La ingravidez y el sueño

Guillermo Rodríguez Rivera
19/10/2017

Ese juego, esa dualidad, se expresa en dos constantes de la historia cubana. La primera de ellas es la burla del cubano, eso que los estudiosos de su forma de ser han llamado el “choteo”, como en la famosa Indagación…, que Jorge Mañach publicó en 1928. La otra —casi su envés—, es esa presencia del ideal, la tendencia a entregarlo todo por una causa, el alto principio que regresa siempre en nuestra historia, cuando más muerto se le piensa.

Vitier habla —muchos han hablado— de la corruptora experiencia que vivió el pueblo de Cuba en las décadas que precedieron a la Revolución.

Pero ese pueblo burlón, que coexistía con y a veces vivía de la corrupción de la administración pública, el juego, la incredulidad en los fines de una existencia superior, demostró haber acumulado reservas morales que el entorno adverso no hizo sino, dialécticamente, potenciar.

La juventud que había vivido en el ámbito de la burla de los valores cívicos, del enriquecimiento ilícito de sus presidentes, ministros, parlamentarios, se entregó denodadamente a un proyecto que venía reclamando su materialización desde el gran siglo épico de Cuba.

Por ello, quisiera hacer ver que “choteo” e ideal son cara y cruz de una misma moneda.


El choteo le sirvió al pueblo cubano a denunciar la corrupción que precedió a la Revolución. Foto: Internet

 

En su Indagación… Mañach no precisa la etimología de “choteo” ni averigua por su historia. “Choto” es el nombre que se da en ciertas zonas de España al cabrito. Para los propios españoles, el “chota” es un delator, cuya cubanización ha convertido al que practica ese oficio despreciable en “chivato”. Pero yo oí a mi padre —y a otros muchos viejos santiagueros— designando como “chotas” a quienes se burlan de todo, no toman nada verdaderamente en serio, practican sistemáticamente el “choteo”. Pareciera ser, entonces, que el “cabrito”, para el cubano, es el que se burla, no se toma en serio lo que no lo merece. Tal vez a ello se deba que en Cuba el término “cabrón” pueda ser elogioso, y no se aplique en su sentido de “cornudo”, como en España. En cualquier caso, el término choteo, sin duda, era moneda de corriente circulación cuando Mañach lo acogió en su ensayo de 1928.

Raúl Roa —en la famosa entrevista que le hiciera Ambrosio Fornet en 1968—, decía que él le había impugnado a Mañach, al reseñar el libro, fustigar la mejor arma del cubano para enfrentar sus males.

Por supuesto que ello es cierto, pero eso debe de haberlo pensado Roa después de escribir su reseña sobre el ensayo de Mañach para la Revista de Avance, pues yo me tomé el trabajo de buscarla y ese comentario no aparece.

El “choteo” cubano es el modo de ridiculizar aquello cuyo empaque, cuya envoltura, está muy por encima de su pobre contenido real. Precisamente, esta forma que sobrepasa a un contenido que no logra alcanzarla es, en La risa, de Henri Bergson, uno de los fundamentos de la comicidad. La esencia de un héroe trágico es inversa: proviene de la incapacidad de un ser humano para dominar un defecto que subordina a él las virtudes reales de su portador y lo aniquila.

La burla del “choteo” implica un peculiar respeto por la virtud, porque su misión es poner aún más de relieve la diferencia entre el fondo y la forma, resaltar la insuficiencia de lo que se viste con ropajes que no le corresponden. Es la burla de la falsa virtud, o de la falta de talento para precisarla y jerarquizarla, y se convierte en una manera indirecta de afirmar la virtud real: al decir del precepto clásico, la comedia castigat ridendo mores.

El “choteo” es al pensamiento del cubano lo que la “trompetilla” —esa peculiar burla sonora que prácticamente ha desaparecido— es a su gestualidad. La trompetilla está en una zona más primaria de lo humorístico.

El “choteo” y la “trompetilla” no respetan a sus víctimas. Implican que su destinatario no merece respeto: que todo lo que uno puede hacer es burlarse de él, por ser a lo que, en justicia, tiene derecho. No pretenden razonar, argumentar, aunque de algún modo el humor convoque siempre a la inteligencia.

Un buen chiste, en Cuba, vale por tres discursos. La sensibilidad lo disfruta, porque emplea los recursos del arte, y el arte no tiene negación. Como ocurre con un buen poema, un buen chiste no se puede rebatir. Del mismo modo que la imagen poética revela un costado de la sensibilidad que existe, con la que cabe identificarse o no, pero no admite discrepancias racionalistas, el chiste desenmascara una imperfección que presume de perfecta y la deja sin argumentos de defensa. El ideal y la burla se necesitan, se apoyan mutuamente y son susceptibles de convertirse el uno en la otra, y viceversa. Mas no puede existir sólo burla. El ser humano que es el hombre de Cuba, no puede resignarse únicamente al “choteo”. Aun cuando todo el entorno lo merezca, ha sabido encontrar eso que voy a llamar aquí los últimos refugios del decoro.

Esos refugios se ubican entre varias modalidades de esa fuerza que —escribió Dante Alighieri— “mueve al sol y a las otras estrellas”. Me refiero al amor.

Una de sus formas es el amor por los demás. El amor encarna en ese ideal del que hablamos, en ese entregarlo todo a un sueño, a un deber ser, que casi nunca fructifica o se vuelve otra cosa distinta de lo que se soñó. Pero el hombre tiene la capacidad de trasmutar o compartir amor por los otros en o con otros amores necesarios.

Ahora quisiera hablar de ese amor más pequeño, y que, tal vez por su humildad, el hombre piense que está más en sus manos controlar: la amistad, el amor de pareja, la familia. Quisiera indagar en estos amores, tal como los ve, como los siente el cubano. La amistad es un nexo esencial para el hombre de Cuba. Ya hablamos de él como uno de esos lazos que marcan la vida del cubano, que él conserva o aspira a conservar para siempre. Ser “buen amigo” será siempre un timbre de gloria para el cubano. Permítaseme, una vez más, recurrir a Martí:

Si dicen que del joyero

Tome la joya mejor,

Tomo a un amigo sincero

Y pongo a un lado el amor.

Los políticos de la República —al menos algunos de ellos—, crearon un slogan electoral que pretendía definir las virtudes del aspirante a alcalde, a gobernador, a senador o representante: Fulano de Tal, amigo de sus amigos. Y ya todo estaba dicho: si usted le expresaba su amistad dándole el voto, Fulano de Tal le correspondería con la suya en lo que fuera menester. Pero ese comercio no es la amistad. Ese slogan era asunto de “choteo”, una máscara que traficaba con algo legítimo que estaba pervirtiendo.

La amistad es un sentimiento que, en cierto sentido, sobrepasa al amor familiar, porque los padres, los hermanos, los hijos, no se escogen. Son los que la vida nos dio sin posibilidad de elección. Los amigos sí son elegibles. Pero cuando un cubano tiene un amigo supremo, no encuentra otra palabra para llamarlo mejor que “hermano”, como si la elección se hubiera convertido en un vínculo de la sangre.

La amistad puede durar más que el amor a la mujer, que se puede mudar muchas veces de una a otra, mientras el amor al amigo permanece. La amistad tiene también sus requisitos, y el supremo es el de la fidelidad. El lema que define los atributos supremos para el cubano de la calle es “hombre y amigo”. Y “hombre” está tomado aquí en sus ideales atributos de integridad, firmeza, fidelidad.

Con el amigo hay que hablar de frente, para el bien o para el mal, y cualquier acción a sus espaldas es una violación de ese código estricto. Según una frase que se atribuye al nicaragüense Carlos Fonseca Amador los amigos critican de frente y elogian por la espalda.

El cubano pobre llegó a crear una organización que tenía el propósito de institucionalizar ese culto a la amistad entre hombres: la Sociedad Secreta Abakuá. Un poco logia, un poco iglesia, un poco partido, los abakuá son de origen negro, pero desde el pasado siglo, bajo el auspicio de Andrés Petit, sus “potencias” comienzan a admitir a blancos. La razón de que no se admitan mujeres, proviene de un mito que, como los de Eva y Pandora, remite la causa de todos los males a la debilidad de la mujer —Sikán se llama allí—, incapaz de guardar un secreto y mantener la discreción. Acaso por esa misma razón, en la Sociedad Secreta Abakuá no se admitan tampoco hombres homosexuales.


Celebran 180 años de la Sociedad Abakuá de Cuba. Foto: Radio Rebelde

 

La Sociedad posee sus ritos de ingreso, sus cantos y sus bailes. Quien aspire a ser iniciado tiene que proclamar su deseo y someterse a un exhaustivo proceso de verificación que debe probar que reúne las condiciones para ser miembro. El respeto de la amistad es una condición esencial. Su carácter en cierto sentido inexpugnable y sus orígenes negros y populares, hicieron de la Sociedad Secreta Abakuá una entidad muy combatida y muchas veces difamada en la sociedad cubana.

Lo cierto es que fue una asociación muy poderosa en el occidente de Cuba, en sectores como los trabajadores portuarios. A tal punto que el dirigente sindical comunista Aracelio Iglesias —asesinado por un gángster durante el gobierno de Prío Socarrás— tenía excelentes relaciones con sus miembros. Pero, como otros grupos minoritarios, los abakuá fueron discriminados en los primeros años del triunfo de la Revolución, quizá por creerse que ninguna organización era necesaria más que las creadas por el hondo proceso histórico que vivíamos. Estos son los tiempos de reconocer que no es así.

El amor de pareja parece ser imprescindible para el cubano, aunque la presencia de una creciente tendencia al divorcio, las nupcias múltiples y los hijos divididos entre varios hogares, hayan proliferado en los últimos años.

El cubano necesita del amor. Contando en uno de sus sones un desengaño amoroso (más: una traición amorosa), ese coterráneo ilustre que fue Ignacio Piñeiro, precisa:

busco a otra

pues no concibo la vida

sin dulce querer.

Contra la estabilidad de la pareja han conspirado, en los últimos tiempos, múltiples factores. El primero, la independencia de la mujer, opuesta a tolerar lo que antes estaba obligada a admitir, pero tendiente a no comprender lo que debiera comprender. La sensualidad del cubano es una fuerza de difícil coexistencia con el amor estable, que suele cifrarse al cabo del tiempo en una fase constructiva menos excitante, necesariamente más monótona. El hombre cubano es un frecuente polígamo, mientras la mujer prefiere la relación única, aunque cada vez la realice más a corto plazo. Ha conspirado además contra la estabilidad de la pareja, inevitablemente, el lacerante problema de la vivienda, que hace proliferar la familia extensiva, en la cual abuelos, padres, hijos, hermanos, se ven obligados a convivir bajo el mismo techo, con el reforzamiento de los vínculos familiares (y también de los conflictos) que ello implica. Pero preferiría abordar las características y los problemas de la familia cubana en el capítulo siguiente.

El pensamiento sobre el destino cubano, sobre la misión de Cuba en el mundo y para sus hombres, va estrechamente unido a la creciente asunción de un proyecto político real, en el que debía materializarse el supuesto ideal al que daría vida.

La diferenciación de lo cubano de lo español comienza a cobrar cuerpo con la toma de La Habana por los ingleses, cuando más bien “lo habanero” empieza a distinguirse, porque los habitantes de la capital —que preferían el gobierno español al inglés— culpaban a sus defensores de la derrota sufrida, del mismo modo que distinguían los méritos de su connacional Pepe Antonio, subvalorado por los vencidos jefes militares peninsulares.

Pero la caída de La Habana, que no deseaban, les mostró una manera más libre de organizar la vida, así como la estima que se tenía por su ciudad. Los españoles cedieron a la Gran Bretaña buena parte de La Florida, con tal de que les devolviera La Habana. Sir William Keppel entregó la ciudad al conde de Ricla, quien tuvo como primer plan crear un sistema de fortificaciones que impidiera otro ataque.

Afirma la historiadora santiaguera Olga Portuondo, al presentar la historia de su ciudad desde su fundación hasta el momento inmediatamente anterior al inicio de la Guerra de 1868 —y lo demuestra y avala con eficaces argumentaciones—, que en Santiago se habían producido unos mecanismos de diferenciación de España análogos a los de La Habana. En rigor, los santiagueros, desde fechas bien tempranas, se sentían plenamente capaces de actuar por cuenta propia, como lo demuestra el movimiento nucleado entorno al general Manuel Lorenzo, que intentó poner en vigencia la constitución española en todo el departamento de Cuba, a despecho de la oposición del Capitán General don Miguel Tacón.

Los sucesivos gobiernos coloniales del siglo XVIII se dieron a aplicar las reformas del reinado de Carlos III. El secular monopolio comercial de los puertos españoles de Sevilla y Cádiz cedió a una ampliación mediante la cual Cuba pudo comerciar también con Gijón, Alicante, Santander, Barcelona, Cartagena y La Coruña. En La Habana se funda el primer periódico de la Isla y se creó una intendencia de Correos que emite el primer sello cubano. Bucarely y luego el marqués de la Torre iniciaron una creciente urbanización y mejoramiento de La Habana, una de las mayores ciudades de los dominios españoles. El tabaco crece en su importancia, y el de VueltaAbajo llega a considerarse el de mayor calidad. En la región donde se produce, se funda una nueva ciudad, a la que el marqués de la Torre da el nombre de Nueva Filipina, y que hoy se llama Pinar del Río. En 1728 es fundada la Universidad de La Habana y después el Real Seminario de San Carlos y San Ambrosio que rivalizaría con ella y aun, en algunos momentos, la superaría.

El panorama estaba dispuesto para el rápido engrandecimiento económico y espiritual de Cuba. Los primeros años del siglo XIX son los de la invasión napoleónica a España y de los subsiguientes movimientos independentistas en Hispanoamérica. Cuba se va a enriquecer en esos años porque la cruenta revolución haitiana la deja como dueña del mercado azucarero, que va a experimentar a partir de entonces un peculiar despegue. Pero el temor a otro Haití cortará las alas independentistas, porque los ricos sacarócratas no se sienten capaces de mantener, sin España, el orden en una isla que ha importado demasiados negros para esclavizarlos, pero que precisa de la esclavitud para hacer sus riquezas. Como dijo alguna vez Domingo del Monte a los azucareros cubanos, ellos pagaban con la esclavitud propia, la culpa de tener esclavos.

En ese complejo fermento, en la abundancia material junto a los desmanes de la opresión —las bellezas del físico mundo, los horrores del mundo moral, que dijo Heredia— empieza Cuba a madurar la idea de sí misma.

Tomado de Por el camino de la mar o Nosotros los cubanos