La fuerza de un cuerpo sumergido

Dania del Pino
1/10/2019

Hace algunas semanas estuvo en La Habana Josep Maria Miró. Es un hombre al que no le interesan las etiquetas y renombres pero, sin dudas, uno de los más conocidos dramaturgos españoles en el contexto internacional contemporáneo. Los esfuerzos conjuntos del Instituto Internacional del Teatro (ITI), el Consejo Nacional de las Artes Escénicas (CNAE), la Casa Editorial Tablas Alarcos y la Embajada de España, le permitieron hacer su segunda visita a Cuba. En el 2009 llegó como asistente de dirección de una producción escénica; ahora, un intenso programa de siete días propició el fértil intercambio con alumnos, especialistas, colegas y público cubanos.

Josep Miró. Foto: Internet
 

Pero, según el propio Miró, este no es un reencuentro común. Constituye la vuelta a una etapa fundacional, el cierre de un ciclo que se abrió en aquella primera visita, cuando La Habana le sirviera de inspiración para escribir La mujer que perdía todos los aviones, obra que encabeza ahora el volumen Teatro en tiempo salvaje, presentado por Ediciones Alarcos como parte de las jornadas. Desde esta pieza, que además fue leída por actores cubanos en la sala Adolfo Llauradó antes de la presentación del libro, hasta el último texto de la compilación, realizada por Abel González Melo, hallamos una escritura atravesada por cuestionamientos éticos, sociales, pero sobre todo humanos, que vuelve la mirada hacia una realidad cada vez más cruda, más globalizada y en la que el individuo comienza a borrarse bajo redes y sistemas virtuales de socialización.

Cuando se leen las obras de Miró, se tiene una certeza que va más allá de las cuestiones temáticas y el abordaje recurrente del casi salvaje mundo contemporáneo: la capacidad del autor de mostrar profundas esencias humanas sin dejar ver nunca una resolución del conflicto, el ubicar al lector frente a circunstancias extremas, incluso con cierto grado de perversidad, sin tomar partido hacia ninguna de las partes.

El lector de Miró transita entre los bordes de geografías que se vuelven casi siempre peligrosas. Tanto en La mujer que perdía todos los aviones (2009), como en Nerium Park (2012), Umbrío (2014), o Tiempo Salvaje (2017), los protagonistas parecen convertirse en víctimas de un espacio físico que los determina como seres humanos. Pero, paradójicamente, son también los lugares —construcciones simbólicas— el resultado de quienes los habitan y van dejando marcas de sus obsesiones y sentencias; estigmas que guarda la tierra en un acto de sometimiento frente al salvajismo y la colonización del hombre.

Mucho de todo ello hay también en la obra El principio de Arquímedes, estrenada durante la visita del autor, bajo la dirección de Abel González Melo, en la sala de Argos teatro, donde permanecerá hasta el próximo 6 de octubre. Un leitmotiv evidente de la obra mironiana funge como principal resorte de esta puesta en escena: la voluntad de llevar al público a una participación activa que lo obligue a completar la historia. Una participación que no implica intervención directa en el espectáculo, pero que le empuja a rellenar pequeños agujeros, zonas indeterminadas del texto. Si en Nerium Park no podemos comprobar la veracidad de las acciones referidas por Gerard, ni su suicidio final tras la ruptura con su pareja, y en Tiempo Salvaje no se esclarece nunca la muerte de la muchacha aludida dentro de la trama, es esa misma incertidumbre la que permanece latente en El principio de Arquímedes, (XXXVI PremiBorn de Teatre 2011).

Es posible que un entrenador de natación haya besado a un niño en los labios. Eso ha insinuado una de las alumnas de la clase, y el hecho basta para despertar las alertas de todos. Pero si bien este resulta el detonante de la trama, el verdadero torbellino se genera a partir de la implantación de la duda y la reacción casi salvaje de los padres de los estudiantes, movilizados ante el dispositivo de internet y las redes sociales. Más que descubrir si el hecho es verdadero, El principio de Arquímedes plantea un cuestionamiento mucho mayor, una controversia ética en torno a pares como lo público y lo privado, la exposición y la intimidad, la verdad profunda de un individuo y el poder masivo y destructivo de la desinformación.

Puesta de El principio de Arquímedes, en la sala de Argos teatro. Foto: Canal Caribe ICRT
 

En ese cruzamiento de contrastes condicionado por un mundo cada vez más mediatizado, el otro procura ser, a la vez, ciervo y verdugo, delator y testigo. De ahí que en la obra de Miró, como suele suceder en el mundo contemporáneo, los personajes se reconocen a sí mismos desde la otredad. Mirar un rostro ajeno, como en un juego de dobles, lleva a los personajes a la duda, incluso, de su propia verdad. Por eso resulta eficaz en la puesta de Melo la disposición de un espacio que parece reproducir un mismo plano arquitectónico, y la intención del director de repetir la acción desde ambos lados. El diseño escenográfico de Omar Batista recrea el vestíbulo de los entrenadores de manera que, desde el centro hacia cada extremo, se construye una imagen invertida, como si se colocara un espejo en medio del escenario. Y aunque permanecemos frente a una unidad inmutable, un espacio único como sugiere el autor en esta y muchas de sus piezas —acaso en una vuelta desafiante a la usanza del clasicismo francés del siglo XVII—, la disposición bilateral y la alternancia de una misma acción repetida a ambos lados dinamiza el recurso de la retrospectiva propuesto por la estructura textual.

El recurso del reflejo permite a actores, personajes y público mirar desde ángulos diversos, no como un mero acto de contemplación, sino como herramienta que recuerda la misión que el texto mismo nos confiere: adoptar una postura ética ante un hecho social, colectivo. Como en un teatro casi cartesiano, en el que todos dudan, pero en esa misma medida, todos tienen la capacidad de construir su propia verdad.

El trabajo de los actores se complejiza frente a una estructura textual fragmentada donde el recurso de la retrospectiva los obliga a repetir momentos esenciales de la trama a uno u otro lado del espejo. En ese afán de extrema precisión, el tiempo de funciones les ha permitido limar detalles y ganar en madurez. Pero, sin dudas, las actuaciones de Alberto Corona, Amaury Millán, Yailín Coppola y Frank Andrés Mora han alcanzado una meta esencial para un texto como este: defender en cada caso la verdad de su personaje con una vehemencia tal, que refuerza la tensión de la fábula y hace mucho más fuerte la intriga, sin margen a interpretaciones ni insinuaciones evidentes. El público queda frente a hipótesis alternativas y tendrá que decidir en cuál creer. Ese es el hallazgo de Melo como director, no rendirse ante la tentación de inclinar la balanza hacia uno u otro lado y convertir al público en un verdadero participante.

Un color azul aqua inunda la escena como construcción metafórica que evoca la piscina donde tuvo lugar el beso. Se acentúa así un símbolo presente en muchas de las obras del autor: la piscina-sociedad como espacio esterilizado, aséptico, pero bajo el cual puede esconderse, sin ser visible, una contaminación mayor. Imagen que irremediablemente me hace recordar el poema de Nicolás Guillén que cuestiona la existencia de lo puro, también desde la metáfora de un agua de laboratorio prácticamente inexistente. Inmersos en este espacio de representación, pareciera ver a los personajes sumergidos, en un ahogamiento progresivo del cual no pueden escapar, reforzado por el plano sonoro construido por Dennis Peralta, a partir de una acotación repetida en el texto después de cada cuadro y que alude al propio título de la obra:

Sonido de un cuerpo cayendo dentro de la piscina.
De agua saliendo de la nariz y formando burbujas bajo el agua.
Del cuerpo saliendo a la superficie y escuchando el ambiente de la piscina: el chapoteo, los gritos de los niños y los silbatos de los entrenadores[1].

Un cuerpo que es lanzado sobre cualquier fluido regresa a la superficie con la fuerza correspondiente al peso del volumen del líquido que desaloja en su caída[2]. Eso plantea el principio de Arquímedes, y eso parece suceder con las obras de José María Miró: siempre ejercen un extraño equilibrio en el que no sabemos bien si nos cuesta más el líquido derramado o el empuje por salir a flote. En todo caso, cualquiera puede salir lastimado, porque hay cuerpos demasiado pesados que demoran mucho tiempo en alcanzar la superficie.

 
Notas:
 
[1] Josep Maria Miró: El principio de Arquímedes, Ediciones Alarcos, La Habana, 2019, pág. 140.
[2]Ídem. pág. 131.