Muchos se alegraron al ver izarse la bandera nacional un 20 de mayo. Al mismo tiempo, la desilusión se iba apoderando de las conciencias. La guerra había desembocado en la intervención norteamericana, la imposición de la Enmienda Platt y el Tratado de Reciprocidad Comercial. La Isla quedaba, en lo político y en lo económico, subordinada al mercado norteamericano y con las tierras invadidas por el latifundio.

El panorama se tornaba más sombrío ante el ascenso arribista y el avance desaforado de la corrupción. El escepticismo, que se fue adueñando de las conciencias, se expresó en la voz de los intelectuales y en una tradición costumbrista que venía del siglo XIX. La imagen gráfica del chivo se asoció al fenómeno de la malversación de fondos públicos. La guataca simbolizó al adulador en procura de privilegios.

“La narrativa que emergía entonces centró la mirada en lo social. Desde esa perspectiva, hay que repasar la obra de Carlos Loveira”. Foto: Internet

La narrativa que emergía entonces centró la mirada en lo social. Desde esa perspectiva, hay que repasar la obra de Carlos Loveira. El protagonista de Juan Criollo nace en la miseria en tiempos de la colonia. Huérfano, recibe la protección humillante de una familia acaudalada. Al estallar la insurrección emigra con sus protectores a México. Obligado a valerse por sí mismo, se instala en un medio situado en los linderos entre la clase obrera y el hampa. Con el fin de la guerra, regresa a Cuba. Padece la pobreza extrema y el desempleo. No tiene contacto con los poderosos que dispensan favores y trabajo. La representación del espectáculo fraudulento de la justicia decide su cambio de rumbo. Entra en el juego de la politiquería. En pocos años conquista fortuna y poder. Para el novelista, Juan Cabrera se ha convertido en Juan Criollo. La visión amarga del proceso no puede ser más derrotista.

Otros ángulos lacerantes, legado fatal del medio siglo republicano, quedaron fuera de la mirada de los narradores. El racismo se afianzó. La base combatiente del Ejército mambí quedó en el abandono. Las creencias de origen africano fueron satanizadas. Las comparsas se prohibieron. Leyendas atroces en torno a los abakuá se divulgaron por todos los medios. La policía secuestró los tambores rituales. Al cumplirse el centenario del sacrificio de Aponte se desató la llamada Guerrita de los negros, contra los Independientes de Color. Fue un genocidio. Aún no se conocen las cifras de las víctimas.

La discriminación se impuso en el otorgamiento de empleos y en el acceso a muchos lugares. En la década de los 50 —lo recuerdo por haberlo vivido— hubo que librar batallas para que las tiendas aceptaran empleadas no blancas. La fragancia de El Encanto incluía el color de la piel. Entonces, simbólicamente, contrataron a una o dos mestizas. Los bares adquirieron el nombre de club, con porteros que descartaban a los no admisibles.

Un comité de estudiantes universitarios, animado por Walterio Carbonell y respaldado por Fidel, encabezó una campaña contra esa arbitrariedad violatoria de los principios constitucionales. Algo similar ocurría con el alquiler de los apartamentos en la década de los 50.

La Habana reflejaba la típica imagen de las capitales del mundo subdesarrollado. Mostraba una hermosa vitrina con elegantes edificios de apartamentos, hoteles, cabarés y salas de juegos (algunos en poder de la mafia). Tras esa vitrina anidaba una pobreza extrema y una extensa geografía prostibularia, y unos pocos burdeles destinados a la clientela rica, con cuidadosa aplicación de medidas sanitarias.

“Mi padre admiraba en su pueblo la capacidad de reponerse de los golpes infligidos por la historia, de recuperar la esperanza y preservar los ideales de República soberana con justicia social, con voz propia en los foros internacionales y transparencia en la gestión administrativa”.

Cuando el triunfo de la dictadura de Batista, la represión política se añadió a la violencia social. La República entregó héroes y mártires. Muchos sucumbieron bajo torturas atroces. Otros sobrevivieron con sus cuerpos marcados por las laceraciones.

Tras la fachada ostentosa subsistía un mundo campesino de precaristas, carentes de acceso al mercado, a la educación y a la medicina, sujetos a la amenaza del desalojo, con los niños devorados por los parásitos y el raquitismo. La tuberculosis alcanzaba cifras exorbitantes. El país transitaba por una crisis política, social y económica.

Mi padre admiraba en su pueblo la capacidad de reponerse de los golpes infligidos por la historia, de recuperar la esperanza y preservar los ideales de República soberana con justicia social, con voz propia en los foros internacionales y transparencia en la gestión administrativa.

La República nació bajo el signo de la intervención norteamericana. Se estrenaba con ella el primer experimento neocolonial de la historia. Vino el desencanto de la demagogia chambelonera de José Miguel Gómez y, con los intereses hegemónicos del mayoral de Chaparra, Mario García Menocal, algunos como Enrique José Varona se retiraron de la vida política. Fue una etapa transitoria de escepticismo.

No había concluido el segundo decenio del siglo XX cuando se manifestaron los síntomas de recuperación. Con las cenizas todavía ardientes renacía el espíritu de lucha y se forjaba una cultura de resistencia. El concepto parece algo abstracto. En mi próxima entrega, intentaré descifrar algunos de sus componentes para entender de dónde venimos. Es preciso recorrer una historia que, si bien tuvo sus altibajos, mantuvo una línea de continuidad.

Tomado de Juventud Rebelde

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