La verdad no es un dialecto

Mauricio Escuela
1/7/2019

La era de los grandes consensos, esa en la cual el mundo entero seguía las ideas de una modernidad recién nacida en la que la razón parecía ofrecer, por sí misma, todas las garantías de progreso al hombre, ha terminado. Un pensamiento fragmentario, onanista, que se complace en su propia existencia y en las ganancias inmediatas, tomó el lugar de aquella que parecía decirlo todo con seguridad y que ofreció el espejismo de un orden dentro del orden del mundo.

Recurrir al papel civilizador del intelectual en el universo de los símbolos posmodernos pudiera parecer, al menos para muchos de los grandes medios y poderes, fuera de lugar, poco rentable, incluso increíble. Un congreso con las vanguardias y un consenso salido de las mentes más creativas del país, sonaría a mala palabra en boca de algunos de los ideólogos que hoy ven éxito en el sistema que prevalece, a pesar de su probado carácter genocida.

El llamado pensamiento débil, hablaría del “utopismo de la UNEAC” (Unión de Escritores y Artistas de Cuba), que pretende hablar a nombre de la cultura toda. En su opinión solo existe lo caleidoscópico, lo roto, lo cambiante, y en ese río, hallar matrices unificadoras califica o de ingenuidad o de imposición. La democracia, para estas visiones más amables del neoliberalismo, se asemeja a un televisor que cambia de canales y ofrece una visión distinta en cada una de las ofertas mediáticas. De manera que si usted se afinca en la defensa de algo, se hunde, ya que ese algo solo existe si da lugar a otra cosa distinta de sí, de manera constante, sin que ese movimiento de lo real pueda nunca aprehenderse del todo.

Y es que está muy bien la metáfora del río de Heráclito y el uso de la dialéctica como ese proceso donde vemos en nuestro enemigo, los cambios que como superadores de la historia quisiéramos lograr. Pero proponer la dispersión, la disidencia banal, como alternativas únicas para el desarrollo de una verdad intelectual, solo califica como proyecto individual de vida, como obra literaria de algún valor, pero no edifica un entorno donde esa cultura y esos mismos presupuestos vayan a existir siquiera para ser leidos, consumidos, procesados. Conozco intelectuales encerrados en esas torres de marfil, cuya obra de mucho valor peligra, porque se inserta en entornos donde prima, o esa constante negación sin afirmaciones, o una rotunda negación de todo.

Foto:  Félix Bolaños
 

El congreso, como todos los consensos, busca allanar el camino de los escollos que parten de los prejuicios, para que prevalezca la visión común de cómo llevar adelante la viabilidad de los entornos. No se trata de un proyecto neoliberal, que mida la rentabilidad de la pluma de cierto escritor, ni de los cuadros de algún artista plástico, sino el foro efectivo en el cual confluyen esas versiones diversas que genera la dialéctica de la negación y que lleva a la afirmación, no a una absoluta, pero sí al menos a la que propone un universo de utilidad para todos, incluyendo a quienes ven la democracia como un televisor que cambia de canal.

Como dijo un ensayista que escribe sobre casi cualquier fenómeno del consumo cultural, las redes sociales con su dinámica transversal son un reto al pensamiento clásico y deben leerse desde ese paradigma retado. No se trata de desechos de la historia que un grupo de intelectuales de otra generación quiere rescatar, sino de la asunción consciente de los cambios, no como canales, sino como vías hacia un desarrollo en positivo, al menos para el futuro más inmediato. Quienes se reúnen, podrán ser muy mayores en edad, pero saben que su pensamiento no debe ni anquilosarse ni quedarse en los meandros de las modas académicas, que piensan en la utilidad de un paper solo como ese viaje posible hacia la riqueza material, y no como un proyecto develador de realidades peligrosas.

Detrás de la democracia como canales de televisión está la espectacularidad de la vida, convertida en un reallity show, donde gobernar es desgobernar, ya que la verdad y el asiento de la mente se miran como un canal más, el más aburrido, al que conviene pasar de largo. Los muchos dialectos son usados como ejemplo de esa singularidad plural que sería consustancial a la existencia, una que no halla puntos de contacto transversales entre los divergentes y que se propone un mundo donde la visión dominante sea convertir los centros duros de pensamiento en zonas marginales, en dialectos.

Para el pensamiento blando, el mundo debe ser esa sustancia sobre la que se imprime una fuerza, no basada en el estudio real, sino en la complacencia, en el placer, en un disfrute llano sin propuesta crítica, el hedonismo solitario. Algo muy conveniente para un universo donde las empresas privadas manejan el pensamiento crítico por los derroteros acríticos. Una universidad donde se piensa en el ascenso social y no ya en aquellas aulas repletas de muchachos con ansias de tornar la historia diversa de sí misma, divergente de las estructuras conservadoras.

Un congreso de intelectuales, como lo es el de la UNEAC, es un “bicho raro” en los horizontes actuales de la posmodernidad y su filosofía de los canales cambiantes. Se trata, a fin de cuentas, de una verdad que se fija en la pantalla del televisor por un tiempo mucho mayor del que pueda desear el colonizador de siempre.