De noviembre a mayo, la fiesta crece poco a poco. La pasión pelotera germina en los juegos manigüeros con sus altibajos incompresibles, como un motor que arrancara en falso una y otra vez. Esa cotidianidad algo monótona tiene, sin embargo, sus seguidores, inspirados en el orgullo local y, sobre todo, en el debate ininterrumpido de las peñas, allí donde todos, en paridad de condiciones, califican de expertos, desafían la autoridad del manager y narradores deportivos y desarrollan facultades poco frecuentes entre nosotros: el análisis y la crítica. Se desmontan los mecanismos del juego y se someten a escrutinio cada jugada, tanto como el pensamiento estratégico que conduce el encadenamiento de las acciones.

Con el transcurso de las semanas, el jugo de la caña se depura y el calor se expande de la caldera a la gran fábrica, invade el batey hasta que todos y cada uno, jóvenes y viejos, intelectuales, obreros, campesinos y cuentapropistas, estamos involucrados en las expectativas del desenlace. La pasión se desborda y atraviesa transversalmente todos los sectores de la sociedad. Es, sin duda, por su fuerza contaminante, el fenómeno cultural de mayor alcance y arraigo.

Nunca he visitado un estadio, salvo cuando, en mis tiempos de estudiante, nuestro profesor de Historia de Cuba, el muy singular Elías Entralgo, nos convocaba una vez a la semana a jugar pelota en la instalación universitaria que todavía existe y funciona. Nunca pude lograr que el bate tropezara con la bola. Se me escapa la coordinación temporal. Intenté en vano solicitar la ayuda del azar. Desconfiaba de mis propias habilidades y cerraba los ojos. El madero seguía operando en el vacío. Por contagio, era partidaria del equipo Almendares. La continuidad del azul me induce a simpatizar con Industriales, aunque lamento que el alacrán haya sido sustituido en operación sincrética por el león del entonces rojo club Habana.

“La continuidad del azul me induce a simpatizar con Industriales, aunque lamento que el alacrán haya sido sustituido en operación sincrética por el león del entonces rojo club Habana”. Imágenes: Cortesía del Dr. Félix Julio Alfonso López

El último play off de la pelota nacional estremeció a la Isla entera. El fenómeno tiene razones y raíces complejas y profundas. Un amigo, nacido en la capital, simpatizó sucesivamente con Matanzas y Ciego de Ávila. Como José Martí, me dijo, quiero echar mi suerte con los pobres de la Tierra. La mayor parte de los casos, sin embargo, el comportamiento individual y colectivo no tiene base tan racional. Cuando el desenlace se va acercando, el despliegue de los debates y la información de los medios polarizan la rivalidad y sumergen a cada persona en la fiebre generalizadora. Como en el proceso de carnavalización descrito por Bajtin, la creatividad latente y la voluntad participativa rompen las ataduras. El juego se convierte en espectáculo, no solo por lo que ocurre en el terreno donde, a diferencia del fútbol, las jugadas rápidas alternan con el más lento enfrentarse del pitcher y el bateador, atávico tironeo entre el dominador y el dominado. El estruendo sonoro de las gradas acrecienta la atención. A su manera, los espectadores también se han transformado en protagonistas. Se desarrollan así dos discursos paralelos, interconectados por los incidentes del juego. El público manifiesta su necesidad expresiva por múltiples vías. La palabra señorea al increpar al otro, al espectador cercano, al manager, al pelotero que comete una pifia, batea el jonrón oportuno o roba una base con eficaz audacia. El vocabulario adquiere colorido y riqueza. La gestualidad improvisa coreografías insospechadas fruto de la imaginación creadora, los cocodrilos enfrentan a los leones mientras algunos, a pesar del calor de la temporada, visten la piel rayada de un tigre. Las individualidades se funden en espíritu colectivo, porque al estadio se va en familia, en grupos organizados desde el barrio, junto con viejos compañeros de peña deportiva.

“El juego se convierte en espectáculo, no solo por lo que ocurre en el terreno donde, a diferencia del fútbol, las jugadas rápidas alternan con el más lento enfrentarse del pitcher y el bateador, atávico tironeo entre el dominador y el dominado. El estruendo sonoro de las gradas acrecienta la atención. A su manera, los espectadores también se han transformado en protagonistas”.

Por su fuerza, su creatividad y espíritu participantes, por constituirse en punto de convergencia de todas las capas de la sociedad, la pelota ha venido a ocupar el sitio que antaño correspondiera al carnaval, subsistente hoy en Santiago, en las parrandas villaclareñas y en los festejos de Bejucal, mortecino ya en La Habana. Hijos de tradición similar, la pelota y el carnaval inician su cocción en lo más profundo del barrio. La preparación de muñecos y disfraces canaliza una imaginación que no suele desplegarse en la vida cotidiana, sometida a otras convenciones en el vestir y en el modo de relacionarse. Hace más de 30 años, Antonia Eiriz detectó esa fuente de un imaginario popular latente de raigambre carnavalesca cuando incitó a sus vecinos de Juanelo a volcarse en la fabricación de objetos de papier maché. En efecto, desde los tiempos más remotos, trabajo y diversión han tenido sutiles vasos comunicantes. Después del intenso laboreo de las cosechas, las celebraciones juntaban a hombres y mujeres en el jolgorio. La personalidad individual crecía, fundida en los cantos y bailes del grupo.

La muerte en pelota, de Antonia Eiriz, óleo sobre lienzo, 1966, Museo Nacional de Bellas Artes.

En lo más álgido del campeonato, en el estadio o ante el televisor hogareño, el espectador no permanece como ente pasivo. Sostiene el bate en la mano en las jugadas decisivas, discute con el árbitro y con el manager y se desliza en la base para asegurar una carrera a su equipo. Nadie queda inmune del contagio progresivo. Al final, sentimos todos un enorme vacío. En el barrio, cada cual se repliega al vivir habitual. Pero las cenizas mantienen el calor hasta la próxima temporada.

La pelota ha permeado el habla del cubano. La investigadora Lidia Castro estudia el reflejo del deporte en el idioma de la Isla. Estamos “en tres y dos” cuando nos hallamos en situación límite ante una disyuntiva. “Partimos el bate” cuando alcanzamos un logro extraordinario. Por un descuido, nos “cogen fuera de base”. La lista es muy larga. Pero esas expresiones enriquecen y dan colorido al lenguaje. No fue lingüista Bobby Salamanca, pero intuyó esa particularidad comunicativa, tanto como el hilo secreto que vincula todas las instancias del hacer humano, diversión y trabajo, entre tantas otras. Inspirado por la zafra del 70, esfuerzo monumental que involucró al país entero, introdujo el léxico azucarero en la narración del juego. La guardarraya podía estar limpia y la caña a tres trozos. Para cerrar el tema del vocabulario, recuerdo que, desde la infancia, quienes suspendían un examen recibían un “ponche”.

El comentarista deportivo Bobby Salamanca.

La modernidad, con la revolución industrial y el crecimiento de las ciudades, ha modificado la naturaleza de la cultura popular, antes de base campesina, asociada a lo que los románticos denominaron folclor. La producción artesanal, sustituida por la producción en serie se convirtió en artículo de lujo. Nacidos en el ámbito del trabajo, bailes y cantares pasan al olvido, perdida ya su funcionalidad original. Sus células rítmicas básicas, elaboradas por artistas se difunden a través de los medios sometidos a un sofisticado proceso de mercantilización y mercadeo. En los grandes conjuntos urbanos, los ciudadanos se aíslan en apartamentos y pierden los nexos solidarios. En ese contexto de aparente conformismo, subsisten sentimientos de vacío y de pérdida, síntomas de graves carencias espirituales. Surgen fórmulas sustitutivas, prácticas religiosas alejadas de las instituciones tradicionales, llamadas la astrología y la cábala, para encontrar asideros en medio de las incertidumbres del mundo contemporáneo. Comienzan a manifestarse las “tribus urbanas”. Como el agua que desborda las márgenes del río, la creatividad contenida por modelos de diversión impuestos desde arriba, busca otras vías de expresión.

“Hijos de tradición similar, la pelota y el carnaval inician su cocción en lo más profundo del barrio”.

Por múltiples razones, en Cuba, la vida barrial no ha muerto. El clima obliga a mantener abiertas puertas y ventanas. Los vecinos intercambian gestos de colaboración solidaria. Las escaseces y el racionamiento han generado peculiares formas de convivencia. La cola contribuye a difundir informaciones de toda índole, elabora estados de opinión, mientras el grito “llegó el pollo” se expande por calles y pasillos, de balcón a balcón en acto de elemental solidaridad. A pesar de las migraciones persiste una memoria barrial en los pasos de los Guaracheros de Regla y los Alacranes del Cerro. Entre los conservadores de esas tradiciones palpita una capacidad potencial de liderazgos. Allí donde la semilla generadora de antiguas celebraciones, como sucedió con las parrandas remedianas, no ha muerto, conviene irrigar y quitar obstáculos del terreno para que renazca, anime y exprese el existir y los sueños de la comunidad. Inútil desperdicio de recursos y esfuerzos resultaría, en cambio, intentar desde arriba el suministro de respiración artificial para revivir lo ya desaparecido en virtud del paso del tiempo y la recomposición del tejido social.

El fervor creativo suscitado por el campeonato de pelota revela, que entre nosotros, la cultura popular conserva potencialidades inexploradas. Hay que poner oído en tierra para escuchar el latido, para detectar el modo de salvar su poder convocante y las fuentes de su afirmación vitalista. El Rey Momo sigue renaciendo cada año con alegre desparpajo. Corresponde a los protagonistas del acontecimiento en cada lugar, junto a especialistas en distintas disciplinas, encontrar el modo de garantizar su continuidad.