Una de las características de Hilda, investigadora prestigiosa de un instituto de bioquímica e integrante del grupo de amistades que nos reunimos a cada rato, es su pasmosa indiferencia ante los ataques. Ha esgrimido durante muchos años el argumento de que “la no respuesta es la mejor reacción ante un insulto”, a resultas de lo cual, en incontables ocasiones, ha aconsejado a Víctor y a María E. —las figuras más públicas, entiéndase más expuestas, de nuestro colectivo— que no respondan, no riposten y no se den por enteradas de injuria alguna. En fin, que según Hilda, calladitos nos vemos más bonitos.

“La no respuesta es la mejor reacción ante un insulto”.

Fefa, a pesar de su sempiterna manera de ir por la vida de puntillas, paradójicamente suele ser la más aguerrida de nosotros, porque desciende de abolengo batallador. Prueba de ello fue la más escandalosa de todas las ocasiones, cuando alguien acusó a Víctor de corrupción por una foto suya que otro alguien le tomó en el momento en que pagaba un dulce a un vendedor de bocaditos de helado en plena vía pública. Por medio de no sé qué extraño artilugio, en la imagen parecía que nuestro querido gordo Víctor era el dueño de la cadena de esas vendutas, cuyos pregones atormentan día y noche, tras la huella de cuanto tímpano se ponga a tiro. El caso fue que aunque Fefa insistió en que debíamos acusar digitalmente al difamador de Víctor, el resto de la cofradía terminó por apoyar la flemática sugerencia de Hilda, y no movimos una tecla. Nos quedamos tan anchos como antes de saber la calumnia que victimizaba al varón del grupo.

“El ciberchancleteo es algo tan común como inútil y falso”.

Así mismo reaccionó Hilda el día en que María E. fue supuestamente citada al departamento de Planificación Física del municipio, acusada por un anónimo de violar el ornato de la cuadra. La pobre María E., locutora y actriz, apareció en las redes con cara de asombro, posando junto a la cerca de su portal, cuyas medidas exceden en pocos centímetros la altura permitida, que es de 1,80 metros. Esta minucia fue manipulada, de forma que los titulares anunciaban “Oficialista burla las leyes”, “Partidaria del gobierno se ríe de la constitución” y otras lindezas con los respectivos comentarios que aludían a la permisividad de las autoridades ante semejante violación, al parecer gravísima. Recuerdo que en aquella ocasión nos reunimos en casa de Fefa, quien, machete en mano —entiéndase pluma en ristre—, pretendía hurgar en las identidades ocultas de cada comentarista y registrar el perfil de quien había lanzado la noticia al ruedo para encontrar detalles utilizables en aras de desenmascarar al acusador, en este caso mujer, escudada tras el seudónimo de “Voldemora”. Porque se sabe que un inmenso mar plástico, inescrutable y repulsivo acoge a quienes se dedican a la búsqueda y captura de cuanto detalle sirva para calumniar, o mejor dicho, para inventar historias que más tarde ruedan cual bolas de nieve y alcanzan dimensiones de alud.

“El ciberchancleteo es algo tan común como inútil y falso; ilustrativo de que existen personas no solo malévolas, sino aburridísimas. Es cuestión que no merece ni un ápice de atención”, sentenció Hilda, y volvimos a callar. Su teoría de que el silencio es el mejor antídoto para neutralizar el veneno internáutico se impuso, como suele suceder, porque nos convence su criterio de que alimentar la jauría es precisamente lo que anhela el ejército de vilipendiadores que pulula en las redes.

“Su teoría de que el silencio es el mejor antídoto para neutralizar el veneno internáutico se impuso”.

Nada de cuanto he contado tendría importancia si no fuera porque esta semana le tocó el turno a la más ecuánime del grupo, y ha armado tal revuelo que apenas reconocimos su habitual pachocha. Entre sollozos, por la rabia contenida, nos citó en su casa a Víctor, a Fefa, a Cándida, a María E. y a mí. La versión breve de la historia es que alguien al estilo de “Voldemora”, aquella bruja que perturbó a María E. meses atrás, encontró una foto suya junto a una chalupa maltrecha cuyo dueño vende mejillones que encuentra cerca de las costas. Hilda se dejó fotografiar en el momento en que recogía los moluscos, con el objetivo de demostrar a sus padres que la mercancía adquirida era fresca, recién capturada. Pasó el tiempo y pasó un águila junto al mar, y al cabo de unos tres o cuatro años (tantos, que ya Hilda es huérfana, por ley de vida) “Voldemora” saca a la luz la citada foto, con el pie: “Conocida bioquímica oficialista compra yate privado y se enriquece a costa del pueblo sufrido y trabajador”.

“¡La mato! ¡Los estrangulo! ¡Voy a asfixiar a todos los de esa claque miserable!”, bramaba la investigadora cuando llegamos a su casa, despojada de su proverbial sentido común. Estaba rara, como encendida, y Víctor tuvo que sujetarla para que no saliera a la calle en bata de casa y chancletas, dirigiéndose a ninguna parte. ¡Cálmate, por favor!, le dijimos a coro, mientras María E. le hacía tragar el alprazolam de las emergencias que suele llevar en su bolso, porque nunca se sabe quién de nosotros perderá el control. Cándida, ingenua como es, preguntó de qué tamaño era el yate y por qué nunca nos había llevado de paseo por la bahía, ante lo cual Fefa la miró con la fiereza mambisa de sus antepasados. Una vez apaciguada, Hilda nos mostró la publicación digital donde se le ve despeinada, joven y alegre por los mejillones comprados. En una esquina de la imagen aparece el señor pescador, a quien le faltan tres dientes, posando junto a un destartalado bote señalado con el borroso nombre de “Reiosa”. Antes de detenernos en la leyenda de la fotografía, que más bien parece un daguerrotipo decimonónico, Cándida quiso saber el significado del nombre “Reiosa”, porque ella es asi, curiosa ante la nimiedad de la vida. “Ay, chica, no me fastidies, son las letras que quedan de Preciosa, ya la P y la C se borraron por el salitre. Lo sé porque se lo pregunté al pescador ese día. Pero, ¿eso qué importa ahora, vamos a ver?”, exclamó Hilda. “Nada, nada, no te alteres. Deja que el alprazolam haga lo suyo. Y tú, Cándida, haz el favor de callarte, por tu madre”, añadió Fefa. “Bueno —aportó Víctor—, aquí se impone una pregunta crucial, Hilda. Ya que el asunto trata de mejillones, ¿qué tal si ofreces la otra mejilla, como siempre nos has recomendado?”. “¡Porque yo no tengo ni un par de patines, chico! ¿Cómo voy a quedarme así, acusada de tener nada menos que un yate en una isla donde no se puede ni dar una vuelta hasta el faro del Morro sin pedir permiso a las once mil vírgenes? ¡Ay, ahora me acordé de aquel barco en que dábamos vueltas por la bahía en los años 80! Se llamaba Pinares. ¿No recuerdan? ¿Por qué todos me miran así?”, dijo Cándida. A lo que respondió Fefa: “¡Que te calles, carajo! Veamos bien la acusación antes de que me enfurezca.  ‘Conocida bioquímica oficialista’, lo cual es una estupidez de siete suelas, por ahí no van los tiros. Sigamos: ‘Compra yate privado’ es otra idiotez, porque una embarcación estatal no la compra ni la nieta del empresario Rockefeller. ¿Qué más? Ah, sí… Dice la nota que te enriqueces a costa del pueblo sufrido y trabajador. O sea, pagas una fortuna, pero en lugar de arruinarte, te enriqueces. Y tú no trabajas, no, resulta que tú eres una investigadora titular más vaga que la vagancia. Ay, por favor, esto no tiene pie ni cabeza, no sé cómo no te das cuenta, querida amiga. Esta vez ‘Voldemora’, o quien sea, se pellizcó el pescuezo contigo. ¿No lo ves?”. “Bueno, dicho así… Es verdad que es un sinsentido. Tienes razón, Fefa”.

“Comprendo tu irritación, te comprendo —añadió María E.—. Estas cosas incomodan, pero fíjate, yo seguí tu consejo, y Víctor también, cuando fuimos víctimas de ataques similares, y honestamente, no reaccionar es la mejor opción. Recuerda que nos ofende quien puede, no quien quiere”. “Y por fin, ¿cuándo nos vamos de travesía en el nuevo yate?”, preguntó Cándida. “Cuando la rana críe pelos, chica, ahora mismo Hilda no tiene el horno para pastelitos, ¿o no te has dado cuenta? Mejor me voy”, dijo Cándida. “Ustedes están muy alterados hoy, y sí, mejor se van todos, perdonen la algarabía”, pronunció Hilda, y añadió: “Disculpen que no les haya ofrecido ni café. Es que me quedé en la tea cuando compré no sé qué flotilla privada. Aunque debo reconocer que los mytilidae que comieron mis padres aquella vez estaban buenísimos”. “¿Qué dijo?”, preguntó Cándida ya en la acera, cuando todos nos retirábamos. “El nombre científico de mejillones” —aclaró Víctor—. No olvides que ella es una conocida bioquímica”. “Y oficialista, además”, dijo Fefa, conteniendo una carcajada a duras penas, que todos compartimos. Hablando en plata: “A palabras necias, oídos sordos”. Es que el  refranero que nos acompaña no se equivoca. No, señor, y también dice: “Para decir mentiras y comer pescado hay que tener mucho cuidado”.

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