Slavoj Zizek recién dio unas declaraciones sobre lo que significa para él la cultura woke. En su visión, cancelar el debate solo conduce a más oscurantismo y opresiones, lejos de cualquier tipo de justicia social, equidad o logros en materia de derechos humanos. En la última década se ha visto un despertar de movimientos sociales, sobre todo en países del norte global, que abogan por una toma de conciencia exagerada y constantemente en alerta en torno a cuestiones como la raza, el sexo, la etnia y demás categorías culturales. Según esta generación, conocida como la de los “despiertos”, se debe estar en una constante búsqueda de equilibrios en el plano de la sociedad, para que sean erradicados los diversos modos de discriminación. En principio, eso está muy bien, pero de ahí se ha pasado a la eliminación de listas de temas en las universidades, a la quema de libros, el derribo de estatuas, la prohibición de artistas y todo tipo de procederes de corte extremista y censurador. Para Zizek, un apasionado del cine y de la cultura de los siglos de la modernidad, este asunto no hace otra cosa que encubrir las verdaderas causas de la opresión y cancela el necesario debate en torno a cuestiones estructurales y sistémicas, léase por ejemplo el conflicto entre trabajo asalariado y capital que fuera denunciado tantas veces y que persiste.

Para Slavov Zizek, “este asunto no hace otra cosa que encubrir las verdaderas causas de la opresión y cancela el necesario debate en torno a cuestiones estructurales y sistémicas”.

Muy lucrativo es el odio que se genera a partir de las luchas identitarias que no conducen a ningún camino concreto. Así por ejemplo, vemos cómo la industria cultural se nutre de las ideas de esta novísima cultura woke o de la cancelación, a la par que se reniega de un legado sólido venido de las centurias que nos preceden. ¿En qué nos beneficia, por ejemplo, derribar una estatua de Cristóbal Colón? La obra no es solo la imagen de un hombre que pudo cometer o no actos reprensibles, sino un momento en el patrimonio para la reflexión, para la crítica y la memoria; pero además se trata de una forma de arte que posee valores en sí mismos y que deberíamos tener en cuenta antes de borrar de un plumazo. Lo que la cultura woke quiere es un presente de desmemoria, de superficialidades, de un ocio destructivo y pirotécnico que encubra las maneras en que el capital metamorfosea su esencia y la reactualiza a partir de nuevos mitos. Ejemplos claros son los llamados productos políticamente correctos, como los celulares ecológicos o verdes, que no son otra cosa que el mismo implemento de siempre con una etiqueta con un mensaje para “concienciar” a favor de la conservación del planeta. En realidad, este rótulo no cambia el hecho de que los materiales con que se fabrica un móvil son extraídos de países sin desarrollo y a costa de la estabilidad, la salud y el medio ambiente de dichos entornos. La erosión es tapada a partir de la hipocresía de un simple cartel, con lo cual el dueño de la firma ya cumple con su parte de corrección dentro del orden woke imperante. Y así lo vamos a ver en el cine, la literatura, las artes plásticas y casi cualquier forma de expresión humana. Una moralidad mentirosa y encubridora intenta tapar las verdaderas causas de la opresión. Quienes, como Zizek, se oponen y critican, son tachados de racistas, homófobos o misóginos, eliminados de la vida social, apartados de cualquier puesto de relevancia. La cancelación opera como una inquisición posmoderna según la cual hay dogmas que resultan intocables. Esa es la coraza del poder detrás de las supuestas causas sociales defendidas.

“Lo que la cultura woke quiere es un presente de desmemoria, de superficialidades, de un ocio destructivo y pirotécnico que encubra las maneras en que el capital metamorfosea su esencia y la reactualiza a partir de nuevos mitos”.

Por eso no son confiables el cine o la obra que se hagan desde un punto de vista que privilegie estos enfoques por encima de la propia naturaleza del arte y sus funciones. Porque la inclusión forzada existe y es un catalejo que obvia la riquísima historia sobre la cual se pueden tener miradas diversas, pero más que nada no debe ser objeto de silencio. ¿Qué diríamos de la poesía por ejemplo de Lautreamont?, ¿la cancelaremos?, ¿y las obras de Wagner, dejaremos que queden en el olvido solo porque los nazis las usaron como propaganda? Hace unas semanas se dio un sonado hecho en la ciudad de Holguín con la aparición de unos jóvenes disfrazados del Ku Klux Klan. Más allá del suceso y de sus significaciones ya harto analizadas, está el necesario espacio para dichas disecciones. La cultura de la cancelación, tal y como está diseñada en Occidente, no habría permitido más que una sola mirada: la de la censura. Basados en los preceptos de un moralismo antirracista a ultranza, los inquisidores hubieran perseguido cualquier contemplación o pensamiento en torno al hecho. Los intelectuales que osaran apartarse de la visión dictaminada estarían de antemano fuera de la norma y a expensas de expulsiones de sus medios profesionales y sociales. En tanto, el debate en torno a la guerra cultural, los significantes de la cultura de masas, el racismo estructural y otras ricas anotaciones quedarían al margen. Así ha ocurrido con fenómenos más o menos sonados en la arena foránea. Por ejemplo, el cine de Lars Von Trier se sabe que es polémico, arrasador, de una profunda raíz dentro de la cultura del debate y a veces hasta provocativo y de tintes incendiarios. El realizador replantea la historia una y otra vez y destroza los mitos entre buenos y malos, blanco y negro. El verdadero arte es ese que nos mueve de nuestra comodidad. Más allá de la moral y del momento. En ese sentido, los canceladores han querido varias veces silenciar a Von Trier debido a diversas declaraciones del artista, así como a sus temas siempre situados más allá del tabú y la vergüenza: el sexo y el deseo, la trasgresión, las emociones, el apetito, el carácter y sus deformaciones, la alienación del hombre.

“El verdadero arte es ese que nos mueve de nuestra comodidad”.

El arte no se hizo para moralizar, aunque tenga una dimensión moral. Tampoco se trata de un simple implemento pedagógico para bajar líneas políticas desde un determinado estamento, sin que nos importe cuán correctos son dichos dictados. Así, gracias a esta dinámica que se ha impuesto en Occidente, escuchamos cada vez más la acusación de “usted es un woke” referida a alguien que no deja que las cosas se manifiesten y devengan con libertad. De ser una posición que implicaba una lucha por los derechos humanos, la postura de los despiertos se ha situado de momento a la sombra de una inquisición que persigue, daña y elimina.

Zizek es un intelectual que ha logrado amalgamar la teoría marxista en torno a la cuestión ideológica con el enfoque lacaniano sobre la conciencia. En opinión de este filósofo estamos bajo un influjo constante de falsa noción de los fenómenos, inducido por los aparatos del poder. En tal sentido, la cultura woke forma parte esencial del adormecimiento, promoviendo falsos valores, ídolos de barro como Bad Bunny, premios que privilegian maneras mediocres de entender la creación y el mundo de las ideas. El asunto está en que se nos manejan los sueños, las aspiraciones, las pulsiones inconscientes y se logra fabricar una conciencia del miedo y de la estupidez, que no logra movilizarse más allá de las cuestiones elegidas de forma superficial por el sistema. Como dice Carlos Marx en su Manifiesto Comunista, el capital nació barriendo con las estructuras patriarcales del Medioevo tal y como estas existían, creando un mundo nuevo, el de la modernidad. Esta línea es obviada por los activistas woke, para quienes pareciera que existe un supra sistema masculino mucho más importante y opresivo que la falsa conciencia descrita por Zizek. Esa asunción de enemigos de juguete, inexistentes, hace que se dediquen espacios, dineros, tiempo, a cuestiones divisorias, que nada van a resolver. O mejor dicho, sí resuelven: tiempo a favor de los amos del mundo, que siguen concibiendo nuevas formas de falsa conciencia para alienar al sujeto de cambio e impedirle que participe en la política.

“(…) la cultura woke forma parte esencial del adormecimiento, promoviendo falsos valores”.

No es extraño que en poco tiempo se comience a pedir, desde los mencionados estamentos, que se modifiquen el lenguaje, el pensamiento, la mente. En ese horizonte orwelliano, el maestro pudiera ser un Bad Bunny, quien en unas declaraciones calificó a otro artista de “muy vulgal”, cambiando así un grafema por otro, sin que los medios, la crítica o el público se escandalizaran. Todo se vale, nada en tal sentido lo corrigen, ya que se trata de imponer una línea a partir de determinados protagonistas y actores desde la cultura de masas. Esa falsa conciencia tuerce todo lo que hasta ahora fue una civilización organizada con una manera de pensarse y de reflexionar. Orwell se adelantó cuando expuso que tendríamos una vida regida por simplificaciones banales de lo que hemos sido, una especie de mala copia del mundo rico y diverso y con matices que nos legaron los ancestros. En ese futuro distópico y apocalíptico, una férrea policía del pensamiento patrullará los vericuetos de nuestra vida a la caza de vestigios de una real conciencia. El adormecimiento que denuncia en su obra Zizek va unido a estos conceptos creados en la literatura, pero que son una expresión del mundo posmoderno y sus hacedores. Y es que el intelectual tiene razón cuando califica de bestia negra la manera en que se nos impone el pensamiento desde las líneas centrales del poder. La posmodernidad plantea que lo diverso y lo plural son expresiones genuinas de lo fenoménico que deben asumirse tal y como son, sin cuestionamientos. Así mismo acontece con los enfoques sociales de la cultura woke. En nombre de la diversidad, se barre con la diversidad. En función de un antipatriarcalismo, se odia sin razón lo masculino y se le persigue, se le barre y cancela. Así, hay programas de filosofía en determinadas facultades cuya función no es estudiar a Hegel, sino sustituirlo con sucedáneos sin sustancia, los cuales niegan la riqueza del pensador alemán solo porque era hombre. En tales simplificaciones no cabe un real estudio ni una naturaleza crítica, sino una corrección tonta que emite certificados y gradúa gente inepta. Pareciera que el alfa y el omega de la cultura woke fuese el odio y eso preocupa, porque tal ha sido el principio y la esencia de experimentos muy dañinos del pasado como el fascismo, el nazismo, las sociedades totalitarias y las construcciones absolutistas.

“En nombre de la diversidad, se barre con la diversidad”.

La tiranía de la bestia negra denunciada por Zizek, la falsa conciencia impuesta por la posmodernidad, se cura con la verdadera conciencia del fenómeno heredada de la modernidad. Se requiere de un sujeto fuerte y centrado que sin obviar la necesaria comprensión de la diversidad humana, no se pierda en concesiones a hipócritas enfoques políticos de corrección. No hay que mirar a otro lado cuando se proyecte un filme de Lars Von Trier, sino diseccionarlo críticamente desde el aporte, desde la reflexión y lo útil, desde la belleza de la obra en sí misma. Tampoco se debe admitir que estatuas del pasado se hagan polvo, porque eliminamos el testimonio de esos tiempos y los volveremos a repetir. No se trata de monumentos a opresores, sino, desde el punto de vista sano y científico, obras patrimoniales que pueden resultar objeto de estudio, de uso como herramientas testimoniales o como apuntes críticos al margen de los sucesos y de las narrativas. La historia no puede reducirse a una infantil lucha entre malos y buenos que se reproduzca en una serie de Netflix, sino el devenir humano con sus ricas implicaciones de la cultura y de los legados, un movimiento en espiral con todo lo que ello conlleva: avances, retrocesos, aparentes inmovilismos, esperanza, odio, desesperación, desánimo, intrepidez y pasión. Perder la noción de ese horizonte es la base para que acontezca lo orwelliano, que ha sido de hecho ya precedido por lo kafkiano como categoría estética y social. Los regímenes posmodernos de fines del siglo XX e inicios del XXI pudieran ser dibujados por el escritor checo en uno de los pasajes de su obra La colonia penitenciaria. Y es que a la cultura de la cancelación la ha precedido una sociedad colapsada en la cual nada parece funcionar y donde lo más aconsejable es asirse a pequeñas verdades dictaminadas por los medios y demás concilios cuasi religiosos, como la moda, las redes sociales y los bolsones de consumo cultural alienados de la comprensión del todo. Lo kafkiano es la desesperanza, que crea gente apática, la cual busca consuelo en somníferos y drogas. Tal cosa dio paso a la cultura woke, que no es otra cosa que una falsa conciencia de los conflictos humanos, de la cual no se sale sino renegando de la bestia negra posmoderna.

“La tiranía de la bestia negra denunciada por Zizek, la falsa conciencia impuesta por la posmodernidad, se cura con la verdadera conciencia del fenómeno heredada de la modernidad”.

Reducir el espacio de debate, manejarlo hasta que desaparezca, excluir la riqueza de la humanidad y su diversidad real y establecer un canal de mando bajo la sombra del poder; tales vienen siendo los efectos de esta novísima cultura woke o de la cancelación que no tiene en su haber ni un solo logro en materia social, que no ha derribado un solo prejuicio basado en discriminaciones ni establece políticas públicas efectivas. Eso pasa en un mundo donde la brecha entre ricos y pobres se hace insalvable, al punto en que ya no se habla de proletariado sino de precariado y de bárbaros al margen de la civilización, viviendo en una periferia sin esperanzas. Pero a las líneas sistémicas eso le conviene, mientras se oculta la realidad, se la metamorfosea y disfraza, para hacernos creer que una etiqueta de inclusión nos va a incluir en el primer mundo, satisfará las necesidades de empleo, de infraestructura y alimentos, de oportunidades.

“Pareciera que el alfa y el omega de la cultura woke fuese el odio”.

Ellos tienen los medios y nosotros la conciencia. Nos están intercambiando una cosa por otra y quedamos en desventaja. Como los pueblos colonizados, el oro se va en bajeles y nosotros estamos con los cristales de colores y las baratijas en una ilusión de felicidad que se desvanece y que es como una niebla de la historia.

La bestia negra, entre tanto, ha devorado el horizonte. Ya no es tiempo para lo kafkiano, sino que vienen categorías aún peores. La colonia penitenciaria global pareciera ser el marco propiciatorio. 

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