Ya los conspiradores no son como los de antes. Aquella cruda, aunque romántica época, en que los partidarios de una causa solían superar asombrosos obstáculos para divulgar sus ideas, definitivamente se ha perdido; no vuelve más. Por ejemplo, la historia recuerda el caso del periodista checo Julius Fucik, quien consiguió burlar a sus guardianes de la Gestapo, en una cárcel de Praga, y escribir en trozos de papel higiénico su dramático Reportaje al pie de la horca. Los pliegos los fue sacando uno a uno de la celda, en un ejercicio de sagacidad que merecería la escritura de otro libro.

En Cuba tuvimos un caso semejante, el de Fidel, quien durante su reclusión en el llamado Presidio Modelo, en Isla de Pinos, fue aislado en celda solitaria y, aun así, utilizando cajitas de fósforos o cualquier otro desecho de papel, escribió con zumo de limón su famoso alegato La historia me absolverá. Fue un libro de lectura masiva, a pesar de que ser capturado portándolo, podía significar la cárcel, la tortura y hasta la muerte en cualquier matorral.

Los autores de estos textos vivían en condiciones de extraordinario peligro, en las que no era posible saber si al día siguiente llegaría la ejecución, ya fuera mediante fuga simulada o cualquier otro recurso menos creativo. Sin embargo, ahora ya no es así. De repente, todo parece medio pijo en la conspiración.

“¿De qué va tanto simulacro, donde la autenticidad es sustituida por una mala copia?”. Imagen: Tomada de Pixabay

Por ejemplo, tenemos el caso de Yunior García Aguilera, quien constantemente se queja de no poder expresarse y lanzar su mensaje al mundo, pues, según dice, el gobierno cubano le corta la Internet. Ante semejante argumento, uno se pregunta: Caramba, ¿y por qué no camina unas pocas cuadras y transmite una directa desde cualquiera de las más de cien zonas wifi que tiene La Habana?

Mal leyó Yunior a Tom Stoppard. Yo también lo he leído mal, pero en mi defensa digo que no me declaro ferviente admirador de este dramaturgo británico de origen checo. Aun así, avancé lo bastante en ese laberinto de personajes rusos —que son los tres tomos de La costa de la Utopía— como para apreciar que Stoppard es un tipo de humor inteligente.

Me explico: en la cárcel de Pankrác, Fucik fue sometido a brutales torturas, las golpizas y vejaciones eran permanentes; mas, para Yunior, una cruel violación de sus derechos humanos es que una anciana se le pare delante y, en tono mesurado, diga con firmeza lo que piensa; o que le crucifiquen una paloma en la puerta de su casa: algo que, en definitiva, también pudiera ser “fuego amigo”, o una operación de falsa bandera. En una obra de sobrentendidos, tendríamos que mirar a cuál personaje una determinada acción le es más consistente.

La diferencia entre el humor de Stoppard y este de Yunior es la misma que puede haber entre una comedia de Virgilio Piñera y un sainete del peor teatro bufo. Cuando menos, falta un kilómetro de espesor intelectual. Por seguir mencionando autores checos, creo que Kafka se sentiría estafado con semejante manejo del absurdo.

“El problema es que esta obra no la escribió Yunior, él no ha sido su dramaturgo; y ya sabemos que tampoco ficha para esa clase de presidentes que suelen tener su trono a las márgenes del Potomac”. 

Quizá el autor checo que en las últimas décadas rivalizó más en popularidad con Vlácav Havel, fue Milan Kundera, autor de la novela La insoportable levedad del ser. Un italiano nacido en Cuba, Ítalo Calvino, nos ha explicado en qué consiste la levedad como valor literario. Se trata de esa ingravidez sutil con que un argumento, una verdad, logra ascender e imponerse a lo francamente pesado: esa frivolidad a ras del piso; vanidad de mucho ruido y volumen, pero escasa de carácter.

Hace unos años, fui lector especializado de una editorial española. Un día me dieron a leer una novela, mal escrita en verdad, pero que tenía un argumento notable. Se trataba de un pobre personaje que cada día se iba hasta el aeropuerto de Barajas, en Madrid, para abordar famosos y tirarse fotos con estos. En el libro se narraban las historias que el personaje se inventaba sobre su relación con tales famosos, así como la notoriedad que creía alcanzar por aquello de dime con quién andas…

“Entre el humor de Tom Stoppard y este de Yunior (…), falta un kilómetro de espesor intelectual”. Foto: Matt Humphrey / Tomada de The Independent

Por alguna razón, recordé esa obra cuando vi la pueril apariencia de Yunior, habanos mediante, retratado con Tom Stoppard, como si en realidad estuviera posando de extra en una revista del corazón. En vez de semejante pavoneo, yo le recomendaría no solo una lectura más atenta de ese dramaturgo, sino también de Kundera porque, además de pesadez, hay un destello de baja autoestima en ese yo, yo, yo, con que parece sepultar frustraciones.

Es patética la relación de viajes que nos dispensa: “He participado en eventos diversos en Cuba, República Dominicana, Colombia, Chile, Argentina… Estuve también dos veces en Brasil, tres en México, tres en España y cuatro en el Reino Unido”. Un verdadero caballero andante, que, sin embargo, se nos muestra escaso de aventuras y abundante de oropeles geográficos.

¿No era este caballero el supuesto representante del pueblo humilde? ¿De verdad, con esa pacotilla que nos está pasando por la aduana? ¿Y cómo ha conseguido viajar tanto: acaso cortando caña o recogiendo café como alguna vez pareció decirnos? ¿De qué va tanto simulacro, donde la autenticidad es sustituida por una mala copia?

Cierta vez Vlácav Havel dijo: “Si deseas ver tus obras representadas de la forma en que las escribiste, conviértete en presidente”. El problema es que esta obra no la escribió Yunior, él no ha sido su dramaturgo; y ya sabemos que tampoco ficha para esa clase de presidentes que suelen tener su trono a las márgenes del Potomac.  

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