La lucha de los “progres” contra los ídolos de piedra

Mauricio Escuela
30/6/2020

Una estatua no representa necesariamente el ícono concreto, la idea de la persona o el suceso, la alegoría; sino que, como construcción monumental, tiene implicaciones mayores —a un nivel supra— que la hacen ya no representar lo primigenio (la intención del artista, del mecenas o de los dueños de la obra), sino juicios humanos que merecen quedar para que tengan existencia en la polisemia del patrimonio. Léase que, en el caso de estos documentos, las obras de arte trascienden el marco ideológico y político, devienen testimonios sujetos a constantes relecturas y por ende son útiles.

El más reciente movimiento antirracista que bulle en las calles de los Estados Unidos, y que ha tenido resonancias en todo el mundo, derriba las estatuas de colonizadores, esclavistas, líderes militares, misioneros, e incluso de autores que nada tienen que ver con la discriminación por raza, como Miguel de Cervantes. La fiebre destructora ha simplificado la agenda progresista al simple hecho de derribar monumentos, como si ello significara el fin de los monumentos intangibles del racismo en la mente humana. Por tal camino, se tendría que acabar con toda la obra que nos legaron los grandes imperios, todos hechos sobre la sangre esclava, la opresión y la desigualdad. Pero no solo estaríamos renunciando al espectáculo de la belleza —de por sí útil—, sino al testimonio directo, palpable, de un momento del pasado que no tenemos por qué asumir como ofensivo si le damos su real dimensión como documento de aquellos tiempos.

En lógica existe la falacia en retrospectiva, o sea un falso argumento de que algo, que fue en el pasado, es malo o inmoral u ofensivo, porque no cuadra con los progresos y los valores del presente. De tal manera, juzgamos a los hombres y a la obra de entonces desde nuestro paradigma de hoy. ¿Nadie se ha detenido a pensar que la humanidad, a lo largo de su historia, ha sido a la vez barbarie y civilización? Se juzga, por ejemplo, que exista una estatua de Napoleón, porque se le ve hoy como un tirano, pero en el momento de la concepción de la obra no era tal la opinión mayoritaria. Ello no quiere decir que no denunciemos los crímenes, sino simplemente que el monumento, que es otra cosa del hecho y de las personas, tiene otras funciones a la luz del presente, que no son legitimar aquel discurso sino exponerlo para su disección y crítica. 

Por ello no tiene lógica derribar obras que poseen, poco o mucho, su valor artístico y a la vez documental, solo porque les hagamos una lectura a través de la falacia en retrospectiva. Ese maniqueísmo de cierto elemento progre no aporta nada a las reales emancipaciones del hombre, pero sí es bastante lucrativo en términos de la prensa amarillista que espectaculariza y llena de banalidad a la justicia.

Está ocurriendo ahora mismo que una parte del complejo monumental de la calle G del Vedado habanero, conocida como Avenida de los Presidentes, está recibiendo amenazas de derribo de parte de sectores que sostienen la muy justa causa antirracista. La polémica puede leerse en el blog Comunistas bajo el título “Monumentos al racismo en Cuba” firmada por Frank García Hernández. Es una manía superficial, sin embargo, que se copien paradigmas praxiológicos de otros contextos y se quieran llevar al nuestro. Amén de que, incluso en los mismos Estados Unidos, ese proceder está siendo cuestionado, pues más allá de conseguir metas reales o generar conciencia, ha desatado el escándalo, la protesta de otros sectores poblacionales, la división social y el caos. La atomización de las causas progresistas en manos de agendas de élite, ha traído consigo la radicalización excesiva y la disipación de las miras revolucionarias; lo cual, lejos de ayudar, incluso demerita, rebaja, el perfil de los verdaderos movimientos sociales.

 

El complejo monumental de la calle G dedicado al general José Miguel Gómez representa, ciertamente, una apología a una parte de la historia cubana cargada de crímenes de odio hacia la raza negra, liderados por elementos de inicios del siglo pasado. Quienes se acercan con respeto a los hechos, no podrán negar la masacre llevada adelante en 1912 contra los Independientes de Color, sucesos organizados bajo el mandato de Gómez, entonces presidente de la República. Es necesario denunciar aquellos hechos, incluso que dicho acápite acompañe al propio patrimonio de forma física (una tarja), ya que nada podrá desagraviar las vidas perdidas, la humillación y la marca dejadas por los tristes sucesos. Pero precisamente porque hay que denunciar, a raíz de los valores del presente, se nos hace necesaria una resignificación de los monumentos. No destruirlos. Recordemos que los que interesa derribar, los de la mente, aquellos que generan la exclusión, necesitan de un constante aprendizaje referencial externo. Estos sitios, que en nuestro país nos recuerdan lo peor de nosotros, también son necesarios. No para llenarlos de pintadas, ofensas, groserías, sino para usarlos como el ejemplo de la arrogancia que representan, del ridículo humano que está vinculado a la maldad y al odio.

La utilidad, por ende, de que se conserven los monumentos va más allá de la ideología original y de la lectura que, a raíz de las tendencias de hoy, les podamos hacer. Una falacia en retrospectiva nos llevará, si la aplicamos, a suprimir la historia y quedarnos sin elementos factuales sobre los cuales construir el presente. Y ya lo dijo George Orwell en su novela 1984, quien controla el presente, controla el pasado y quien controla el pasado, controla el futuro. Borrar aquello que pasó, no hace que desaparezcan los hechos, sino que puedan manipularse y volver a ocurrir con consecuencias, incluso, mucho peores. Además, el reduccionismo de verlo todo de un solo lado, nos impide apreciar que, aun en medio de la mayor oscuridad, hay ciertas luces.

Jamás la historia deberá leerse solo en claves ideológicas, pues más allá de lo que pueda pensar un grupo, una persona o un partido, hay verdades por descubrir, investigaciones que se harán en torno a los hechos y, para ello, es necesario que el patrimonio no solo exista, sino que se gestione de la manera más democrática. Estas funciones de los documentos históricos, tanto monumentales como de otra índole, fueron reconocidas por el propio historiador Eusebio Leal cuando, a finales del siglo pasado, la estatua de José Miguel Gómez también fuera cuestionada. La polémica por entonces volvió a girar en torno a los monumentos no como legitimadores de un discurso opresor y criminal, sino como testimonios de aquello que no debemos repetir. Hemos tenido, en Leal, no a un defensor del Gómez genocida, sino de la estatua, del rastro de aquellos hechos.

Con algunos movimientos sociales del presente en los países de Occidente está sucediendo que se usan como armas políticas y se les instrumentan desde la derecha. Es muy conveniente para el verdadero poder, el Estado profundo del capital financiero, usar el sujeto político del progresismo y vaciarlo de significados reales. Para ello, la historia deviene elemento clave ya que, mediante la apropiación y el borrado de la misma, los nuevos policías del pensamiento establecerán qué es bueno y qué no, en un fenómeno que hoy conocemos como la corrección política y que no implica necesariamente la existencia de una reflexión y una práctica revolucionarias.

Por el camino de esa trampa, la izquierda dejará de leer a Platón, Kant Hegel, etc., pues son pensadores de “la derecha”, “opresores”. Y el peligro de eso implica que el progresismo pierda empuje teórico, profundidad histórica, bagaje real de ideas. Se trata de una tendencia que se impulsa y premia desde las mal llamadas academias progres de Occidente, que quieren sustituir a Marx por la posmodernidad y la supuesta libertad que implica negarlo todo, deconstruirlo todo, como están tratando de hacer con las estatuas. Para la idea de estas escuelas instrumentadas, el lenguaje genera realidades, no ya la economía política, ni la propiedad privada. Este disparate desvía la atención de la lucha hacia nimiedades y la convierte en cómplice y agente de verdaderos planes de dominio de la percepción, de hegemonía de la verdadera derecha. Derribar estatuas no es deconstruir ningún poder, sino allanarle el camino a la desmemoria, para que la memoria sea usada a conveniencia de los que la compran, porque es eso, la capacidad de apropiarse del ente, lo que define quién oprime y quién no y ello no tiene un basamento en proyecciones lingüísticas sino históricas y concretas.

 

Por poner solo ejemplos que me son cercanos, vivo en la ciudad de Remedios, una de las villas fundacionales de Cuba, repleta de sitios históricos y de monumentos. En algún instante, hubo quien miró mal, a inicios de la Revolución, determinadas estatuas que adornaban el edificio que hoy ocupa la Casa de la Cultura y que antes fuera la Sociedad Cultural del Casino Español. Los bustos, que representaban a figuras de las letras como Platón, Séneca, Dante Alighieri, fueron bajados y por décadas reposaron en patio de la entidad. Hasta que la mente racional y el sentido común que pasan por encima de ideologías y furores del momento perecedero, repusieron los bustos en su lugar de origen, la fachada del edificio. La resignificación se dio a partir de considerar el concepto de patrimonio, así como el hecho de que la memoria pertenece a todos y no deben borrarse sus huellas, bajo ningún precepto o decreto, pues se violan los derechos colectivos.

Otros ejemplos sobran, acerca de cómo las ideologías resignifican, para bien y para mal, los monumentos, los documentos, en función de determinadas agendas. Recién vivimos en las redes sociales la polémica en torno a cierto sector que pedía el cambio de nombre del Teatro Karl Marx por el de Rosa Fornés. Más allá de la grandeza de esta artista, que nadie discute, persiste el interés de determinados elementos ideológicos por borrar el nombre de Marx de los imaginarios cotidianos, con una aviesa maldad partidista. Rosa es mucho más que un teatro, que una institución, ella es parte y esencia de una cultura; por eso mismo, ya muerta, la han querido contraponer a Marx. El mensaje detrás de la línea visible, la maldad, el subtexto rezan: el marxismo no pertenece a la identidad cubana, o sea que habría que extirpar el hoy imperante sistema sociopolítico. 

No es la izquierda la que quiere eliminar la historia, ni la dialéctica, ni el telos o sentido de los hechos. Es, por el contrario, la derecha la que introduce la trampa teórica de que hemos llegado ya al final, a una especie de panacea ideológica, y que podemos sentirnos en la arrogancia del desprecio de todo lo acontecido. Lo posmoderno tiene una vertiente totalitaria en tanto no solo niega el diálogo con sus detractores, sino que hace lo imposible para eliminar toda posibilidad de que un discurso alternativo exista. La llamada nueva izquierda, la que pretende derribar estatuas, padece del infantilismo denunciado por Lenin a inicios del siglo pasado, una enfermedad que ya fue instrumentada desde los enemigos, desde el capital, para carcomer las estructuras, funciones y conquistas reales del hombre en su camino emancipatorio. Así pasó con muchos movimientos rebeldes y contestatarios, como la ola contracultural a la que, mediante premios jugosos, captaciones, silenciamientos y manejos, la terminaron de hundir en un pantano de mediocridad y conformismo de mercado. Allí está, para demostrarlo, la Orden de Caballeros del Imperio Británico, otorgada a Los Beatles, por parte de la corona.

La derecha real sabe lo que hace, pues mientras los progres pierden el tiempo luchando contra ídolos de piedra, los hombres siguen desempleados, viviendo en condiciones paupérrimas, olvidados por los medios, muriendo de enfermedades curables. Solo en los Estados Unidos, el pico de gentío parado laboralmente alcanzará cifras nunca vistas, pero los sindicatos están o captados o muertos y no se lucha con reivindicaciones así de concretas, sino a través de los fantasmas del lenguaje y las imágenes.

Cabe entonces retomar la lectura de los clásicos: la crítica al idealismo en Ludwig Feuerbach y el fin de la filosofía clásica alemana, de Federico Engels, donde se demuestra lo inútil y cómplice de que el pensamiento emancipador se detenga en el desmonte de imágenes, de elementos del lenguaje, de ideas, y no ataque la historicidad concreta del fenómeno, sino al fenómeno en tanto representación ideal. Esto es: que no se critique el sistema de propiedad, sino al cuadro, a la estatua, a la obra literaria, que lo representan, como si esto último significase una conquista real.

No hay que olvidar que la derecha realmente existente (y no las estatuas) lee a Marx y sabe que la historia del hombre es la historia de la lucha de clases y no la lucha de una clase contra ídolos muertos.