La Habana en la literatura cubana

Marilyn Bobes
23/6/2016

Desde que en el siglo XVIII la Condesa de Merlín (1789-1832) nos entregara las bellísimas crónicas de su Viaje a La Habana, la capital de Cuba ha sido un escenario privilegiado para que novelistas, cuentistas y poetas desarrollen sus argumentos convirtiendo con frecuencia a la ciudad en protagonista o telón de fondo para inmortalizarla en sus sucesivas transformaciones y escenarios.

Hablar de La Habana y de sus esencias, con sus luces y sombras, pero siempre dejándose seducir por el encanto que la proclama ahora como una de las siete ciudades maravilla del mundo, ha sido un ejercicio que se prolonga desde la época colonial hasta la literatura contemporánea y que ha puesto en blanco y negro un escenario ecléctico e ideal tanto para las obras cumbres como para los modestos resultados de principiantes o autores menores.

Lo cierto es que La Habana es una constante en la literatura de un país que se mira a sí mismo con igual deslumbramiento que el de los turistas o incontables visitantes que le rinden pleitesía, como lugar un poco detenido en el tiempo, donde la uniformidad globalizadora no se ha impuesto ni ha perturbado sus seculares encantos.

La Habana es una constante en la literatura de un país que se mira a sí mismo con igual deslumbramiento que el de los turistas o incontables visitantes que le rinden pleitesía.Cirilo Villaverde, el inmortal creador de Cecilia Valdés, es tal vez el autor que con más lujo de detalles describió lo que hoy se conoce como La Habana Vieja en tiempos de la colonia. Tan bien lo hizo que permitió, desde su detallista escritura, su exacto reflejo en una película de Humberto Solás que recrea con vocación viscontiana todos los misterios de una urbe que fuera para los españoles la llave de ese Nuevo Mundo que trataron de construir a su imagen y semejanza.

Pero no solo se trata de describir paisajes y construcciones civiles; también esa gente que pobló las calles adoquinadas del hoy Centro Histórico y que siguió su expansión extramuros hacia el este y hacia el oeste, han quedado atrapadas por la magia de la palabra impresa.

Así tanto Alejo Carpentier como Lezama Lima o Guillermo Cabrera Infante nos ofrecen sus diferentes, pero siempre amantes versiones, de una ciudad que no acaba nunca de ofrecer aristas misteriosas, vericuetos donde los personajes asumen a conciencia su rotunda habaneridad.

El caso de José Lezama Lima es tal vez el más paradigmático. Tanto en su monumental Paradiso, como en la inconclusa Oppiano Licario o en sus poemas y su ensayo Tratados en La Habana, la urbe cubana adquiere una relevancia inusitada y los habaneros son reflejados por la pluma de este maestro, en todos sus rituales y costumbres, como seres muy especiales en el concierto de lo universal.

Carpentier, por su parte, deja una barroca constancia de aquella a la que llamó “La ciudad de las columnas” y toma prestada a la realidad casas que hoy pueden ser identificadas, como la que escogió para que vivieran sus personajes en El Siglo de las luces y que es hoy la sede de la Fundación que lleva el nombre del novelista.

Más tarde se traslada hacia la zona extramuros y tanto en El acoso como en La consagración de la primavera da testimonio de una zona mágica: la del Vedado, la misma que Guillermo Cabrera Infante recorre en sus Tres Tristes Tigres o La Habana para un infante difunto, esta vez con la nocturnidad de su vida bohemia signada por el imperio de los night clubs y los cabarets donde la Mafia norteamericana comenzaba a establecer sus bases.

La Centro Habana de la extraordinaria poeta Fina García Marruz con su cuaderno Habana del centro o la sordidez con que Pedro Juan Gutiérrez olvida una edulcorada visión en los años más cruentos del llamado período especial, se agolpan y atropellan como en la canción de Sindo Garay para mostrarnos que cada escritor siente su ciudad de modos diferentes.

Algunos quieren ver las luces; otros, solo sus sombras. Es esta tensión la que da vida a La Habana mucho más allá de su existencia física y de los constantes vaivenes temporales a que se han visto sometidos sus habitantes desde los tiempos de las influencias españolas y norteamericanas hasta el triunfo revolucionario de 1959.

Algunos quieren ver las luces; otros, solo sus sombras. Es esta tensión la que da vida a La Habana mucho más allá de su existencia física y de los constantes vaivenes temporales a que se han visto sometidos sus habitantes.El Vedado y la presencia a principios del siglo XX de la arquitectura moderna indujo a Dulce María Loynaz, única mujer cubana que ganó el Premio Cervantes de Literatura, a la escritura de su extraordinaria novela Jardín. En ella surge esta entidad (el jardín) como nueva faceta de un barrio al que se mudaron las familias pudientes cuando La Habana Vieja y El Cerro se popularizaron demasiado para el gusto de la aristocracia habanera.

Dulce María, que alabó también en su poesía al habanero río Almendares, divisor entre el Vedado y la zona residencial de Miramar, es una exponente del lugar donde siempre decidió vivir, ideal para un aislamiento que duró hasta su muerte en dos mansiones donde solo la molestaba el alboroto exterior de los tranvías y de los automóviles que empezaban a circular en los albores del siglo pasado.

Ese mismo Vedado y los restos de una burguesía derrotada que se vuelve fantasmagórica y apasionante en los cuentos de María Elena Llana, traen a la contemporaneidad la zona y lo que en ella sucedió después del 59.

El escritor villaclareño Senel Paz describe, por su parte, una ciudad a la que llega para ser observador acucioso de esa habaneridad donde la heladería Coopelia es escogida como el lugar de encuentro de Diego y David, los inolvidables personajes de un cuento extraordinario que después se convertirían en protagonistas de una de las películas clásicas de Tomás Gutiérrez Alea: Fresa y Chocolate.

Tampoco podemos olvidar en este sucinto recorrido la trilogía del fallecido novelista Lisandro Otero integrada por La situación, En ciudad semejante y Árbol de la vida. En ellas destaca la habaneridad de una burguesía que escogió a Miramar como hábitat y de La Habana como escenario de la lucha clandestina que en ella se libró en la década del 50, aun cuando estas obras ofrecen también numerosos flashback a lo que fue la capital cubana en la llamada República Neocolonial, casi siempre desde la perspectiva de las clases adineradas.

Los nuevos escritores cubanos de los 90 y principios de milenio tampoco han dejado de visitar en sus obras estos y otros lugares de la Ciudad Maravilla. Han introducido nuevos barrios construidos en la década del 70 por las llamadas microbrigadas, como es el caso de Alamar, frecuente referencia en la literatura cubana de más actualidad.

Presumo que pocos países tengan escritores tan devotos de sus lugares de origen. No hay uno de los más grandes autores cubanos que no haya pretendido apresar todo lo que es La Habana como confluencia de personas y lugares maravillosos, quizá víctimas hoy del paso del tiempo y de la desidia con que fueron maltratados.

Para finalizar mencionemos a otro grande: Eliseo Diego y su Calzada de Jesús del Monte. Diego nos habló del “sitio en que tan bien se está”. Y ese sitio, tanto en la vida como en su reflejo en la obra de sus mejores escritores, es la Ciudad Maravilla, la asombrosa, irradiante e imprescindible Habana.