En la concepción tradicional, se considera trágico cualquier suceso triste o lamentable. Sin embargo, en sus Lecciones sobre la historia de la filosofía, Hegel[1], hablando del destino final de Sócrates, define la verdadera tragedia como el enfrentamiento de dos poderes legítimos y morales. En el caso del filósofo ateniense se da la colisión entre la libertad objetiva, encarnada en la ciudad, sus tradiciones y sus leyes y la libertad subjetiva, representada por la razón y la conciencia individual.

Muerte de Sócrates, Atenas, 399 a. n. e. Foto: Tomada de Internet

La igual condición de estos poderes hace que la tragedia emerja con toda su fuerza. Y el desenlace fatídico de Sócrates es, en cierta forma, uno de los horizontes posibles de solución de esta contradicción.

En su análisis del mundo griego el pensador colombiano Estanislao Zuleta[2] añade un elemento que, para análisis posteriores, resulta sumamente valioso: la tragedia es el costo de la libertad. En el caso griego es el costo de la libertad de pensamiento de un pueblo que, conscientemente, rompió con las ataduras de la explicación mágico-religiosa de la realidad e inició el tortuoso camino de encontrar la verdad apelando a sus propias fuerzas intelectuales. Y quizás la mayor paradoja del espíritu griego es que esta recién ganada libertad intelectual, que abrió la puerta para el desarrollo posterior de la ciencia, descansaba sobre la esclavitud como modo de producción.

En Arte y filosofía, el pensador colombiano Estanislao Zuleta plantea que la tragedia es el costo de la libertad.

Sería lícito decir que el trágico camino de la libertad de la conciencia se inició sobre el ocio que posibilitaba a una élite privilegiada la condición abyecta de la esclavitud a la que se encontraban sujetos millones de individuos.

Esta concepción hegeliana de la tragedia la despoja del patetismo con el que tradicionalmente se asume el término. Desde esta perspectiva es posible leer los acontecimientos históricos como procesos esencialmente trágicos. La historia de la humanidad hasta ahora es la historia de la lucha de clases, apuntaba Carlos Marx y en esto ha residido la tragedia esencial de las sociedades humanas hasta ahora.

“El trágico camino de la libertad de la conciencia se inició sobre el ocio que posibilitaba a una élite privilegiada la condición abyecta de la esclavitud a la que se encontraban sujetos millones de individuos”.

Extrapolando lo que se plantea a la sufrida realidad americana, podemos afirmar que la conquista de nuestros pueblos fue un proceso trágico por excelencia. España se impuso por las armas y por la brutalidad extrema. Donde exterminó totalmente a la población aborigen, como en Santo Domingo y Cuba, la metrópoli se convirtió, durante varios siglos, en el único principio de autoridad. Donde los pueblos nativos sobrevivieron se ha verificado, ininterrumpidamente, el enfrentamiento entre dos poderes, como pedía Hegel, iguales en legitimidad y moral.

El poder colonial fundó su legitimidad en la superioridad de la fuerza y la hegemonía ideológica que acompañaba a esta, lo cual le permitió imponer una religión, una cultura y una lengua “oficiales”. Los pueblos indígenas, en su condición de habitantes primigenios y en la heroica resistencia con la cual han salvado, a través de los siglos, su herencia como pueblos independientes, con cultura y lenguas propias.

En Cuba la colonización, como en el resto del continente, fue brutal. Tronchó bruscamente el desarrollo de los pueblos nativos y en un período relativamente corto de tiempo los llevó casi por completo a la desaparición. La hegemonía española fue total y, sin embargo, el propio proceso de repoblación y reactivación económica de la Isla en provecho de la metrópoli generó, con esa fina dialéctica de la historia, el nacimiento del criollo, figura que, con el paso de los años, se iría diferenciando cada vez más del peninsular.

“El estallido de 1868, si bien marca el emerger claro de la tragedia, no implica su nacimiento”. Foto: Tomada de Juventud Rebelde

La confluencia de pueblos, las condiciones climáticas y productivas del país, la cultura autóctona que fue emergiendo, los particulares intereses económicos y políticos que fueron madurando dieron al cabo con la agudización de las contradicciones hasta un punto antagónico. El estallido de 1868, si bien marca el emerger claro de la tragedia, no implica su nacimiento. Esta se fue gestando en el sordo madurar de la nación.

La condición trágica de Cuba en el siglo XIX viene dada por su contradicción insalvable con el poder colonial español. Desde que los patriotas sobrevivieron al embate militar y declararon una Cuba soberana, con constitución y símbolos propios, esta pasó a ser un poder real, opuesto a la Cuba del colonialismo.

“La condición trágica de Cuba en el siglo XIX viene dada por su contradicción insalvable con el poder colonial español”.

Pero la tragedia mayor que ha signado la historia del país desde esa etapa hasta el presente es la que José Martí anunciaba como deber en carta a su amigo Manuel Mercado el 18 de mayo de 1895:

(…) ya estoy todos los días en peligro de dar mi vida por mi país, y por mi deber —puesto que lo entiendo y tengo fuerzas con qué realizarlo— de impedir a tiempo con la independencia de Cuba que se extiendan por las Antillas los Estados Unidos y caigan, con esa fuerza más, sobre nuestras tierras de América…[3]

La confrontación entre el proyecto soberano de país defendido por lo mejor de la nación cubana y el proyecto neocolonial impuesto y promovido por el imperialismo norteamericano. Esta tragedia no es solo la de Cuba, sino también la de un continente. Y esta tragedia explica la barbarie sistemática ejercida por el poderío norteamericano en América, apelando a todos los recursos a su alcance para garantizar la completa sujeción de naciones y pueblos a sus intereses.

La peculiaridad trágica de Cuba reside en que, desde el triunfo revolucionario de enero de 1959, durante más de sesenta años, ha resistido, en ocasiones casi completamente sola, contra esa máxima expresión del poder monstruoso del capitalismo en su fase imperial. La Revolución llevó al primer plano político de la nación los anhelos profundos del pueblo y rompió decididamente con los mecanismos de sujeción que habían sometido al país durante varias décadas de neocolonialismo. Esta libertad ganada a costa de los monopolios norteamericanos explica el costo trágico de la resistencia, el cual no todos están dispuestos a pagar.

“La peculiaridad trágica de Cuba reside en que, desde el triunfo revolucionario de enero de 1959, (…) ha resistido, en ocasiones casi completamente sola, contra esa máxima expresión del poder monstruoso del capitalismo en su fase imperial (…)”.

En la antigüedad clásica, la contradicción trágica de Sócrates y Atenas se resolvió con la muerte del filósofo. La cicuta fue la señal de su rendición a un poder al cual, contradictoriamente, llegó a ser antagónico por sus enseñanzas y del cual, sin embargo, respetaba sus leyes. Salvando la distancia entre los hombres y los pueblos, podemos afirmar que ante Cuba siempre ha estado la cicuta como un desenlace posible. La rendición incondicional o bajo protesta, pero rendición, al fin y al cabo. Ante esta opción se alza otra, la de aquellos que eligen conscientemente la libertad y aceptan por ella todos los sacrificios. Solo de la libertad pueden emerger pueblos vigorosos y prósperos. La servidumbre no genera más que lacayos.

Victoria de Playa Girón. Foto: Tomada de Internet

La condición trágica de Cuba es la condición de posibilidad de su futuro soberano: el de un pueblo que ha labrado en libertad su propio destino frente a la hostilidad del imperialismo. Por esa libertad entonces, como advertía Fayad Jamís, habrá que darlo todo.


Notas:

[1] F. Hegel (1955) Lecciones sobre la historia de la filosofía. Fondo de Cultura Económica: México DF. p.98

[2] E. Zuleta (2010) Arte y filosofía. Medellín: Hombre Nuevo Editores. p. 14-15

[3] En http://uvsfajardo.sld.cu/sites/uvsfajardo.sld.cu/files/carta_de_marti_a_manuel_mercado.pdf

2