La rueda de pan y canela

Laidi Fernández de Juan
7/9/2018

Con ligeras diferencias, los integrantes de varias generaciones tuvimos los mismos juegos en nuestra ya distante niñez. Vale recordar esos pasatiempos que todavía nos hacen sonreír cuando nadie nos ve. Pocas veces los evocamos en voz alta, y ya va siendo hora.

Las niñas compartíamos con los varones algunos de los entretenimientos, aunque en esa época era muy marcada la distinción entre hembras y varones, mucho más que ahora y, por tanto, mucho más absurda. El pon, los escondidos, montar patines y bicicleta, las estatuas, el parchís, las damas chinas, y a veces el juego de los médicos, eran admitidos para ambos sexos, mientras que jugar a los yaquis, a las casitas, a los palitos chinos, a la prenda escondida y a las cuquitas se reservaba para hembras. Los varones jugaban al trompo, a la pelota, a las bolas, al quemáo, al burrito, y a policías y ladrones. En las fiestas de cumpleaños, de fin de curso y en los festejos maravillosos que hacíamos en colectivo en la cuadra, en el barrio, con las familias aportando alguna cosa (la cabeza de puerco, viandas y ajos para la caldosa; equipos de audio y cintas grabadas con música; bebidas fuertes y ligeras para todos, dulces y bocaditos; cadenetas, globos, piñatas con miles de artículos variopintos dentro), se nos permitía mezclar los tipos de juego y, de tal suerte, nos divertíamos juntos niñas y niños a la vista de todos.


"La incomunicación, la falta de ejercicio físico, el carácter competitivo de forma obsesiva y
el aislamiento demencial que generan esos juegos solitarios, puramente electrónicos,
impiden las bondades de la tradición lúdica de la niñez". Foto: Internet

 

Gozábamos muchísimo. Las familias preparaban escenarios para nosotros, de forma que toda la muchachada pasaba horas de verdadero deleite. Jugábamos a la sillita musical que cada vez iba reduciendo su cantidad, y había que estar alerta para hallar un sitio donde sentarse; a recoger una papa con una cuchara y llevarla corriendo a una cesta sin dejarla caer; al rabo al burro (para lo cual, nos cubrían los ojos con un pañuelo y debíamos colocar en el burro dibujado en una cartulina, un rabo con una tachuela), y era posible el juego de los escondidos entre hembras y varones, al igual que el juego de la pañoleta.

Las carreras de sacos eran exclusivas de las fiestas colectivas, así como montarse en zancos. Nunca supimos de dónde salían las grandes bolsas de lienzo en las cuales nos metíamos para brincar a la mayor velocidad posible y llegar a la meta antes que el competidor, ni quién aportaba las maderas para hacer los zancos. Eso era asunto de los mayores: lo de nosotros era jugar al aire libre, competir, ganar, y en todo caso, divertirnos. Los gritos que inundaban las aceras, los parques y los pasillos entre casas, eran deliciosos e indicativos de cuál juego estaba en pleno desarrollo: “1, 2, 3, 4, 5, 6, 7, 8, 9, 10. ¡Voy!”. “¡Te vi, te vi!”. “Juro, juro, por la bolsa del canguro, que el pan de mi panadería está cada día más duro”. “Arroz con leche se quiere casar”. “Alánimo, alánimo”. Y otros tantos.

Cuando veo la inactividad infantil en películas, en seriales, y en familias que vienen a Cuba de visita, ya sean cubanos o extranjeros, siento mucha lástima por esos niños y niñas concentrados en sus equipos electrónicos, creados para el entretenimiento moderno. Más que criaturas atentas a las pantallas, parecen zombis estáticos. Además de no conversar con nadie, ni siquiera para intercambiar aquellos cuentos de fantasmas, de aparecidos y de terror que inventábamos nosotros por la noche en el contén de la acera, los niños actuales están sometidos a un sedentarismo espantoso.

Quizás la única ventaja de nuestro atraso tecnológico sea que la niñez cubana mantiene la mayoría de los juegos tradicionales. Nuestros parques siguen llenándose de muchachos que montan patines, carriolas, patinetas y bicicletas, juegan a la quimbumbia, empinan papalotes y chiringas, y las niñas arman casitas donde preparan comiditas de yerbas y semillas. No sé cuál es la mejor solución para integrar a niñas y niños en actividades recreativas sanas, al aire libre y en colectivo, pero hay que aceptar que la amenaza de los videojuegos, de estar “conectados” el día entero, de chatear en lugar de hablar, de un universo de repente reducido a adminículos con pantallas luminosas, se acerca a nuestras costas, como si fuera una invasión frente a la cual debemos protegernos.

No intento ni de lejos negar las ventajas del avance en materia de tecnología y diseño para el ocio infantil: se trata de una industria que demanda altos conocimientos y que, sin duda, aporta habilidades mentales loables, pero que no debe ser exclusiva, sino complementaria.

La incomunicación, la falta de ejercicio físico, el carácter competitivo de forma obsesiva y el aislamiento demencial que generan esos juegos solitarios, puramente electrónicos, impiden las bondades de la tradición lúdica de la niñez. Hablando en plata, me gustaría que cuando llegue mi etapa de abuelez mis nietos aprendan que dar vueltas en un tiovivo, elevarse en una canal, sentir el balanceo de un columpio y tirarse de un trampolín junto a un grupo de amigos, es mil veces más satisfactorio que ganarse todos los puntos de un Super Mario. Entre otras razones, siempre habrá tiempo para sumergirse en el mundo digital, electrónico y ficticio, mientras que las habilidades anatómicas para deslizarse calle abajo sobre ruedas, para encaramarse en matas, en muros y azoteas, y para correr hasta el infinito, son naturalmente agotables con el tiempo. Se trata de un gran juego contra reloj, mediante el cual se aprende a resistir, a valorar de qué somos capaces, y en cuál actividad tendremos mayor o menor habilidad. Hay quien descubre su pasión por los patines, o su destreza para empinar papalotes, o la ineptitud para las carreras loma abajo, esas de “a ver quién llega primero”. Lógicamente, para tales descubrimientos es necesario practicar, y, para dichas prácticas, no hay otro método que no sea en el terreno real: el de tierra, el de arena, el piso del parque, el asfalto de la calle.

Las postillas en las rodillas y en los mentones se curan, las ampollas de las manos revientan, y los tobillos torcidos terminan por enderezarse, mientras que el regocijo de haber jugado con intensidad en la niñez, es inolvidable. Y no existe pantalla que lo sustituya.