Como ya expresamos, la capacidad de metaforizar distingue al ser humano de los animales. Digo ser humano y no poetas o literatos, porque metaforizamos mucho más de lo que calculamos. La libertad que confiere ser culto tiene mucho que ver con la capacidad de cultivar, de desarrollar el ejercicio metafórico; ese que nos permite entender una zona o ámbito de la realidad  desconocida,  más abstracta o difícilmente categorizable (dominio meta), a partir de otro dominio más conocido o familiar, más cercano a la experiencia concreta (dominio fuente). El ejercicio metafórico permite “hacer propio” lo que antes se percibía “extraño”. Facilita comprender el mundo al relacionar o conectar dos horizontes como el del hombre y el de la naturaleza; como hiciera Martí en “Yugo y estrella” al relacionar el acto de elegir (la vida del hombre) con la evolución del mundo viviente (“escala natural”): “Pez que en ave y corcel y hombre se torna”.

“¡Alcémonos, para la república verdadera, los que por nuestra pasión por el derecho y por nuestro hábito del trabajo sabremos mantenerla!”. Imagen: Dania Sierra/ Tomada del sitio Aaatchi Art

Esto hace el utopista al hacer propio y más cercano el mundo soñado: conectar lo dado y lo no dado, lo real y lo deseado; según las dos etimologías posibles de la palabra utopía: ou-topos (no-lugar) y eu-topos (buen lugar). Capacidad que se evidencia al descubrir ese mundo inexistente o invisibilizado, pero sobre todo al descubrir o imaginar ese viaje, y prefigurar puentes posibles entre esos dos mundos. Ejercicio de profundización, comprensión y socialización mediatizado por símbolos y discursos; por lo tanto, condicionado por la interpretación de estos puentes mediadores y por la cultura. Para eso sirve entonces la utopía, para hacer caminos al andar, viajes al descubrir; para  acercar, significar y hacer propio y  común  un mundo “otro”, más cercano al sol de la justicia.

Ese viaje suele ser representado no como un puente, sino como una frontera o un muro, ese que separa el  “aquí” del “allá”, el “nosotros” del “ellos”, la civilización de la barbarie. Las élites oligárquicas históricamente han producido y reproducido símbolos y sentidos, axiologías y relaciones intersubjetivas, culturas en las que las fronteras suelen ser mejor percibidas y socializadas en la medida en que separan ambos mundos y construyen mejores marcas entre pragmáticos y utopistas. Como han preferido bueyes, seres con mentes infantilizadas o temerosas, han producido fronteras instintivamente percibidas, más estrictas o herméticas, más visibles y sonoras, deslumbrantes y ruidosas, para decirlo mejor.

“Por solidaridad con nuestros mártires, debemos hacer realidad sus sueños”.

De esa manera, opacan ese “mejor lugar”, para ellos peligrosos. Saben que cuando más bella y más justa es la sociedad utópica, más subversiva se torna. Por eso invierten para etiquetarla “imposible”, para simbolizarla tan lejana que resulte invisible. Y con el mismo propósito marcan como “fallidos” los viajes “realmente existentes”.

Esa distancia entre lo dado y deseado es equivalente a la profundidad crítica que se hace del presente. Por ello para Franz J. Hinkelammert “la esencia de la utopía es la crítica de las condiciones presentes y la esperanza de un mundo mejor”. En tal sentido, puede ser asumida como un horizonte para la crítica, más revolucionadora  en tanto resulte de un ejercicio participativo, de un diálogo lo más inclusivo posible. La utopía no solo establece un horizonte de potencialidad, sino que además permite examinar críticamente el presente y lo real, y consecuentemente proponer alternativas superadoras.

Martí significó y socializó su proyecto de república como protesta utópica, deslegitimación del régimen colonial, y como sueño superador; doble motivo para la transformación, mediante dos revoluciones, del problema cubano. Fue pronóstico resolutivo, en tanto  crítica del orden imperante en la Isla, meta primaria de la guerra necesaria, y en segunda instancia, crítica de las repúblicas de papel realmente existentes en Nuestra América, mediante una más larga travesía, hasta una casa propia “con todos y para el bien de todos”.

Para asentar su proyecto, no solo el sentido de su necesidad como cura de la enfermedad colonial, sino también la narrativa de su viabilidad, Martí articula dos fuerzas: “La emigración es un experimento/semilla de la República futura” y  “la República futura es la extensión de la República en Armas”. Eficaces en el propósito de implicar y comprometer; en un caso los pone de ejemplo y eleva la autoestima de los cubanos emigrantes, y en el otro prestigia su proyecto con el halo glorioso de la Guerra del 68 y de sus veteranos combatientes. El anhelo de su república “verdadera”, “moral”, “honrada”, “durable y justa” debía constituirse en chispa evolutiva y espuela para una superación constante: “¡Alcémonos, para la república verdadera, los que por nuestra pasión por el derecho y por nuestro hábito del trabajo sabremos mantenerla!”

“Fueron utópicos los libertadores de Nuestra América”. Imagen: “Outstanding America”, Hansel González/ Tomada del sitio Behance

El primero en calificar a Martí como utopista fue el novelista y publicista Nicolás Heredia, quien publicó en Patria, el 20 de noviembre de 1895, un artículo bajo el seudónimo de Rodrigo Ruiz, titulado “El utopista y la utopía”.En este texto el escritor narró  su memorable encuentro con Martí, tres años antes, cuando la fe de Heredia no alcanzaba a avizorar la movilización política que llegó a organizar el Delegado del Partido Revolucionario Cubano. El intercambio tuvo lugar en la casa que habitaba Heredia en Nueva York,  a mediados de julio de 1892. El anfitrión recordó en su texto: “Yo era un miembro asaz oscuro del partido (autonomista), e iba a sostener una batalla desigual con un agitador que a sus condiciones naturales unía la ventaja indiscutible de tener a la historia de su parte”.  Heredia le manifestó a Martí su idea de que en Cuba no tendría apoyo una nueva insurrección, que veía imposible un cambio radical en la Isla, “Nadie piensa en pelear; todos se resignan” —le manifestó. Después del intenso intercambio, Heredia calificaría a Martí como un soñador o como el hidalgo de La Mancha, y le dijo bruscamente: “Señor Martí, es usted un brillante novelista, pero yo carezco de inventiva, veo la atmósfera serena”. Ante lo que Martí respondió: “Usted me habla de la atmósfera y se trata del ‘subsuelo’”.

La anécdota  la rememoraba a menudo el  intelectual revolucionario Armando Hart,  quien identifica la utopía como “un atisbo de futuro, como una aspiración ideal, quizá inalcanzable en el corto plazo, pero realizable hacia el futuro”. La capacidad utópica para Hart es una cualidad nuestramericana. “En América Latina y el Caribe existe una tradición intelectual que exalta la utopía. Ello está presente en nuestros próceres y pensadores, desde Simón Bolívar hasta Fidel Castro y Hugo Chávez. Aquí las consignas de Libertad, Igualdad y Fraternidad de la Revolución francesa fueron interpretadas como derecho de todos y no solo para una clase social, es decir, adquirieron un carácter universal”, expresó Hart en su artículo “Necesidad de la utopía”. Fueron utópicos los libertadores de Nuestra América. Emanciparon no solo porque creyeron posible su sueño, sino porque estuvieron dispuestos a morir si fuese necesario por hacerlo realidad.

Como también enfatizaba el gran martiano, “el patriotismo cubano se halla insertado, desde su raíz, en un sentimiento y una aspiración universales. Así fue ayer, lo es, y lo será mañana”.  Lo que les faltó a los reformistas y niegan de plano los más pesimistas del anexionismo fue “lo que en esencia tiene la cultura cubana: la utopía de la redención universal del hombre”.  Es del “cubano completo y cabal” —afirmaba—  querer y soñar “la igualdad social entendida en su alcance universal”, para lo que es necesario asistirse de “la imaginación y el vuelo que suelen tener los poetas, los profetas y los héroes”.

La Revolución era para los autonomistas “un acto de barbarie”; la Guerra de los Diez Años, la expresión de un retraso político, y este discurso “evolucionista”, expresión de su falta de optimismo en las capacidades de los cubanos. Por ello, Martí los calificó como “enfermos de voluntad” y “enemigos de la capacidad probada” de los cubanos para el gobierno libre. Por igual, para los anexionistas de entonces, solo uniéndose a Estados Unidos, Cuba podría ser “purificada de la lepra hereditaria contraída (…) durante cuatro siglos de servidumbre colonial”. Y esa lepra era su incapacidad de gobernarse democráticamente.  No debería de extrañarnos que posmodernos reformistas intenten no solo  descolocarlo en una postura antisocialista y diluir su antimperialismo, sino que convoquen a librarse de Martí, a olvidarlo como “una vía de liberación o, por lo menos, un aligeramiento”; a pasar la página —casi la totalidad del libro— del Martí utopista y emancipador.

“Quien no siente orgullo por las glorias pasadas, difícilmente acomete actos gloriosos”.

La utopía no ha de ser transmutada por voluntarismos, asumida como fe ciega en  sueños sin raíces, ni como fiebres nostálgicas por un pasado mejor. Estas actitudes lastran la crítica y la autocrítica revolucionaria, la capacidad de discernimiento. Solo el hacer cercano al sacrificio aquilata la capacidad de ocultar en el subsuelo de la historia los latidos de un futuro mejor.  Heredamos el deber de “componer en molde natural, la realidad de las ideas que producen o apagan los hechos, y la de los hechos que nacen de las ideas”,  de equiparar cultura y Revolución, como manifestó Martí en Montecristi.

Asumamos con Cintio Vitier que el pasado sobrevive en la medida en que sepamos  enriquecerlo e iluminarlo con su propia futuridad. Cuando se vivifica el pasado, “cobramos conciencia de lo que somos, de lo que podemos ser”; vivificarlo es leer  y sentir en su   poesía muchas cosas que no existían para sus contemporáneos. “Dejar que los muertos entierren a sus muertos” no quiere decir que los vivos entierren sus utopías, los sueños que nos legaron, ni su disposición de morir por ellos y por nuestros hijos si fuese necesario. Por solidaridad con nuestros mártires, debemos hacer realidad sus sueños.  Quien no siente orgullo por las glorias pasadas, difícilmente acomete actos gloriosos. La potencialidad movilizativa de una utopía radica tanto en la crítica del presente como en la  capacidad de hallar la posibilidad futura en el devenir, las intensidades precedentes, eternamente  iluminadoras.

Acerquemos, hasta hacerlos propios, los sueños ensombrecidos de los pobres de la tierra frente a ese  lado trágico del  irracionalismo relativista que caracteriza al posmodernismo, al decir de Antoni Domenech, anticipado por Dante en estos versos del “Infierno” de La divina comedia: “Ya puedes comprender que muerto/ está nuestro conocimiento desde el momento/ en que del futuro cerrada está la puerta”. Lo que emparenta a los académicos europeos fascistas y nazis de los años 30 con los académicos posmodernistas del presente es la percepción de que “del futuro cerrada está la puerta”, la “pérdida de toda esperanza  política de futuro”.

El  acto utópico de asaltar el cielo para construir el “reino de la justica” en la tierra se obtiene de la capacidad  de descubrir y percibir todos los significados, las intensidades del devenir cubano, en un frasco de Soberana o Abdala; como nos enseñó el utopista, aquel “Homagno generoso” que murió en Dos Ríos, con la estrella y la virtud,“por el bien mayor del hombre”.

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