La Historia como arma

Manuel Moreno Fraginals
10/9/2020

Al comandante Ernesto Guevara [de la] Serna, dondequiera que esté, dándole las gracias por muchas razones.

Resulta sorprendente replantearse ahora, después de tantas vueltas sobre el tema, cuál ha de ser o —en forma imperativa— cuál debe ser la función de un historiador en la sociedad socialista. Sin embargo, creemos imprescindible este planteamiento porque el proceso revolucionario cubano, barriendo todas las antiguas jerarquías, nos ha hecho volver a las preguntas iniciales. Hoy, todo intelectual honesto está necesitado de un análisis y recuento de su actitud, y los historiadores no son una excepción. No podemos vivir en la sociedad nueva con las viejas concepciones históricas: ésta es una frase repetida hasta el infinito.

Pero ¿qué hemos hecho por la creación de la nueva historia, del nuevo historiador?

Empecemos por reconocer con la más absoluta honestidad que los libros de historiadores profesionales se leen poco; y se leen menos a medida que la opinión de sus colegas eleva la categoría intelectual de estas obras. Es obvio que no nos referimos aquí a los textos que los estudiantes adquieren y leen obligatoriamente como medio de aprobar sus asignaturas. Nuestra mención es a los libros históricos —de historiadores profesionales cubanos y extranjeros— antes y después de la Revolución. La verdad de esta afirmación queda demostrada con un simple análisis estadístico de venta de libros. Este poco leer obras de historia va indisolublemente ligado a otro hecho de mayor trascendencia. Hay un clamor general por una historia nueva, por una forma distinta de ver el pasado, que no ha sido satisfecho en la etapa revolucionaria. Son muy pocos los nuevos libros históricos publicados a partir de 1959, aunque sí hemos tenido una importante labor de reediciones. Pero ni las antiguas obras han llenado siempre su cometido, ni las nuevas han sido siempre nuevas en el exacto sentido de esta palabra. El hombre que va naciendo en este período de construcción del socialismo intuye que los esquemas históricos tradicionales no funcionan. Los estudiantes se muestran perplejos ante obras que pretenden ser el antecedente inmediato del presente que vivimos y que sin embargo nada tienen que ver con este mundo fabuloso que se abre ante sus ojos. Y prefieren, como lecturas —no como disciplina— la historia apasionada, alucinante, que se revela detrás de La torturaLa gangrenaLa favela, o la recia explicación de una clase social que ofrece El cimarrón o Memorias de una cubanita que nació con el siglo. El resumen definitivo de este problema está en la respuesta sincera del agudo José Luciano Franco, cuando le preguntaron por qué la historia era tan aburrida:

La historia real —respondió—, ese apasionante suceder diario, creador, jamás es aburrido: quienes somos definitivamente aburridos somos los historiadores.

¿Para qué la historia?

Al penetrar en el camino del socialismo, replanteemos la pregunta inicial: ¿para qué la historia? Durante siglos hemos venido acumulando respuestas: la historia como maestra de la vida, ejemplo de las generaciones venideras, lección de presente… De Maquiavelo a Savigny, a Toynbee —por citar solo algunas cumbres del nacimiento y desarrollo de la historiografía burguesa— las respuestas a la razón de la historia permanecen idénticas, aunque en cada ocasión se expresen con palabras diversas. Las palabras distintas para decir siempre lo mismo parecen sutilezas de escolásticos: pero en esta sutileza está el sentido del juego y el gran fraude de la historia escrita burguesa. La historia escrita cubana es también una típica concepción burguesa. Y si queremos contestar sinceramente la pregunta “¿para qué la historia?”, debemos interrogarnos también en este sentido: ¿para qué necesita la historia la clase dominante?

La historia escrita es uno de los elementos fundamentales de la superestructura creada por un determinado régimen de producción. En este sentido puede comparársele adecuadamente con la religión y el derecho. Tal vez por eso aburre a los hombres de hoy como un libro antiguo de derecho o de teología, y no interesa más que a los especializados. Repitiendo determinados conceptos históricos a los niños en las escuelas y al pueblo todo a través de los diversos medios de comunicación, la burguesía ha tratado de crear un mundo de mitos que en su raíz es idéntico a la creencia en San Juan Bosco o en el Santísimo Niño de Praga. Solo que la historia escrita es más peligrosa que las antiguas formas religiosas a las que pretende sustituir o complementar, ya que los mitos históricos no responden a la mentalidad primitiva si no se cotizan en el mercado de las ideas como productos modernos y científicos.

Y para un proceso revolucionario este punto es sumamente delicado, ya que el mito religioso se destruye por sí solo ante una explicación del mundo, la ley como superestructura se deroga, pero la creencia histórica permanece, como categoría científica, asentada en su base documental.

¿Cómo se han construido los mitos históricos? No es un hecho casual que la historiografía burguesa estableciera como axiomas universales ciertas premisas “científicas”, como las siguientes:

Los hechos recientes no pueden ser analizados correctamente por el historiador: es necesario que el tiempo los decante, calme las pasiones y fije los valores.

No se puede juzgar el pasado con criterios del presente.

El historiador ha de ser un hombre desapasionado.

Estas son algunas reglas burguesas del juego historiográfico. Son verdades parciales: es decir, mentiras parciales. Y todas conducen a un mismo fin: lograr, de manera científica, que los historiadores se aparten de todo el contacto con la vida. Negar la posibilidad del análisis de los hechos recientes muestra el deseo subconsciente de frenar todo estudio que ponga en peligro la estabilidad del orden burgués. Es cierto que son muchas las dificultades que pueden señalarse al esfuerzo por escribir la historia contemporánea —en el verdadero sentido de esta palabra—, pero estas dificultades no son mayores que las que hay que vencer para historiar el pasado lejano.

Historiar lo lejano no crea más problemas a una burguesía gobernante que soportar quizás un leve vendaval sobre sus mitos históricos: exponerse a que alguien, en un libro del cual se editan mil ejemplares y es leído a lo sumo por mil interesados, plantee una tesis contra algo que estudian anualmente en las escuelas, institutos y universidades, un millón de personas. Y si esto sucede —ese fue el caso de Azúcar y abolición, de Cepero Bonilla—, se acusa al autor de extremista, apasionado y antipatriota. Y, también como en el caso de Azúcar y abolición —que es el ensayo histórico más brillante que se ha escrito en Cuba en este siglo—, se le tiende en torno una ominosa cortina de silencio.

Ahora bien, historiar los hechos recientes implica para la burguesía gobernante el peligro de que los historiadores investiguen y denuncien la realidad del presente. Y que dejen plasmado en una obra científica el relato exacto de una situación conocida no solo a través de los documentos, sino también por el posible testimonio vivo de los actores del hecho. Y el trabajo con fuentes vivientes —de alguna forma hemos de llamarles— implica la utilización de ciertas técnicas de investigación que enriquecen el instrumental historiográfico y abren un mundo extraordinario para ahondar y comprender el pasado. Pero estas modernas técnicas tampoco son enseñadas a los historiadores, y la burguesía las reserva para el análisis de sus mercados y la venta de sus productos.

Paralelo a la negativa de investigar los hechos recientes corre la gran mentira parcial de que es imposible analizar el pasado con criterios del presente. Es elemental que las características formales de los diversos pueblos y las condiciones de cada época difieren entre sí extraordinariamente. Pero hay una serie de constantes históricas que pueden aplicarse siempre, como son la realidad de la lucha de clases y las relaciones de producción. Y la única forma de comprender cabalmente las relaciones de producción del pasado es estudiando las relaciones de producción del presente. Sobre todo, no estudiándolas en un manual de economía política, sino incorporando al saber intelectual la vivencia misma de la producción. La única manera de captar la lucha de clases es participando en esta lucha, conscientemente, ya que quiérase o no siempre se participa de ella.

Es un hecho de sobra conocido, aunque nunca comentado, que los creadores del materialismo histórico no eran historiadores profesionales. Llegaron a las leyes históricas no partiendo de los documentos, sino arrancando del análisis exhaustivo de su presente: es decir, ampliando sus vivencias hacia el pasado. El punto de partida, el único punto físico de partida, es el presente. Siempre nos proyectamos de hoy al ayer sin que esto suponga la aceptación de la historia como presente a la manera idealista de Benedetto Croce. Se trata, sencillamente, de comenzar por comprender la vida y lo que esta vida tiene de común en cualquier tiempo y en cualquier lugar.

Y para entender la vida, para interesarse ávidamente por el presente, es necesario ser un espíritu apasionado.

Quizá por eso dentro de la pseudociencia historiográfica burguesa la pasión es el máximo pecado capital. Se acusa de apasionado a un historiador como se pudiera acusar de adicto a las drogas a un hombre público. Se ha de ser frío, sereno, desapasionado, que nada excite ni conturbe: en resumen, un gran castrado intelectual.

Alejado de la realidad, trabajando exclusivamente sobre el pasado, recopilando documentos muertos, aislado de la producción de bienes materiales por los muros del archivo o la biblioteca, el historiador moderno es el gran triunfo intelectual de la burguesía que ha tenido en él su funcionario más fiel, barato y eficiente. El historiador promedio americano es en lo fundamental un empleado burocrático de segundo orden, o un profesor de historia. Ciudadanos pacíficos, que llegaron a las disciplinas históricas por una cierta curiosidad intelectual y cuya misión más trascendente es este acumular de datos, este escarbar de fuentes, para escribir sus obras. Y, en los peores y más numerosos de los casos, dedicados solo a acopiar de acopios, a acumular de selecciones previas.

Pacientes trabajadores de la humedad, el polvo y las polillas: dicho sea todo esto con el mayor respeto. Pero, fuera del archivo y de la biblioteca, transcurre la vida que originó esos documentos que él consulta. Y es curioso que cuando el historiador profesional se ve obligado a trabajar en cosas modernas, a mezclarse en el ritmo turbulento de sus días, lo hace de mala gana, esperando el momento del retorno a la calma del estudio. Naturalmente que nada de esto se refiere a quienes no son historiadores de profesión, sino que la ejercen subsidiariamente, por necesaria creación intelectual o por un sano placer de investigación que nace de su actividad principal. Quizá por eso gran parte de los escritos históricos más interesantes de Cuba no se deban a historiadores, sino a periodistas, médicos, químicos e ingenieros.

La elaboración del proyecto histórico

Pensemos en las herramientas que utiliza, las materias primas que elabora y el producto final que obtiene el historiador. Este pretende reconstruir una parte del pasado basándose en los documentos —escritos o no— y utilizando ciertas técnicas de la investigación histórica. En las fuentes documentales que consulta encuentra su primera extraordinaria dificultad. Puede afirmarse que la casi totalidad de los documentos con que trabaja el historiador se originaron en las clases dominantes. Ahora bien, en un lógico proceso defensivo estas clases dominantes han ido depurando sus documentos, borrando —como los delincuentes— las huellas de sus pasos y dejándonos, como fuentes históricas, un material previamente seleccionado y con el cual solo puede llegarse a ciertas conclusiones prefijadas. En este sentido, la mentalidad del historiador está condicionada por dos factores negativos: su formación desde la infancia dentro del cuerpo de doctrinas y mitos históricos burgueses, y una documentación que a través de un proceso de decantación y selección respalda plenamente a esta religión historiográfica. Y se enfrenta a ambos problemas con una metodología burguesa de la investigación histórica.

La historia escrita de Cuba —no hablamos de historia real— es un ejemplo concreto de cómo se han manejado los documentos y organizado el conjunto de mitos que constituye nuestra superestructura histórica. Tenemos solo algo más de dos siglos de historiografía cubana, de historia escrita, y casi todas las obras de esos dos siglos responden a los intereses de la oligarquía terrateniente cubana del XVIII —ganadera, tabacalera, azucarera— que deviene, en el XIX y XX, burguesía nacional al servicio de los intereses norteamericanos. Es imposible, y no tiene objeto, relacionar aquí la extensísima lista de mitos menores en la historia cubana. A los fines de este trabajo basta señalar solo algunos puntos que constituyen dogmas fundamentales, como, por ejemplo, el antiespañolismo, el escamoteo del problema negro y la presentación de la burguesía como grupo creador de la nacionalidad. Tres aspectos que, como en la trilogía cristiana, forman un solo mito verdadero.

El antiespañolismo tiene un lejano origen. Durante los siglos XVI, XVII y XVIII fue la base de la historiografía al servicio de los imperios holandés e inglés que lucharon contra España, y hoy es sumamente útil al imperialismo norteamericano. Se nutre en su etapa de desarrollo con los argumentos y la obra del padre Bartolomé de las Casas. Los apologistas del imperio inglés y el holandés hicieron de Las Casas el prototipo del caballero andante por los campos de América. Y así, los grandes justificadores de los dos imperios de más bárbaras depredaciones que conociera la historia moderna, los perfeccionadores de la trata de esclavos negros, culíes, indios y polinesios, los padres de la guerra del opio, traducen las obras del sacerdote español, las comentan, lanzan numerosísimas ediciones y se erigen en los grandes jueces contra la colonización hispana. Los norteamericanos mantienen la misma tradición, y es famosa la actuación de Lewis Hanke, historiador al servicio del State Department, ferviente estudioso de Las Casas, que ha dado conferencias sobre el tema por toda Hispanoamérica, pagado no sabemos por quién, pero lo imaginamos. Los argumentos de Bartolomé de las Casas llegaron en su forma más burda a las escuelas primarias cubanas donde, hasta la década del 1930-1940, se estuvo enseñando que los pocos españoles que vinieron a la conquista y colonización de la Isla mataron con el trabajo forzado en las minas de oro a 300 000 indígenas en unos pocos años.

La historia escrita de Cuba de 1763 a nuestros días es la historia de la lucha de los cubanos contra los españoles, la lucha de los liberales cubanos contra los reaccionarios españoles, la lucha de los cultos cubanos contra los ignorantes españoles, de los valientes cubanos contra los cobardes españoles. Todo esto se escribía con una gran documentación mientras los españoles narraban los sucesos exactamente de forma inversa, empleando también un gran acopio de fuentes. Participar en España de la tesis cubana significaba ser sustentador de la “Leyenda Negra”, ser antiespañol, ser antipatriota. Participar en la Cuba de la tesis española era, antes, ser traidor; hoy, ser falangista. ¿Relativismo histórico, como dicen los idealistas? No. Simplemente dos mitos: el antiespañol y el proespañol, creados ambos con documentos previamente seleccionados por las clases dominantes de los respectivos países.

Verdades parciales que expuestas parcialmente constituyen una sola gran mentira.

No expresan dos posiciones —y es muy importante tener esto en cuenta—, no son dos posiciones historiográficas —repetimos—, sino una sola posición creadora de mitos por parte de ambas clases dominantes.

Instituida la creencia de que las grandes pugnas se debieron simplemente a un conflicto cubano-español es posible hacer desaparecer de nuestras historias el profundo sentido de la lucha de clases, escamotear las contradicciones inherentes a la producción de mercancías para el mercado capitalista, empleando parcialmente un régimen de trabajo esclavo, borrar el enfrentamiento de productores y comerciantes en una colonia donde por condiciones económicas el segundo domina al primero. En una reciente polémica histórica que tuvo lugar en la Universidad de La Habana, y en labios de un alumno que se ufana de sustentar la interpretación materialista de la historia, oímos la afirmación de que la principal contradicción del siglo XIX cubano era la existente entre criollos y españoles. Su actitud demostraba hasta qué punto la superestructura histórica ha enajenado a los hombres de hoy y de qué manera este período de construcción del socialismo está impregnado de elementos capitalistas que oscurecen su comprensión. Así, la lámpara mágica de nuestros historiadores profesionales, Aladinos de la historia, borra del panorama de la Isla las trágicas figuras silenciosas del medio millón de esclavos —cinco años de promedio de vida en la plantación, 16 horas diarias de trabajo, sangrientas sublevaciones, inversión económica de centenares de millones de pesos— y pueden resumir el trágico año de 1834 en una polémica entre el cubano Saco y el español Tacón.

Hacia la creación de la verdadera historia

Creemos que ha llegado el momento en que nos replanteemos honestamente —en obligado aporte al socialismo que crece vigoroso—, cómo captar la verdadera historia, cómo crear al historiador nuevo que nos entregue la historia nueva, liberada de concepciones clasistas burguesas. La tarea es sumamente difícil, ya que no se trata de destruir unas cuantas premisas.

Las bases de la historia burguesa se van destruyendo ellas solas porque contradicen la verdad revolucionaria de nuestros días y aparecen a los ojos de los hombres nuevos como un atajo de mentiras sin sentido.

Pero este proceso de autodestrucción es lento, y aún permanecen en lo esencial en nuestros libros de historia y quizá se mantendrán durante muchos años más, ya que constituyen superestructuras que llegaron a formar categoría espiritual, sobre todo en la generación de transición. Quizá si el peligro mayor esté en el seudomaterialismo histórico que emerge y florece en los períodos de transición como una forma de oportunismo intelectual y que confunde fácilmente a la juventud.

En efecto, la nueva generación, normal ímpetu juvenil, destructor de las antiguas categorías, es consciente de que la historia escrita que le entregamos es falsa. Si no se llega a la raíz, la oposición a los mitos burgueses se transforma inicialmente en una actividad iconoclasta: destruir a Céspedes, a Saco, a Luz y Caballero, a Arango y Parreño… Bajar de su templo a los dioses burgueses y poner en su lugar a los nuevos dioses. Esta actitud no responde, como falsamente ha querido verse, a un sentido de irresponsabilidad juvenil, sino a un profundo deseo insatisfecho de justicia histórica. Y es normal que por falta de preparación —¿quién iba a prepararlos?— estos jóvenes sean terriblemente injustos en su justicia. Un caso concreto es el de Carlos Manuel de Céspedes, presentado por algunos seudohistoriadores —y por lo tanto seudorrevolucionarios— como un rico hacendado esclavista, dueño de un moderno ingenio azucarero. Cuando la realidad documental prueba que era un profesional acomodado que con grandes trabajos hacía moler un pequeñísimo trapiche, sumamente anticuado, llamado La Demajagua, donde trabajaban, exclusivamente, obreros asalariados.

Es necesario enfrentarse al problema de esta sed de nueva historia escrita, de esta necesidad que tiene la Revolución. Y la solución definitiva no está en pequeñas polémicas, en discutir y rediscutir a Saco, a Martí, a Céspedes, independientemente de que las discusiones de este tipo pueden ser muy útiles en muchos casos.

La solución definitiva está en la raíz del problema: no podemos escribir la historia nueva con materiales viejos y dándoles a los jóvenes de hoy una formación historiográfica típicamente burguesa y decadente.

Volvemos así a nuestra tesis inicial: no es posible una nueva historia de Cuba utilizando las fuentes decantadas, depuradas y seleccionadas por la que fuera burguesía cubana al servicio del imperialismo. Hablar de interpretación materialista de la historia, de una historia llamada, y basarse para ello en el acopio documental de los historiadores burgueses que nos precedieron, es sencillamente un fraude. Escribir la historia de Cuba tomando como documentación las obras históricas de nuestras oligarquías equivale a escribir la historia heroica de la Sierra a través de las noticias que ofreciera el Diario de la Marina.

Esto no significa ignorar las fuentes documentales de los historiadores burgueses. No pueden desecharse las fuentes utilizadas hasta hoy: no puede desecharse ninguna fuente. Lo que afirmamos es que estas fuentes han sido ya organizadas, depuradas y seleccionadas para construir los mitos históricos de la burguesía y con ellas no hay forma honesta de llegar a otras conclusiones que las típicamente burguesas. Hemos de tomarlas, simplemente, como una parte de la documentación, pero nuestros estudios deben necesariamente abarcar el panorama íntegro: el riquísimo mundo de cosas intocadas y nunca comentadas. Hay que ir hacia aquellas riquísimas fuentes que la burguesía eliminó del caudal histórico por ser precisamente las más significativas. Y con el apoyo de estas nuevas e imprescindibles investigaciones descubrir las leyes dialécticas de nuestra historia. Y obsérvese bien claramente que decimos descubrir y no aplicar; porque el otro gran fraude histórico consiste en tomar determinados esquemas materialistas, de la manera más simplista, y hacer con ellos un molde rígido donde depositar los datos. Sin una reinvestigación del pasado no puede hablarse, con absoluta probidad intelectual, de nueva historia cubana ni de interpretación materialista. Y quienes piensen que el camino es sumamente difícil, recuerden las palabras de Marx: “En la ciencia no hay calzadas reales, y quien aspire a remontar sus luminosas cumbres tiene que estar dispuesto a escalar la montaña por senderos escabrosos”.

Pero no es solo una reinvestigación: se trata de una reinvestigación con métodos nuevos. Porque si al total de las fuentes nos enfrentamos con la metodología historiográfica burguesa, de nuevo opera en nosotros el mecanismo burgués de selección, retornamos al antiguo camino y llegamos a las mismas viejas conclusiones. Las nuevas fuentes necesitan una nueva actitud acuciosa, que para actuar creadoramente ha de nacer de una formación científica distinta de la que imparten las actuales escuelas de historia en América. Los clásicos planes de estudios jamás podrán producir el nuevo historiador: y en este sentido, nuestras universidades no son una excepción.

En las carreras de estudios históricos no está incluida una sola investigación social o económica moderna, con prácticas concretas, trabajos de campo, y que enseñen consecuentemente la metodología de estas investigaciones. El alumno no se entera de los grandes problemas de la producción; no aprende cómo se traza un flujo tecnológico, y por lo tanto jamás se entera en su raíz qué honda transformación provocó en Europa el complejo de los nuevos telares o en Cuba la aplicación de la evaporación al vacío en los ingenios. No tiene la menor idea de un análisis de mercados de consumo, de venta, de distribución; no sabe cómo se investigan los módulos de vida de una comunidad rural. En una ocasión, y en una universidad cubana, pudimos comprobar que los alumnos de Historia de Cuba, que recibían además un seminario de Historia Republicana, ignoraban los más elementales mecanismos de la venta del azúcar, las ventas de futuros, los mercados residuales, etc. Y con estos alumnos, que hoy son profesores, se está impartiendo a los niños la enseñanza del pasado cubano y se espera escribir la nueva historia verdadera, exacta, científica, sin mitos.

Quizá la razón de todo esto esté en que, a nosotros los historiadores, se nos pueden aplicar las palabras del comandante Ernesto Che Guevara al hablar de los intelectuales: la culpabilidad reside en que no somos auténticamente revolucionarios. Sin embargo, reconociendo los errores propios y el lastre capitalista que llevamos, hagamos nuestro esfuerzo por apresurar la creación del historiador nuevo. Un historiador que tenga el concepto de que toda labor amplia de investigación es siempre un trabajo colectivo donde se resumen los aportes de experiencias psicológicas, económicas, tecnológicas, etc. Sabemos que ese historiador nuevo, además de sus profundas lecturas de documentos y libros antiguos, sabrá del trabajo productivo, no como disciplina impuesta sino por la belleza creadora de la producción. Sabemos que el nuevo historiador, aunque se especialice en una sola dirección, en una región y en un solo período, mantendrá siempre vivo el interés universal. Y que eso que los eruditos de hoy llaman dispersión será visto como lo que realmente es: espíritu universal y creador.

Podríamos terminar fijando unas últimas características de formación intelectual y moral. Quien no maneje e interprete las cifras, quien sea inepto para las matemáticas, jamás será historiador. Quien sea incapaz de comprender la belleza extraordinaria y el fabuloso mundo intelectual que hay detrás de un híbrido del maíz, una maquinaria o un nuevo alimento para el ganado, jamás será historiador.

Quien no sienta la alegría infinita de estar aquí en este mundo revuelto y cambiante, peligroso y bello, doloroso y sangriento como un parto, pero como él creador de nueva vida, está incapacitado para escribir historia.

Y quien, sobre todas las pequeñas rencillas personales, no sienta su deber moral de entregarlo todo por la Revolución, y esté consciente de las taras que arrastra y que no debe transmitir, quien en esta hora no sienta el deber de crear; quien no sienta el deber de estar aquí aunque sea simplemente quemándose como leña en este fuego; quienes no estén más allá de tu libro y el mío, de te-escribo-la-nota-de-tu-libro para que luego tú-me-escribas-la-nota-de-mi-libro, jamás podrán ser historiadores.

La Habana, octubre de 1966

Nota:
* Tomado de La Historia como arma y otros estudios sobre esclavos, ingenios y plantaciones, Editorial Crítica, Barcelona, 1984 (Prólogo de Josep Fontana).

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