeto poético es a la vez sujeto poético él mismo; hombre marginal cuya coloquialidad no se sustituye, sino que se reproduce en la palabra escrita con un marcado carácter representacional”.

“Siempre alentó la obra de los jóvenes y estaba abierto a los cauces de la lírica insular en tiempos de cambio”.

Ramón Torres Zayas define al bardo con magistral precisión: “Arozarena fue en parte distinto a la producción del momento. Él pretendió ubicar al negro en su sitial, usando la voz del negro mismo (…) Mientras para muchos el negrismo resultó una moda, para Marcelino fue la voz. La voz de la mulatez cultural, es decir, la voz del cubano”.

En el orden personal, nunca olvidaré las tantas veces que crucé palabras y vivencias con Marcelino en la Uneac. Lo conocí cuando él laboraba en la revista La Gaceta de Cuba, de la organización, y con mucha modestia insistía en situarse siempre en un segundo plano, jamás protagónico.

Siempre alentó la obra de los jóvenes y estaba abierto a los cauces de la lírica insular en tiempos de cambio. Gustaba de la música popular y de manera especial de la trova. Asomado alguna vez al despacho de Nicolás Guillén, lo divisé marcando el tiempo de uno de los inolvidables y cálidos boleros con que el dúo Los Idaidos complacía a Nicolás. Pero recuerdo una idea que compartió conmigo: “Hay muchas maneras de ser cubano en la música y cuando pasen los años te acordarás de lo que digo, porque sin dejar de ser lo que somos, el mundo entero está en nosotros”.

Cierro esta nota con el texto de un poema de Marcelino cuyo título es elocuente, Justicia:

Dominó,

¡qué malo ser Doblenueve!

Soy el paria de tu juego,

me tratan como a un intocable

y, sin embargo,

yo también sirvo para dominar,

Dominó.

Vendrán los tiempos

de las reivindicaciones

y entonces,

no me despreciarán por la Dobleblanca:

Todos seremos iguales,

¡Dominó!

4