Kenoma: los argumentos de Antonio Armenteros

Rito Ramón Aroche
7/7/2017

No se consigue hablar de lo que se ama

Roland Barthes

I

Siempre me ha llamado la atención la dedicatoria que T.S. Eliot dedicara a su amigo y consejero mayor en mucho tiempo, Ezra Pound. Reproduzcámoslo: Para Ezra Pound, il miglior fabro. Fabro, para los griegos, artesano. Idea que se tenía (y todavía aún muchos tenemos) del poeta y por extensión del orfebre. El poeta da sencilla y llanamente, el poeta recibe; orfebre entonces, deviene su expresión en suerte, en magia. O en suerte de una especie de magia. Igual nos dice, el poeta, he aquí el resultado, aquí, y a través de la palabra, los inauditos hechos. Épicos, mitológicos… incluso, cotidianos. Es decir, que el poeta devela para muchos aquello que creíamos saber y lo que no: una realidad otra. Y me pregunto ¿ha leído alguien la obra de Charles Simic? De Charles es este aforismo: “El poema que quiero escribir es imposible. Una piedra que flota”.

Por todo ello es que ¿recibe? Sí, pero también es cierto que reside en él la capacidad de ser depositario primero que nada y, luego, la de dar. Dador en toda su extensión, el médium y en algunos lugares el brujo, el griot, el maestro, el médico, el curandero, el consejero y, hasta se ha dicho, copero del rey. Entre los dioses y tú, todo lo demás, y solo la palabra bendecida, cargada la palabra, ajustado el verbo, ajustado como si fueran un mecanismo de relojería los distintos engranajes con que se compone un discurso (…) cargado, bendecido el verbo, tal como veníamos diciendo, es que el poeta lo absorbe, ¿le ha venido del caos?, le insufla el neuma, su propio élan y al resultado es a lo que posiblemente otros llaman, y hasta donde sabemos, poesía, sí, pero como quería el maestro, en moldes nuevos.

 

II

Entro en el libro, leo, viajo de una página a otra, leo en sus versos, llego al final, regreso al centro, voy al principio, avanzo, lentamente a veces, a veces con premura. Gano en libertad ¿el libro gana? Me detengo en ocasiones y, trato de pensar,  pienso ¿debí decir degustar? Sus mejores poemas sé que  lo merecen, dan, me hacen pensar en el trazado de sus referencias, en sus —ya que se trata de un libro de poesía [1] y de su autor [2]—, distintos referentes, los que niega, los que busca y no encuentra, o disimula, los que nos distraen hacia rumbo incierto, pierde (?) con lo que busca decir, gana con lo que no logra aclarar. Borges, al hablar de la poesía de T. S. Eliot, dijo: una sabia oscuridad. Y uno: su dominio. Esto, si lo concebimos así, posiblemente sea la lectura, el mapa, que propone el viejo Bloom, el diálogo que hace un mal lector cuando se embulle en / entre páginas de un libro bien —viendo— qué lo desasosiega.

 

III

Había visto Solaris, filmada en 1972. ¿Cuántas veces? A saber. Y sabíamos que Tarkovsky era el autor de Andrei Rublev (1969) y La infancia de Iván (1962). Y sé, pude saber, que esto fue preparado para Andrei:

– ¿Se siente satisfecho con lo logrado?

Responde Tarkovsky:

–En cualquier profesión, especialmente en la dirección de cine, nunca puedes estar seguro de que estás realizando tus objetivos hasta su último límite.

Hasta donde nos pudieran inquietar, las ya citadas palabras han de tener que ver, es lo que imagino, con el tipo de obra a la cual estaríamos dispuestos a aspirar con arreglo al lavoro si se quiere (…) con arreglo al talento.

IV

Tal opinión podría ser refrendada por Monsiur D., aun cuando lo creamos avanzar por otro camino, en tanto afirmaba que lo que se valora en una obra de arte es la cantidad de trabajo empleado. Y para Bourdieu las obras maestras se hacen lentamente.

En Kenoma habría que destacar la forma en que Antonio Armenteros (A. A.) (no olvidar: A. A. también es narrador) arma su discurso. Leído (el libro) lo imagino como una suerte de armazón tan sólido en su estructura como en sus cimientos. A. A. lo ha dividido en cuatro secciones. ¿Quieren verlo?: La fisura persa, El universo de las hormigas, Implosión oculta y Ejes de referencia. ¿Ven? Lo que les decía. Y es que con todo ello se busca un contrapunteo entre lo que puede ser con (contra) aquello (aquel) que no parece haber estado muy seguro a la hora de componerlo o, digamos, a la hora de su creación. Pienso en el principio: lugar donde A. A. ha de colocar su Nota bene, momento al que seguro sospecho que regresaremos. Cuatro divisiones, de eso veníamos tratando, desde un enunciado prestado, pedido, a Dino Campana, al Dino de los Cantiorfici: “Una vez fui escritor, pero tuve que dejarlo porque tenía la mente debilitada. No conecto las ideas, no sigo… Ahora es preciso que me ocupe de asuntos más importantes.”

Sí, lo sabíamos, todo por la posición de un sujeto transido de subjetividades líricas, en cualquier caso el punto donde se cuece la nostalgia, la rotura, el deslizamiento de una erosión a otra, el extravío… óptimas posiciones, o posibilidades, para cualquier buen lector de literatura (permítasenos subrayarlo: literatura) y no perdamos de vista que no reduzco el tema a un asunto tan específico con el que tenemos (y muchos creemos tener) debidas pretensiones: la poesía. Y sí, porque se trata de un cuaderno donde se viaja en direcciones visibles, distintas, posiblemente, y discontinuas: se busca en los contemporáneos, en los clásicos se busca. Literatura descentrada, típica, como la que corre y para bien seduce, siendo como no parece ser la tónica de estos tiempos, productiva. Literatura del descentramiento como le gustaría hacerla llamar en sus enjundiosos ensayos (de igual título) de 1980 Dagmar Phillips, época como las anteriores y esta que también bulle (ebulle) sin plenos augurios ni poderes plenos. Literatura asida al margen, al marco de las referencialidades. Urgida de rigor, de erudición y fe (siempre algo de fe) en su valía aun cuando habría que pensar en el enunciado de un grupo de Postales (pág.42) recibidas.

Como un acto de placer al aire ella me envía treinta postales, yo las he barajado sobre la mesa cual si fueran cartas, y probada mi tarot en la belleza de esos semblantes coloridos que nos penetran.

Y en su sección 5:

Postales que expandidas sobre la mesa crean el mapa de lo irreal.

Imágenes de Jan Vermeer ahora cantadas. Diseminadas, desplegadas, entonces, a lo largo de todo el cuaderno (?). Es curioso, pero a lo que se alude en los cantos no es a las dedicatorias (¿en verdad habrían sido dedicadas?), sino a lo que en ellas viene reproducido. No se canta (encanta) a lo real per se, sino a lo que pudiera encontrarse y de hecho se encuentra en una reproducción. Lo sabemos: los originales son otra cosa y puede que nos defraudemos cuando los tengamos delante. ¿Cantarle a una reproducción? Bah, como diría alguien, Dios mío, estos poetas. Disimula su reacción el hablante; sabe que en el fondo, su discurso va dirigido al gesto de quien ha enviado las postales. De ahí su tangencialidad con la realidad misma. Por tanto, en Kenoma ocurre lo mismo que pensaba Roland Barthes: No se consigue hablar de lo que se ama. Con toda efusión es muy probable; con algo de renuevo. Nada extraño en el autor de Nastraienie (2000), empresa desde donde, y desde ya, nos venía alertando —igual que en sus múltiples y variados cuadernos: llámese La cortadura y el signo (2003), llámese Los estados crepusculares (2002) y demás. Es curioso cómo (y cuánto) se ve obligado Armenteros a tener que explicar (aunque prefiero el término exponer) el significado de algunos de sus títulos, asociados casi siempre a un estado particular del alma. Un caso es Nastraienie, o este, que ahora nos ocupa. En el primero el poeta va en busca de la ayuda del otro (Ismael González Castañer), el mismo que comete la nota de contracubierta. Solo un fragmento (de la nota) y la traigo a colación:

NASTRAIENIE morriña saudade gorrión, de la misma manera con que inscribimos cualquier anotación, en la orilla: como escolios que impliquen un llamado a la ATENCIÓN, una incomodidad, una inquietud del lenguaje.

Si Roland Barthes ha de tener razón, entonces reparemos en un texto en particular, “Máscaras africanas” (pág. 29) y la complejidad del discurso armenteriano: Splen, tedio, saudade (…) el tratamiento de un amor que va a ser arrastrado (llevado) hasta el fondo de sus posibilidades se le creerá frágil o fugaz. Intensa ha de ser la palabra tanto como la emoción. Lo sabe el hablante:

Ella penetró las ciencias astutas del espíritu

Yo iniciaba este proceso lento / virtuoso hasta el suicidio

Se lo explicaba en la orilla báltica:

“Tener que separarnos, alzar muros / profundidades” (pág. 30)

Un texto (ya es hora que lo digamos) donde el sujeto lírico no solo proclama su tigritud sino que, además, salta, viola las reglas, omite unas, crea otras, puede que no de un modo mejor, tigre al fin, pero sí en el mejor de los momentos, dando, como veremos, rotundidad al deseo sádico si se quiere:

Cuando te admiraba dormir como naturaleza imprecisa,

mientras dormías, salté el marco de madera. (pág. 29)

Deseante al fin, la oportunidad es única. El tránsito se ha consumado. Lo hemos visto: de voyeur a la posición de amante irredimido. A fuerza de ser condenado ¿por quién, quiénes? No lo sabemos. Eso sí, la oportunidad es esta y no se cree que pueda haber otra. ¿Importa el fin y no los medios? Es Lezama: la perfección que muere de rodilla. Aun así, puede que sea solamente desde el dolor la vía irremplazable para evitar toda pérdida

Nos salvamos. Nos salva: la belleza fiel del sufrimiento (pág. 31)

Como decir: después de todo… Disfruto “Máscaras africanas” por aquello que se dice y no [3], que está, pero que no se ha dicho, la sensación de espectros, de vacío, de sombras, la impudicia del hablante ante la bochornosa belleza del cuerpo dormido al que nos fuerza tener que imaginar desnudo o muy poco cubierto, estrategia del texto que opera por insuficiencia o habilidad del autor; es el Roland Barthes citado ya una y otra vez… me temo para este momento que in extremis.

Antonio Armenteros reconstruye por instantes la expresión de un lírico, si tenemos en cuenta las veces que utiliza el vocablo belleza a lo largo de casi todo el cuaderno y que este no aparece reproducido como habría preferido desde su “Arte poética” Vicente Huidobro:

Por qué cantáis la rosa, ¡oh poetas!

Hacedla florecer en el poema

Marcas de cortes filosóficos donde a su modo trata de dejar plasmada, siempre que puede, una experiencia. “Transeúntes” (pág. 14):

En la calle cien el muchacho y yo nos miramos con cierta extrañeza,

cierta familiaridad mientras intentamos hacer el Auto Stop.

Me ha visto en la televisión y no se explica mi presencia,

mi actitud de supuesto aventurero / viajero, allí,

entre los rostros y las texturas excluidas.

Ni qué decir del poema “La maldición en la cueva” (pág. 41):

Vino a explicarnos con sencillez que esa blanca no creía en nadie —suponíamos que se refería a una mujer—, fue solo a ingresarse entre camas atestadas de rostros fríos solicitando la próxima ración.

¿Los paraísos artificiales, Relatos de un comedor de opio, Los límites de la percepción, o es Carlos Castañeda? Pienso de igual modo en Antonin Artaud. Y en tantos otros…

Obsérvese la apoyatura de su narratividad, mezcla básicamente de una especie de prosaísmo intencionado con verso blanco, entremezclados ellos, como en casi todos los poemas del cuaderno.

V

De Kenoma habría que deplorar rotundas porosidades (Octubre otoñal…), gratuitos quebrantos de sintaxis que terminan por coactar el ritmo, la respiración del verso, además de extraños inventos o construcciones estériles, verbigratia:

En el fragmento el pájaro escanciaba las cabezas (pág. 20)

Algo que no terminaríamos de entender si es que estamos cerca del barroco o de una expresión lindona.

Llamo la atención sobre el verbo escanciaba, que nos hace pensar en una búsqueda a pasos forzados de la poesía. No se trata de recabar la presencia del poeta con los ojos en vilo a la espera de la caída de un verso que lo ilumine. Pound no deja de ser claro cuando afirma: la poesía es lenguaje cargado intensamente de sentido. Nos referimos, es Pound quien se refiere, a la griega enunciación de la tecné.

VI

¿No habíamos dicho ya al principio que en algún momento nos referiríamos a esa especie de epígrafe, pórtico o, como prefiere llamarle su autor: Nota bene? ¿Y qué se exponía allí? En lo esencial la evasiva con que A. A. parece responder (crítica implícita) a la pregunta de una periodista en televisión sobre el actual panorama del universo literario cubano, ante el cual el entrevistado pretende responder de dos singularísimas maneras: en la primera busca apoyarse en esa inquietante línea final con que Pavese cuelga o deja colgado su diario: “Nada de palabras. Un ademán. No escribiré más”. La segunda no puede o no deja de ser significativa. Luego de dos puntos y seguidos, o dos puntos y aparte, un verdadero ademán: silencio y como tal, un vacío. ¿Otorga el que calla? ¿Respuestas salomónicas? Tal ingreso de esa nota al inicio de un libro supone que este que se nos ofrece contiene en sí un desafío, la différance con sus contemporáneos, un gozo, una alteridad otra o, si es como quería Dagmar Phillips, una alternancia. Y decir que el peor de los daños que podría concebir (y de hecho todos los días concibe) la poesía moderna es justamente eso, la poesía moderna en sí misma. Que en su búsqueda de un más allá, sin duda alguna reactiva, puede ser presa tal como está ocurriendo hoy, tal como ha ocurrido siempre, de una especie de ingesta de los contenidos. Se engolosinan unos con las formas (los años 90 dejaron pruebas de ello), otros con los contenidos. ¿Se sabe que puede ser mejor / peor? Revisito a Oscar Wilde: “Nada tan peligroso como ser demasiado moderno. Corre uno el peligro de quedarse rápidamente anticuado”. Hay que regresar una y otra vez a los consabidos clásicos. No para ser o parecer modernos, sino para ver si podríamos llevar las cosas al menos un paso más allá de donde las dejaron aquellos que nos interesan hoy. Lo intentó Carpentier, Lezama lo intentó.

VII

¿Nos extendemos? Hablas con un sujeto que no conoces, hablas y hablas, con ese mismo sujeto, incluso, de subjetividades. Luego vendría el consabido adiós justo para darnos cuenta de que siempre hubo algo en que no habíamos reparado (nos ocurre a todos a menudo), nos ocurre que mucho menos podríamos decir que si nos ha quedado algo de tal encuentro a eso podríamos llamarle celebración. Mi gusto opta por la reminiscencia. He aquí el título en sí mismo, Kenoma; vocablo como aquel, de Nastraienie, a develar. Solo que el autor prefiere en este caso que el lector entre en el libro, prefiere que sea él quien lo devele al final, allí, en ese lugar que le tenía previamente destinado: “Testimoniales” (pág. 79):

“KENOMA — sostiene el poeta— es aquello que los antiguos filósofos…”.

¿Eh? ¿Pero qué estoy diciendo? ¿No acabábamos de apuntar que el autor había preferido que fuera el lector quien lo develara al final? Y si es así ¿por qué habría de hacerlo yo? Un yo tan precario en sí que para nada puede constituir, tal como ya sabemos, todos los yo. Yo es nadie. Pascal lo anatematiza: El yo es siempre despreciable. Habría que ser Martí. El suyo es plural.

Que cada cual busque y encuentre, tal vez dentro de sí, su propio y decidido Kenoma. Va y este que se les ofrece hoy, desde la perspectiva de A. A., podría ayudarlos. Va y va.

 

Notas:
 
1. Antonio Armenteros, Kenoma, Ed. Letras Cubanas, La Habana, 2012
 
2. Antonio Armenteros, La Habana, 1963. Crítico además, incluso ensayista.
 
3. Especulo: ¿se trata de dos estudiantes negros en un lugar lejano de vuelta cada uno a su país tratando de consumarlo todo a bordo del barco de regreso? ¿Ella que terminaba una carrera, él de vacaciones? Repárese en la segunda parte del poema (pág. 30) aquí citado.
 
Los Quemados, 2014