La nación dividida

José Ernesto Nováez Guerrero
18/9/2020

En una reciente entrevista, el importante escritor norteamericano Paul Auster, refiriéndose a su país, lamentaba: “Estamos tan divididos y llenos de una especie de odio de uno por el otro en este país, que parece partido en dos mitades: los que aman a Trump y los que no”.

El desgarramiento que viven los Estados Unidos hoy es una verdad evidente para cualquier observador imparcial. Quizás en ningún otro momento, desde el final de la Guerra de Secesión, el país ha estado tan peligrosamente cerca de la guerra civil. Ni siquiera en los difíciles años de la Guerra de Vietnam y las luchas por los derechos civiles, donde se dio el surgimiento de numerosos grupos antisistema.

La aparición en el escenario político del fenómeno Donald Trump ha sido el catalizador de todo el proceso. El magnate neoyorkino, cuya victoria sorprendió a muchos en 2016, ha gobernado pulsando de forma constante los prejuicios y las aspiraciones de un sector bastante amplio de la sociedad norteamericana. Pero ¿qué implicaciones profundas tiene el hecho de que sea Trump y no Hillary Clinton quien ocupe el despacho oval?

 “La supremacía norteamericana se construyó, hacia lo interno, sobre el dominio de la identidad blanca,
anglosajona y protestante (Wasp en inglés: white anglo-saxon protestant) sobre otras identidades
consideradas como inferiores y sometidas, desde el primer momento,
a la explotación y el dominio de la identidad imperante”. Fotos: Tomadas de Internet

 

En primer lugar, Trump es la prueba de que el modelo de democracia burguesa surgido con la revolución norteamericana, perfeccionado y difundido en los años y revoluciones posteriores, atraviesa por una crisis estructural profunda. La democracia representativa moderna se basa en la electividad de cualquier ciudadano mayor de edad para cargos públicos, en representación de los intereses y aspiraciones del conjunto de sus electores. Esto, desde luego, es en teoría. En la práctica, por lo general, se imponen trabas a la igual participación de los ciudadanos, ya sea por vías económicas o legales, y se verifica muchas veces el secuestro de estas estructuras democráticas por élites políticas y económicas, nacionales o extranjeras.

Para el caso norteamericano convendría recordar lo que apuntaba el profesor Howard Zinn en su magnífica obra La otra historia de los Estados Unidos (Editorial Ciencias Sociales, La Habana, 2006). Siguiendo lo planteado por el también historiador Charles Beard, Zinn señala sobre los cincuenta y cinco firmantes de la Constitución de los Estados Unidos: “(…) que la mayoría eran ricos en cuanto a tierras, esclavos, fábricas y comercio marítimo; que la mitad de ellos había prestado dinero a cambio de intereses y que cuarenta de los cincuenta y cinco tenían bonos del gobierno según los archivos del departamento de la Tesorería”. (op. cit. p.62)

La democracia norteamericana estuvo desde el principio en manos de una élite; la cual, aparentando gobernar en el interés común, gobernaba en realidad al servicio de sus intereses exclusivos. Y, como toda clase hegemónica, los capitalistas norteamericanos han hecho pasar sus intereses particulares por el interés de toda la nación. Si miramos con cuidado, vemos entonces que la historia de Estados Unidos es la historia de la construcción de un poderoso aparato estatal y un sistema de dominación global orientado al predominio del capital norteamericano por encima de sus competidores europeos.

Este predominio clasista tuvo, en la nación multiétnica y en expansión, un fuerte sesgo racial. La supremacía norteamericana se construyó, hacia lo interno, sobre el dominio de la identidad blanca, anglosajona y protestante (Wasp en inglés: white anglo-saxon protestant) sobre otras identidades consideradas como inferiores y sometidas, desde el primer momento, a la explotación y el dominio de la identidad imperante. Es el caso de los negros, los indios y una gran parte de la masa de migrantes que, desde mediados del siglo XIX, comenzó a poblar las grandes extensiones del gigantesco país, el cual se había abierto camino del Atlántico al Pacífico a sangre y fuego.

La sucesiva comunión de razas no alteró esta concepción inicial del núcleo blanco anglosajón como la “identidad verdadera”. Esta convicción, alimentada con otras ideologías raciales y la fuerza creciente del fundamentalismo religioso de corte protestante, es la levadura que nutre a gran parte de la base electoral y social que sustenta el fenómeno Trump.

Otros elementos que pesan de forma decisiva en la evolución política actual son la acelerada concentración de la riqueza, que se ha intensificado en el país desde la crisis económica de los años setenta, y el proceso de reformas neoliberales de los ochenta.

La clase media, que fue durante buena parte del siglo XX el colchón de aislamiento construido por el capital en contra de los procesos de revolución social, ha visto reducirse drásticamente sus ingresos anuales y crecer sus deudas en un país donde desde hace décadas el Estado emprende sucesivos recortes del gasto social y agresivas campañas de privatización, con algún que otro impass en la política de administraciones puntuales.

Como resultado, el índice Gini (medidor del grado de desigualdad de un país) de los Estados Unidos se ha disparado, convirtiéndolo en el país más desigual del mundo, a la par que el más rico y el que más millonarios tiene.

Esta ilustración, aparecida en la portada del No.6 de 2017 de la revista alemana Der Spiegel, desató fuertes polémicas en torno a la agenda de gobierno del actual presidente de los Estados Unidos de América.
 

La profundización de la pobreza, sumada al evidente secuestro del aparato estatal sobre los intereses corporativos, han llevado al país a la situación actual. La corrupción administrativa, muchas veces sancionada por la ley, permite al gran capital, por ejemplo, a través de la práctica del “lobby”, colocar a políticos en su lista de pagos para que defiendan sus particulares intereses en el Senado y el Congreso o financiar las cada vez más costosas campañas políticas, comprometiendo a los candidatos aún antes de ganar.

El voto ha dejado de ser un ejercicio de poder popular y se ha convertido en un acto meramente formal. Ocupe quien ocupe el despacho oval, los verdaderos poderes de la nación permanecen intocados. Este descontento popular fue el que puso en movimiento la ola que en 2016 convirtió a un impresentable magnate de bienes raíces, rodeado por el escándalo y la corrupción, con un discurso político que rompía todas las normas de la corrección establecidas, en presidente de la nación más poderosa del planeta. Para muchos Trump fue una reacción antiestablishment, un voto de castigo contra la política y los políticos tradicionales, encarnados en la figura de Hillary Clinton. Sin embargo, cuatro años después y en vísperas de nuevas elecciones, podemos pensar que Trump en verdad fue la reacción de una parte del establishment contra otra. Ninguna clase es homogénea y en la historia se pueden encontrar infinitos ejemplos de la reacción de un grupo o parte de una clase contra sus semejantes.

Detrás de Donald Trump, entonces, se han alineado en estos cuatro años aquellos sectores del capital que defienden una política más conservadora en relación con la economía norteamericana, que ven en la emergencia de China un peligro para sus intereses a escala planetaria, que ven en la política de regulación ambiental frenos al desarrollo irrestricto del mercado. Sectores que identifican las políticas de gasto social moderado de la era Obama y las promesas de un Bernie Sanders con comunismo puro y duro, una de las peores ofensas dentro de la política norteamericana.

Estas tendencias del gran capital, cuyo vocero más destacado es el actual presidente, encuentran eco en grupos sociales que se han visto desfavorecidos por la dinámica económica de los años recientes. Para muchos de estos ciudadanos, su situación económica se debe a la política de mano blanda de la era Obama, que permitió a numerosas empresas mudarse a países del tercer mundo. Ven en los migrantes una competencia desleal y, como muchas otras sociedades que les antecedieron en la historia, canalizan en actitudes xenofóbicas y racistas el descontento por su situación actual. Este núcleo de votantes se caracteriza, además, por su bajo nivel cultural y su recelo con todo lo que asocien al establishment tradicional. De ahí que abracen, entusiastas, absurdas teorías conspirativas como la de Q-anon o Pizzagate y descrean de la intelectualidad liberal y los grandes medios de comunicación, al menos en lo que al tema Donald Trump se refiere.

El individuo Donald Trump es presidente gracias a la confluencia de todos estos intereses. Su emergencia como actor político es la expresión de la agudización de las contradicciones profundas de esa sociedad, las cuales habían permanecido latentes y han resurgido con más fuerza a raíz de la crisis de 2008.

Hoy Estados Unidos enfrenta una doble polarización: por un lado, entre grupos del gran capital y, por otro, entre amplias capas populares con una composición de clase diversa. Este tipo de contradicciones son las que alimentan y sostienen a las guerras civiles. Más aún en una nación donde hay más armas que habitantes circulando en las calles.

No se puede subestimar, sin embargo, la capacidad que pueda tener el propio sistema para restablecer el pacto social. Mientras tanto, con los ojos fijos en noviembre, la polarización gana en intensidad. Solo queda esperar y observar. Como apuntaba Slavoj Žižek: vivimos en tiempos interesantes.

“Si miramos con cuidado, vemos entonces que la historia de Estados Unidos es la historia
de la construcción de un poderoso aparato estatal y un sistema de dominación global orientado
al predominio del capital norteamericano por encima de sus competidores europeos”.