La pared

Leonardo Padura
7/9/2017
Foto: Ismael Francisco
 

Tendría siete, tal vez ocho años y era zurdo, como él. Cuando recogía la pelota, regresaba trotando hacia su derecha, la volvía a lanzar contra la pared, con el ángulo necesario para verse obligado a correr y tratar de atraparla con el brazo estirado, casi en el último momento, como el short stop que le llega al roletazo imposible, destinado a pasar sobre la segunda base. Lo hacía una y otra vez, con mucha seriedad, y en ocasiones intentaba que fuera más difícil alcanzar el último bound. Él lo seguía con los ojos, olvidado ya del efímero destino de los tenis del niño, y apostaba a veces, no le llega a ésta, o reconociendo, buena cogida, es un cabrón. Estaba bañado en sudor, el ejercicio duraba ya más de media hora, pero lucía fuerte y ágil todavía, dispuesto a tumbar la pared de ladrillos con la insistencia de su pelota de goma, que ahora volvía a lanzar, con fuerza y efecto, y debía correr más, ladear bien el cuerpo, para atraparla con la punta del guante, cuando parecía un hit que rodaba hasta los límites de su imaginación.

A la sombra del laurel de la acera había dejado la gorra y, junto a la gorra, se había echado su perro, un sato blanco y negro de rabo enroscado y orejas duras, que sólo miraba a su dueño, sin levantar la cabeza, cuando éste intentaba una cogida especialmente difícil o cuando la pelota seguía su camino y le pasaba cerca. El perro y el niño tenían todo el tiempo del mundo y esa despreocupación olvidada lo mantenía junto a la ventana, sintiendo que el monótono juego contra la pared engendraba una emoción que sólo ellos tres, el niño, el perro y él, podían comprender. No eran necesarios más jugadores ni otros espectadores: la pared, la pelota, el guante y ellos tres, sabían que era importante cada jugada, que el esfuerzo por atrapar el roletazo más oblicuo era tan decisivo como el juego final de un campeonato y pensó entonces que mientras el niño se debía sentir un Germán Mesa de ahora, él había encarnado, veinte años antes, la figura de Tony González, el short stop de los Industriales de sus sueños y pesadillas, mientras lanzaba una pelota como aquella contra una pared igual que aquella, para atraparla así, con la punta del guante, y soñar que sus fildeos ganaban campeonatos y que su futuro transcurría sobre un terreno de béisbol donde empezaban y terminaban todas las aspiraciones de la vida. Es del carajo, se dijo, hace dos temporadas que ni voy al estadio.

Cuando recordó el tiempo que llevaba sin ir al estadio, miró su reloj y sin proponérselo recitó la hora: las tres y diez. Aun le faltaba una hora y cincuenta minutos de trabajo y vio su mesa llena de papeles. De nuevo observó al niño, el recorrido de la pelota, no se cansa ese muchacho, los ojos del perro atentos al peligro, y la cogida, muy buena también, y dejó la ventana. Rápidamente recogió las tablas de precios, las planillas, los saldos de cuentas, estados financieros y las circulares del Departamento, la Dirección, el Municipio, la Empresa, el Comité Estatal y el Consejo de Ministros y, contra su meticulosa organización, las amontonó en la gaveta del buró, donde cayeron también la calculadora, los pisapapeles, los lápices, los bolígrafos y las gomas de borrar, su libreta de teléfonos y el último libro sobre la Planificación de la Economía y la Organización del Trabajo que había comprado. Cerró con llave y miró la mesa vacía de Jiménez, su Auxiliar de Contabilidad, que había ido al banco. Levemente sintió unos remotos deseos de escribirle una nota y decirle, de una vez, Jiménez, eres el tipo  más  abyecto —¿escribiría abyecto?— e intrigante que he conocido en mi vida, el contador más incapaz de este país y el más lameculos del mundo y te prohíbo para siempre que vuelvas a hablarme de cerca, con esos susurros de vieja chismosa, porque tienes tanto mal olor en la boca que me provocas náuseas, y no me interesa saber de los romances de la jefa de personal, lo de la cuota de café que recibe el director o las aficiones encubiertas del siempre recién nombrado director económico de la Empresa. Sería una nota horriblemente escrita, pensó. Mejor: Jiménez, peste a boca, arrastrao, chismoso, bruto, hijoeputa, me cago en tu madre y no me hables más: El Zorro.

En el vestíbulo, junto a la mesa de la recepcionista, buscó su tarjeta de entradas y salidas. La miró un momento y no se sintió orgulloso: las entradas oscilaban entre las 7 y 40 y las 7 y 56, y las salidas siempre marcaban más allá de las cinco y media. Un gran trabajador, pensó, mientras doblaba la tarjeta y la guardaba en el bolsillo del pantalón.

   — ¿Vas a la empresa, muchachón? —y le sonrió Martha, la recepcionista, después de bajar el volumen del radio que tenía sobre el buró, para observar mejor la rara operación que él hacía con la tarjeta.

   — No —le respondió, caminando hacia la calle.

   — ¿Y si te llaman, mi chino? —gritó ella y él se detuvo en la puerta.

   — Le dices que fui a jugar pelota —y siguió.

Cuando pisó la acera se sintió distinto y con deseos de correr, pero hacía mucho tiempo que había aprendido a dominar sus mejores impulsos, y fue caminando hacia la esquina. Cuando dobló, respiró mejor. Allí estaba el niño, compitiendo todavía con su pared. Para no espantarlo se acercó lentamente, como si justo en ese momento se interesara por el juego. El niño comprendió que tenía un espectador y, primero, lanzó dos o tres veces la pelota de un modo que pudiera atraparla sin dificultad, pero ante la insistencia del intruso, que incluso se había detenido para verlo, comenzó a realizar jugadas cada vez más difíciles. Él se había colocado bajo el laurel, junto al perro, y desde allí lo observaba.

Una pelota resultó incapturable, pasó al niño y él, moviéndose un poco, logró atraparla. Se la devolvió con una sonrisa y el gracias del niño fue apenas audible.

   — Oye —le dijo entonces—, ¿este perro es tuyo?

El niño lo miró de frente por primera vez y, confundido, afirmó con la cabeza.

   — ¿Cómo se llama? —insistió.

   — Nerón Fernández —dijo el niño y él contuvo la sonrisa.

   — Nerón Fernández, me gusta ese nombre. ¿Y muerde? —y se arrodilló junto al animal, que seguía echado y jadeando con tranquila regularidad.

   — Bueno, sí, cuando está comiendo y también… —trató de explicar el niño, pero ya él se había inclinado sobre Fernández y, conjurándolo con su nombre completo, le acariciaba la cabeza al animal, que después de mirarlo un instante, se tiró hacia un lado y ofreció su barriga.

El niño había detenido su juego y observaba la escena dejando rebotar la pelota contra el suelo: un hombre de treinta años, vestido con una guayabera blanca de mangas cortas, con un bolsillo del que asomaban tres bolígrafos y la pata de unos espejuelos, un pantalón azul bien planchado y unos mocasines negros y brillantes, arrodillado en la acera y acariciando la panza sucia de Nerón Fernández.

   — Hace un rato que te estoy viendo jugar —le dijo entonces—. Mira, yo trabajo en esa oficina, la de la ventana cerrada, y creo que vas a ser buenísimo como pelotero. El problema es que eres zurdo y no puedes jugar en el cuadro, porque serías tremendo siort.

   — Yo no quiero ser siort —dijo el niño con seguridad y casi con prisa. El detuvo sus caricias a Fernández y lo miró a los ojos—. Yo voy a ser center, como Javier Méndez.

   — Entonces tienes que practicar los flys. A ver, ¿ya tú sabes coger los flys con una sola mano, como Javier?

El niño rió, y dejó caer la pelota un par de veces.

   — Hace rato, compañero. Mira, yo voy corriendo y me paro debajo de la pelota y la espero, la espero allí, tranquilito, y cuando llega la agarro primero y luego le hago así con el guante, como si fuera a cazar una mosca, pero con la pelota bien agarrada —y bajó el guante con un aire de matador.

   — Oye, oye —le dijo sonriendo—, ¿quién te enseñó eso?

El niño suspiró ante lo inevitable.

   — Eso es lo que dice mi primo Gabriel, que juega en los juveniles. Y me va a conseguir un casco para jugar al duro.

   — Tú sabes que me gustaría ver cómo tú coges los flys, a ver si eres tan bueno como con los roletazos.

El niño miró a ambos lados de la calle y empezó otra vez a rebotar la pelota contra el suelo.

   — Es que no ha venido más nadie, y los flys tienen que ser entre dos.

   — Bueno, de verdad que eso es un problema. A mí tampoco me gustaba tirarme los flys yo mismo.

   — ¿Y tú jugabas pelota? —se asombró el niño,  deteniendo los rebotes. Estudiaba al hombre y concluía que no tenía estampa de pelotero, con aquella ropa, el bigote y la piel blancuzca y suave adquirida luego de tantas horas de oficina. Él sonrió ante la justificada incredulidad del niño.

   — Muchacho —le dijo—, yo fui tremendo pelotero cuando tenía, como tú, como ocho o diez años. Y para que veas, tenía un perro igualito a éste. Bueno, no tan igualito, porque no era blanco y negro, sino blanco y carmelita, y era mocho, y se llamaba Curripio, Curripio Rodríguez, pero era igual que éste porque iba a jugar pelota conmigo.

El niño sonrió. Le gustaba saber lo del perro. 

   — ¿Y dónde está Curripio? —preguntó, acercándose a donde él seguía acariciando a Nerón Fernández.

   — Se murió de viejo. Hace como diez años. Pero yo lo cuidaba mucho y lo bañaba. ¿Tú no bañas a Nerón, verdad? Mira cómo me ha puesto la mano.

Le mostró la yema de los dedos ennegrecida por el churre del perro. El niño hizo como si hubiera visto a alguien en la esquina.

   — A él no le gusta bañarse —dijo categórico—. Ni a mí tampoco.

   — Bueno, eso es así. Yo creo que a Curripio tampoco le gustaba mucho.

   — ¿Y por qué lo bañabas?

Él sonrió, pensando que debía dar una buena respuesta. Pero sólo se le ocurrían dos: porque a él le daba la gana de bañarlo, o porque a los perros hay que bañarlos.

   — Bueno, esa es una historia larga —comenzó, para ganar tiempo—. El caso es que Curripio era muy enamorado y yo le decía que para tener novias hay que andar limpio, y así dejaba que yo lo bañara. ¿Y acá el compañero no tiene novia? —y volvió a tocar la barriga del animal.

   — Sí —dijo el niño, sonriendo quizás por el valor de la palabra que iba a pronunciar—. Él es novio de la púder de Margarita. Y yo lo vi hacer eso. Mira, tiene un bicho así larguísimo y rojo.

   — Vaya con Fernández —dijo él, pensando que a todo el mundo le habría gustado ese noviazgo menos a Margarita, pues las dueñas de perras poodles no son muy aficionadas a los satos callejeros y sucios como Nerón Fernández.

Entonces dejó al perro y se puso de pie. Le dolían las piernas y la cintura por el tiempo que había estado en cuclillas.

   — Oye, ¿y tú no fuiste a la escuela hoy?

El niño empezó a tirar la pelota contra el suelo, aburrido tal vez con el nuevo rumbo de la conversación.

   — Por la mañana. Por la tarde no había clases porque van a fumigar la escuela porque casi todo el mundo tiene piojos. Yo no.

   — Menos mal. ¿Y en qué grado tú estás?

   — Tercero y voy para cuarto —y parecía convencido de su ascenso.

   — ¿Y qué te gustaría estudiar?

   — Yo voy a ser pelotero y ingeniero de televisores en colores —dijo, con toda su confianza.— Como pelotero voy a ir afuera y como ingeniero voy a ganar muchos pesos.

Cuando el niño comenzó, él estuvo a punto de acotarle que se decía pelotero e ingeniero, y luego, de comentarle que él había tenido a esa edad sueños similares, pero la conclusión final del muchacho le resultó demasiado genial para andar enmendándolo.

   — ¿Y por qué tú no estás en el trabajo, allá arriba? —lo sorprendió la contraofensiva del niño.

   — Nada, salí a coger un poco de fresco y a conversar contigo.

   — Mi abuela me dice que no hable con extraños. Y tú eres muy extraño.

   — ¿Por qué te parezco muy extraño?

El niño se metió un dedo en la nariz y dijo:

   — No sé. Si yo tuviera tu tamaño andaría por ahí buscándome una mujer.

El sonrió.

   — Oye, ¿quién te enseñó eso?

   — Nadie, nadie —respondió el muchacho y observó en la punta del dedo el resultado de su búsqueda nasal—. Es que yo te vi en la ventana hace un rato y me parece que estás muy aburrido. ¿No es verdad?

   — Creo que sí, que es verdad. Mira, si me pongo a jugar contigo a lo mejor no voy a estar tan aburrido. ¿Quieres practicar los flys? Yo te los puedo tirar bien altos, a ver si los coges como Javier Méndez.

El niño sostuvo la pelota en el guante y empezó a tomar distancia cuando lo vio quitarse la guayabera. Lo miraba otra vez con cierta desconfianza, pues en su código no funcionaba aquello de que un hombre como él, muy extraño, aburrido y de guayabera, se pusiera a jugar pelota en la calle. Mientras, él había colgado la camisa en el tronco del laurel y trataba de mejorar la situación.

   — Cuando yo estaba en los juveniles era centerfield de mi equipo y me enseñaron a coger los flys que quieren montarlo a uno. ¿Ya tu primo te enseñó eso?

   — Gabriel es pitcher, compañero —dijo el niño, blandiendo su lógica estricta.

   — Oye —dijo él, mientras se frotaba las manos—, me gustaría ponerme tu gorra. Total, tú no las estás usando.

El niño lo miró. En sus ojos flotaba todo el recelo que le provocaba aquella petición. Él lo comprendió y trató de verse a sí mismo, decidiendo si prestarle o no la gorra a un desconocido. Le hubiera dicho que no, si se hubiera atrevido, pensó, aunque finalmente le hubiera dicho que sí, como en tantas otras ocasiones de su vida, cuando había dicho que sí.

   — ¿Y para qué quiere la gorra?

El bajó la vista hasta la gorra que ya tenía en sus manos. Era de mezclilla gris y tenía la visera roja. Acumulaba la suciedad y la marca de los sudores de muchísimos juegos de pelota. Él había tenido una gorra casi igual a aquella y nunca se la quitaba cuando jugar pelota era lo más importante de la vida. Realmente, no hubiera querido prestarle su gorra a nadie y el niño tampoco debía hacerlo, pensó.

   — No importa, póntela tú —y le lanzó la gorra. El muchacho la atrapó en el aire, la miró un instante, pero no se la puso.

   — Oye, mira —y el niño avanzó hacia él—, a mí no me importa. Póntela tú si quieres —y le ofreció la gorra. Él sonrió, pero decidió que no debía cogerla.

   — Por cierto —dijo entonces—, no me has dicho cómo te llamas.

   — Ni tú me lo preguntaste… Elmer —dijo el niño y lanzó dos veces la pelota contra el piso.

   — Es un buen nombre, ¿no? Mira, Elmer, creo que si tú quieres yo te puedo cuidar la gorra mientras tú juegas contra la pared. Yo me quedo aquí con Nerón, sigue tú.

   — ¿Se puso bravo?

   — No, no te preocupes, es que hay mucho calor —dijo y se sentó en la hierba, junto al perro. El niño lo miraba, como si hubiera cometido una falta y él pensó que no era justo. Con la cabeza le indicó que se sentara junto a él. Elmer sonrió un momento y lo obedeció. Nerón, apenas sin levantarse, se arrastró entonces hasta colocarse junto a su dueño.

   — ¿Tú sabes una cosa, Elmer? Bueno, no la sabes, pero deberías aprenderla. Yo también quería ser pelotero e ingeniero. Pero no soy ninguna de esas dos cosas. Cuando terminé el Preuniversitario no había la ingeniería que yo quería y ya había dejado la pelota para sacar mejores notas y poder estudiar esa ingeniería. Me imagino que no entiendes un carajo, pero te juro que yo tampoco. Ahora soy economista, no soy famoso y vivo en una casa que cualquier día se me cae arriba y de contra tampoco he podido ir a Australia, que después de la pelota y la ingeniería era lo que más quería en el mundo. Total, que se metan a Australia por el culo —dijo y se puso de pie. Descolgó la guayabera y observó al niño, que no podía dejar de mirarlo. Sintió miedo y confusión en los ojos de Elmer. Él debía ser un muy extraño muy superlativo.

   — Yo tengo más miedo que tú, no te preocupes —le dijo mientras se abrochaba la guayabera—. Si no tuviera miedo lo mandaba todo al carajo y me iba para no sé dónde a hacer no sé qué. Pero ese es el lío: tengo miedo y no sé adónde irme ni a qué. Pero sigue practicando, que a lo mejor tú eres pelotero e ingeniero.

Elmer también se levantó y se acercó a él.

   — Oiga —le dijo—, ¿por qué se puso tan bravo, nada más por lo de la gorra?

   — No, no te preocupes —dijo y tomó la gorra que el niño todavía llevaba en sus manos—. No tenías por qué prestarme la gorra. Pero te quiero preguntar una cosa: ¿tú no has leído un libro de Julio Verne que se llama El continente misterioso?

El niño sonrió y movió la cabeza, negando.

   — Es un libro precioso. Es sobre Australia y cuando uno lo lee le dan tremendas ganas de ir a Australia. Así que oye esto: si ves ese libro por ahí no lo leas ni aunque te maten, ¿está bien?

Elmer bajó la vista y entonces dijo.

   — Oiga, de verdad usted es muy extraño. 

   — Bueno, me voy. Toma tu gorra —le dijo él—. Fue un placer hablar contigo, Elmer.

Caminó lentamente hacia la esquina mientras se limpiaba el sudor de la frente. Al entrar en el edificio de la Empresa la recepcionista le hizo una mueca con la boca y subió el volumen del radio. Devolvió la tarjeta de entradas y salidas a la casilla metálica colgada junto al reloj de las sentencias. Subió las escaleras y pensó que nunca se había sentido tan derrotado. Abrió su oficina y se sentó tras el buró. Observó, bajo el cristal que protegía la mesa, la foto en la que sonreía entre su esposa y su hijo Elmer. Miró también el bono de las 120 horas de trabajo voluntario realizado por el compañero Elmer Santana, pero cubrió la foto con los papeles, las planillas y las circulares que fue sacando de su gaveta. Entonces lamentó haberle mentido al otro Elmer. Debió haberle dicho que estudió Economía porque bajó una orientación de que era necesario para el país y no tuvo valor para decir que no, tan buen estudiante como era, es un deber de los militantes, y decirle que dejó de jugar pelota porque en el Pre fue dirigente y asistió a todas las actividades, las reuniones, los círculos de estudio y no pudo clasificar entre los veinticinco peloteros de la provincia para la Nacional Juvenil y se mintió a sí mismo diciéndose que, total, la pelota no era tan importante. Pero, eso sí, como le decía su padre, siempre fue un joven consciente y podía estar orgulloso de eso… ¿Orgulloso de qué?

Dejó los papeles sobre el buró y se puso de pie. Aquellos papeles eran el resultado de su buena conciencia. El aire acondicionado le había secado el sudor y de la última gaveta de Jiménez cogió uno de los cigarros que su subordinado escondía allí para evitar las peticiones de otros compañeros. Lo encendió y se acercó a la ventana. Elmer y Nerón Fernández se habían ido y la calle estaba tranquila bajo el calor de la tarde. En la pared seguían marcadas las huellas de los pelotazos y junto al laurel vio un pedazo de tela gris y roja, y se preguntó por qué el niño habría dejado allí su gorra. Él no lo hubiera hecho jamás; sin gorra no podía sentirse pelotero. Pensó que debía bajar y recogerla, esperar a que Elmer regresara un día y devolvérsela y decirle entonces la verdad. Apagó el cigarro aplastándolo contra el piso y volvió a bajar las escaleras, a toda carrera. Debía recuperar la gorra. Quizás aquel Elmer pudiera algún día ir a Australia. (1989)

 

 

Leonardo Padura Fuentes (Mantilla, 1955), antes que el escritor cubano vivo más premiado, publicado y conocido internacionalmente, habría preferido ser pelotero; más exactamente, pelotero del equipo Industriales, que es el centro de sus alegrías y de sus desvelos desde la más temprana infancia. Alguien dijo –y Padura lo ha repetido en más de una ocasión– que se puede abandonar la profesión, la religión, la esposa y hasta el partido político, pero nunca el equipo de béisbol con el que uno ha crecido.
 
Enumerar todos los reconocimientos literarios que ha recibido sería ocioso. Baste decir que en Cuba se le confirió el Premio Nacional de Literatura (2012) y en España el Princesa de Asturias de las Letras (2015). Su obra narrativa y periodística ha sido traducida a más de veinte idiomas, entre los que se cuentan el ídish y el coreano.
 
Mario Conde, protagonista de la tetralogía novelística Las cuatro estaciones, se ha fijado en la galería de los personajes más notables de la literatura cubana, y recientemente ha saltado al cine en una serie televisiva producida por Tornasol Films.
 
Padura es, además, autor de La novela de mi vida (2001), El hombre que amaba los perros (2009) y Herejes (2013). También ha publicado numerosos libros de periodismo y ensayo que se dedican a hurgar en las raíces de nuestra nacionalidad.
 
En el acto en que se le confirió el Princesa de Asturias –que la televisión cubana no trasmitió ni reseñó–, Padura se presentó con una estricta guayabera (en vez del frac de rigor), y enarboló, antes los reyes de España lo que para él es un símbolo incuestionable de nuestra nación: una pelota de béisbol. (AF)  
4