Dentro de los caminos de la música cubana, específicamente los concernientes a la rama popular bailable, el maestro Adalberto Álvarez tiene un peso indiscutible. Pero dicho lugar no debe ser visto solamente desde una perspectiva actual, sino que deben estudiarse y conocerse sus antecedentes con todo el rigor musical e investigativo que su obra amerita.

Para ello creo deben tenerse como puntos de inflexión dos afluentes en mi opinión definitorios en casi toda su vida, y que le definirían en gran parte de su legado musical: de un lado podríamos situar su entorno familiar, y del otro su paso por la Escuela Nacional de Arte.

Dicho así pudiera entenderse como una estadística fría, o un extracto de su curriculum para rellenar cuartillas. Más no es así. Adalberto proviene de una zona importante en cuanto a la estirpe musical cubana, el Camagüey, donde la transitividad sonera estaba bien conectada y vinculada a Santiago de Cuba como epicentro del género, además de otros como la guaracha y la trova. Ahora bien, si unimos estos tres elementos morfológicamente en el torrente creativo de Adalberto, pudiéramos definirle como la Santísima Trinidad, ya que los considero pilares definitorios de la música cubana pero a la vez muy bien asumidos por él a lo largo de su carrera.

Pero volviendo al entorno familiar, es importante no menospreciar el linaje paterno y la sensibilidad materna en toda esa etapa formativa profesional y humana de Adalberto: su padre Nené le transmitió la guía sonera así como el gusto y conocimiento sobre diversos estilos, además del interés por formatos como los conjuntos y sobre todo uno que define como pocos la fuerza de la música cubana, específicamente las orquestas de tipo charanga francesa. Precisamente ese sonido marcaría de por vida a aquel jovencito que estudiaría piano y que se definiría como un compositor y arreglista extraordinario.

El otro gran catalizador en su vida fue su etapa de estudiante, donde supo —y pudo— encauzar cada una de sus inquietudes musicales, al punto de crear una Orquesta Típica en la citada ENA, donde no solo existía una conexión con un formato clásico per se, sino que es recordada por su contemporanización estilística y repertoril. El muchacho ya descollaba como un renovador del género, y para ello no solo debía asumirlo desde su impronta personal y compositiva, sino desde la óptica de las fusiones y visión experimental entre formatos instrumentales.

“Adalberto proviene de una zona importante en cuanto a la estirpe musical cubana”. Foto: Tomada del perfil de Facebook de la AHS

Puede pensarse en fácil empeño este, si miramos desde el prisma actual y sin tener referentes históricos y circunstanciales de aquellos años de la década de 1970, lo cual, como siempre acoto, sería un suicidio para quienes sucumben ante el facilismo de comparar épocas y contextos sin el rigor adecuado. No es un secreto pues, ni debemos verlo como un sacrilegio total, la manera en que los entonces jóvenes estudiantes como él (y sumo a Joaquín Betancourt, José Luis Cortés, Sergio Vitier y otros más, en la ENA o en Amadeo Roldán) debían consumir y exponer sus inquietudes sobre la música popular. Es decir, el mero hecho de salirse unos pocos milímetros del contorno académico, del plan de estudios establecido, y preferir, fuera de estos, los códigos de la música popular, podría significar la expulsión de la academia, razón por la cual la pujanza y empeño de Adalberto —y otros de su generación— en renovar y no cejar en la producción de temas o formatos, debemos verla como una premonición que labró el camino y estableció sabiamente los derroteros a seguir por nuestro sólido sistema de enseñanza artística hasta hoy día.

Del entorno familiar precedente hay que mencionar además de Nené Álvarez, a dos hermanos que han abarcado caminos musicales muy cercanos y donde la cofradía ha sido constante. Román, contrabajista y profesor de muchísimas generaciones, y Enrique, violinista y director de orquesta, músico con amplia trayectoria en orquestas de tipo charanga hasta que funda su renovadora Charanga Latina. En ellos la comunicación y el constante aprendizaje ha sido constante, desde el consejo o la crítica oportuna.

Para muchos, y me incluyo, un momento que marcaría no solo su trabajo sino a la cultura musical cubana, sería su paso por Son 14 y su preciado hijo discográfico A Bayamo en coche. Para tal empeño Adalberto contó con la producción de un extraordinario pianista clásico, pero conocedor del son y del espectro musical del momento: Frank Fernández. El disco —junto a la aparición del conjunto— (y volvemos a las raíces antes mencionadas), refrendó la tesis a nivel continental del gran laboratorio creativo existente en nuestra música popular, así como la renovación del género, en boga y monopolio comercial desde finales de los sesenta bajo la égida de Fania y todos sus grandes y excelentes exponentes. Tanto Son 14 como el disco demostraron la riqueza de nuestra música y lanzaron un claro mensaje que hizo que todos los salseros del mundo voltearan su mirada hacia nuestro archipiélago. El son no se había ido de Cuba, ni remotamente.

“No fue el artista de las grandes concesiones para subsistir en jungla terrible, sino que supo dónde estaban las riquezas y flaquezas de un género que muchos daban por terminado”.

Desde esos años la creatividad y constante ebullición musical de Adalberto no dejaba dudas, y su lenguaje se atemperaba con cada época sin perder un ápice de autenticidad. No fue el artista de las grandes concesiones para subsistir en jungla terrible, sino que supo dónde estaban las riquezas y flaquezas de un género que muchos daban por terminado, o que era dejado atrás para enrumbar hacia nuevos y rentables amaneceres. Prefirió quedarse en el son y renovar, pero no desde una mirada extraña ni mimética sino hurgando continuamente en aquel jovencito lleno de sueños que pisó La Habana para conquistar a todo un país.

Lo hizo ante la incertidumbre de caer en olvidos o ser sepultado por incomprensiones musicales, y arriesgó todo a su instinto y estirpe mientras que abogaba por entronizar el casino como prioridad bailable y necesidad de consumir nuestras propias herencias. Aún recuerdo su llamado a crear “casinotecas” para tales fines, y donde siempre hubiera una agrupación en vivo.

La manera en que su obra se blindó con elementos comunicantes del son, la guaracha y la trova, la Santísima Trinidad musical de Cuba, es sorprendentemente auténtica. Enfatizó en su trabajo al tres como instrumento ideal de interacciones soneras; y la utilización de las segundas voces en muchas de sus obras, así como la inclusión de voces femeninas en tales roles, le fueron dando un resultado sonoro interesante desde todo ángulo. Y si le sumamos el perpetuo peregrinar por temáticas de pueblo, unas rozando la picaresca y otras desde la comprensión cabal del bailador como centro de su universo musical, quizás entendamos la fórmula de un hombre que supo vivir y comprender, como pocos, el gran misterio del éxito y de la música cubana.

Gracias por todo, querido Maestro.

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