La vida artística

Ricardo Riverón Rojas
1/10/2018

Un tiqui-tiqui-taque de bachatica globalizada, a lo Prince Royce, acompaña al spot televisivo donde se promueve la celebración de los 15 años de vida artística en solitario de Waldo Mendoza. No es noticia: tal parece que nuestra farándula convocó a un desfile de onomásticos (son tantos que se atropellan), pero este, de alguien que recibe el rotundo epíteto de “La voz romántica de Cuba”, me conminó a plantearme: ¿cuántos años de vida artística cumplo yo?

Ignorante de mi edad literaria, enrumbé mi reflexión por otro trillo, pese a que también soy cubano, tengo voz, y en ocasiones me comporto como un romántico (Rubén Darío “desclasificó” la condición). Me centré en casos emblemáticos: ¿cuántos años de vida artística cumplen: Roberto Fernández Retamar, Fina García Marruz, Miguel Barnet, Roberto Méndez, Jesús David Curbelo, Reina María Rodríguez, Francisco López Sacha, Roberto Manzano, Luis Lorente, Yamil Díaz? ¿A partir de cuándo comienza el conteo?


Carátula del libro Filosofía de la vida artística, de Samuel Ramos, una manera de evocar la reflexión del autor.
Foto: Internet

 

La verdad: no hay modo de saberlo con la exactitud que demandan las celebraciones. Aunque sí existe una respuesta, pleonástica y cruel: los escritores no vivimos nuestra propia vida (pero sí la de nuestros personajes y sujetos líricos) de manera artística, sino mezclando pragmatismo y ensueño en un ámbito donde la estadística de lo inefable se fragmenta.

Todos (o el 99.9 %) hemos tenido que ganar el derecho al día siguiente trabajando, en horario diurno, en redacciones, oficinas, talleres, cañaverales, organopónicos, museos, hoteles, aulas, consultorios, corrales, microbrigadas, etcétera, mientras en las noches vivimos artísticamente, rumiando versos más tristes que el carajo, con astros azules y agonizantes a lo lejos, bien lejos de las pantallas y los reflectores.

Al amparo de la trayectoria con más datos confiables y cercanos de que dispongo (la mía) propongo el cálculo. Si cuento desde que empecé a escribir hace ya 48 años (corría “el de los diez millones”) obtenemos grosso modo 17520 días. Asumiendo un esmirriado promedio de dos horas por noche frente a la página en blanco completamos la fórmula. Pero antes de seguir hago una precisión: el escaso horario creativo y la raquítica vitalidad de mis dedos sobre la Underwood obedecen a que trabajaba de obrero agrícola manual primero, luego de contador y, finalmente, de promotor de la obra de otros. Más que ideas, acumulaba cansancio, y no solamente físico.

Continúo entonces: multiplico los días transcurridos por las dos horas diarias, divido ese cociente entre 24, y después entre 365; el resultado es que acumulo, mal cumplidos, cuatro años de vida artística. Los dedicados a la lectura no cuentan, cómo mismo no les suman, a los artistas “del vidrio y la tarima”, los de formación en escuelas de arte, o en ásperas sesiones de autodidactismo.

Si, por otra parte, pusiera los bloques de arrancada en la fecha en que por primera vez entré a un evento literario, gané un premio o publiqué un poema (todo se me dio en 1975) y sigo el mismo método anterior, entonces mi vida artística se reduce a 3,5 años. Ningún motivo para celebrar la publicación de mis 22 libros, mis textos en 37 antologías de Cuba, Venezuela y España; mis trabajos de periodismo literario en 70 publicaciones de Cuba, Rusia, Puerto Rico, Suecia, Estados Unidos, México, Venezuela, Brasil y España; ni mis 33 galardones literarios.

Pero, para aportarle mayor exactitud al cálculo, como estoy jubilado desde hace ocho años, tres de los cuales trabajé en una universidad mexicana, en durísimas y extensísimas jornadas totalmente hostiles a la literatura, hay cinco años –tras regresar a Cuba– en que mi vida ha sido artística a tiempo completo. Saco otra vez las cuentas a partir de mi debut en espacios públicos y obtengo una edad de ocho años. O sea, que debo esperar todavía un poquito para ser considerado “La voz poética (romántica quizás) de Zulueta, o del Central Carmita”. No obstante, ya mandé a componer mi bachatica. A ver si me alcanzan los pesitos para el spot.

Pensemos entonces en otro método, no sé si más justo: el de celebrar, como si fueran años de vida artística, los que les cuentan a la publicación de nuestros libros. Tendríamos que planificar el jubileo de cinco en cinco, como mismo hace ahora el cantante que arriba mencioné, porque 15, obviamente, no termina en cero. Entonces yo podría celebrar este año, y también en 2019, 2021, 2023, 2025, 2026, 2028, 2029… Claro, para eso sería necesario que alguno de mis títulos fuera considerado clásico, consenso por el que debió esperar Miguel Barnet para celebrar, en 2016, los 50 de Biografía de un cimarrón, pese a que La piedrafina y el pavo real (excelente) los había cumplido en 2013 y La sagrada familia no tuvo, en 2017, la suerte que merece.

Bueno, siempre me queda la posibilidad de celebrar con mi familia común, si llego a esas fechas, y si me alcanzan los honorarios para tanto convite.

Lo que sí no va a pasar es que me inviten a la TV (¿dónde si no?) para decirles a los televidentes de qué país vengo o para cuál voy, qué platos gourmet sé preparar, y además invitarlos a que “la pasen bien” en mis presentaciones y peñas fijas, porque yo, cada vez que me entrego al público, me las paso padre (se me pegó, México lindo, que fueron tres años).

No me regalarán “el aroma del programa” ni una pucha de flores. No seré convocado a esos instantes light donde todos, locutor(a) e invitado(a)s ríen a carcajadas sin que medie chiste ni frase ingeniosa alguna, porque existen complicidades entre los ocupantes del set que el televidente no tiene por qué saber, pero seguro son muy singulares y pintorescas.

Menos mal que no me veré ante el dilema, porque si se diera la ocasión tendría que conseguir prendas, de oro, más otras exclusividades de vestuario, agradecer a tantas personas humildes que me formaron y soltar de soslayo mohines filantrópedagógicos. Igual tendría que abusar de mi compositor de cabecera pidiéndole una bachata dormilona –u otro género, que no hay que ser esquemáticos– para mis utópicos ágapes y comparecencias.

Elucubraciones aparte, no ignoro que las dinámicas que marcan las diversas disciplinas artísticas difieren, y tanto lo espectacular como lo simplemente recreativo se deslizan por vericuetos que la literatura, por respeto a sí misma, declina. Pero el que conozca la diferencia no quiere decir que la acepte y le dé mi visto bueno. Solo de comprobar que mientras los honorarios que recibe un escritor por la publicación de un libro pueden llegar, en el mejor de los casos (que son escasos), al 9 % de lo que recibe, dígamos, un dúo reguetonero por una presentación (caso real), me siento en ridículo si califico alguna porción de mi vida como “artística”.

Y si por añadidura debemos soportar que unos medios, que son públicos, construyan y consoliden, como gordos patrones de éxito, imágenes pedestres que echan por tierra tanto sudor acumulado con la inteligencia común, dan ganas de comprarse un borrador, dejar impoluta la pizarra y empezar de nuevo con el dos y dos son cuatro y cuatro y dos son seis. Sin que las televisoras comerciales operen con las manos sueltas, por favor.

Ah, pero acabo de darme cuenta de que el año que viene cumplo 70 y, tanto si cuento desde 1970 como desde 1975, o desde el día en que nací, tengo motivos para celebrar –y que el mundo celebre conmigo, suave, elegantón, pasándola bien todos– esas cifras significativas de esta vida entregada a las letras que para entonces probablemente sea ya, cuando menos, si no artística, artrítica.