La vida no es un ticket

Laidi Fernández de Juan
5/4/2021

Día 0

Me cuenta mi amiga María E. que mañana saldrá de compras. Luego de breves consideraciones, su familia acordó por unanimidad que los abanderados fueran su esposo y ella. La abuela les roció agua bendita, Tío Manolo les prestará su crucifijo y la cuñada encendió una vela. Según refiere María E., ya están a punto de acostarse a dormir, aunque apenas son las seis de la tarde. La familia cocinó para ellos y los muchachos no les permitieron fregar. Me contó que ya tiene listo el equipaje: litro y medio de agua filtrada, higienizante de manos, cuatro nasobucos, (dos para cada uno), abanico por si hay calor, abrigos para el amanecer, zapatos cómodos, ropa adecuada para acampar, tres tabletas para la migraña, dos que les quedan para el dolor de huesos, el ansiolítico que guarda para asuntos graves y la loratadina de la coriza. A las cinco de la madrugada, en cuanto concluya el toque de queda, partirán. Dice que se siente orgullosa de haber sido seleccionada. Qué gran honor, le dije yo.

Día de compras

A) Mi amiga me manda por mensajes de texto todo cuanto acontece: A las cinco y veinte arribaron al descampado que rodea la tienda. Con el entusiasmo que debe haber sentido la pareja integrada por Edmund y Tenzingal al llegar a los bajos del Everest, se acomodaron para esperar a que repartieran los 200 trozos de cartón llamados tickets. Un cartel, apenas visible en la neblina del alba (que mi amiga fotografió y me envió la imagen), anuncia la cifra total de personas que puede acceder a la tienda cada día: 200. Alcanzaron los tickets números 100 y 101. “¡Lo logramos!”, me dijo. “¡Felicidades!”, dije yo.

B) Luego de esperar cinco horas, a las diez de la mañana, abrieron el portón que permite entrar a los departamentos tenderiles, que son cinco. Mi amiga y su esposo descubrieron que si bien el ticket es válido para la zona de Alimentos, resulta inútil para las otras cuatro colas. “No nos dejamos amilanar y —me escribió— ocupamos lugares en todas y cada una de las filas”, añadió. Como es natural, se dividieron. El esposo alcanzó el puesto 50 para el Aseo, mientras María E. marcaba el sitio 35 en Cafetería. A su vez, ella fue el número 50 para la Boutique y su compañero se posicionó en la plaza número 25 para Ferretería. “Desde la distancia de nuestros respectivos puestos, nos transmitimos señales de ‘ánimo, coraje, aguanta, que tú puedes…’ como quien se dispone a cruzar al Atlántico”, me contó mi amiga.

Caricatura de Osval. Foto: Periódico Invasor
 

C) Según entiendo por los continuos mensajes de María E., es una suerte que avance tan lentamente la cola del departamento de Alimentos. Solo así se explica que no hayan sufrido ataques de pánico, ya que atender tantos asuntos a la vez es cosa muy seria. Ahorraré detalles, pero sí debo señalar que en el momento que le correspondía a su esposo entrar al área de Aseo, ya mi amiga había terminado de comprar en Cafetería; pero, lejos de acompañar a su amado, hubo de partir rauda y veloz hacia la llamada Boutique, porque ya clamaban por su número, el 50. Alcanzó jabones de olor en el citado departamento, pero no pudo contemplar el resto de las mercancías, ya que debió salir para cargar los rollos de papel sanitario del Aseo, que le entregó su esposo y facilitar así que él ocupara el lugar 25 de la Ferretería, además de entregarle la tarjeta necesaria. “Extraño nuestros momentos de paz en común”, me escribió ella. “En estas largas horas —añadió— apenas nos dirigimos la palabra, no hay tiempo para ceremonias”. Me envió una foto donde pude apreciar su rostro de angustia, cargada de pacas de papel higiénico, sobres con galletas y otros enseres. Le pregunté cuándo entraría al fin en Alimentos, y su respuesta me preocupó: “Ni idea. Esa cola avanza de 30 en 30, así que ya hemos perdido el hilo. Cuando mi esposo salga de Ferretería y yo logre acomodar las compras en la bicicleta, te diré, pero ahora mismo estoy confundida. Debe ser el ayuno prolongado, no sé”.

D) Vino un largo silencio, al cabo del cual, ya siendo la media tarde, María E. volvió a dar señales de vida. Aunque me contaba atropelladamente, pude entender que ya estaban ambos, juntos por primera vez en la jornada, en el salón de Alimentos, donde aspiraban a comprar yogur. De dicho departamento me envió una nueva foto, algo borrosa. Me imaginé que mi amiga estaba a punto del desmayo, pero no quise importunarla. También me contó que había logrado guardar todas las compras, atadas en la parrilla de la Forever, que ya se habían bebido toda el agua y consumido todos los medicamentos. Minutos después de enviarme la instantánea, me llamó en franco estado de desesperación. “¡Escucha esto, por favor!”, me pidió y dejó grabando su teléfono. La conversación será transcrita en el siguiente y último inciso:

E) “Lo lamento, pero no es posible”, decía una voz desconocida, que deduje pertenecía a una cajera. “Pero ¿cómo es eso, compañera?” (reconocí al marido de María E.). “Sí, a ver, explíquese bien, porque yo… la verdad… no entiendo nada… y menos con este agotamiento físico y mental” (mi amiga).

“Es que no se admite que ninguna tarjeta pase cinco veces el aparatico en el mismo día y esta será la quinta vez de ustedes. ¿Comprenden?” (voz de cajera).

“¡Pues claro que NO!, ¿cómo vamos a entender semejante cosa si esta tienda tiene cinco departamentos?” le decía el esposo de María E. y, a continuación, mi amiga: “Mire, compañera cajera, déjeme explicarle, por si usted no lo sabe, que acá mi esposo y yo nos despertamos a las cinco de la madrugada… llegamos a las cinco y veinte… alcanzamos los ticekts… los tickets… bueno, como se diga… ay, qué mal me siento, me muero, me estoy desintegrando…”.

“¡No se me ponga así, por favor…! ¡Un médico, un médico!” (cajera de nuevo). “¿Algún médico en la sala?”.

Caricatura de Osval. Foto: Cubadebate
 

Yo no daba crédito. Traté de chiflar, de gritar, para llamar la atención de alguien, de modo que el móvil de mi amiga fuera recogido del suelo, donde seguramente estaba. Fue infructuoso. Todo lo rápida que pude, me personé en la tienda de marras. Al llegar, encontré a mi amiga recostada en la cerca, con los ojos en blanco y media lengua afuera. Su esposo, auxiliado por tres parqueadores, la abanicaba. “Todo bien, no te preocupes. Resolvimos”, me dijo. Yo abracé a María E., quien no cesaba de repetir en sordina: “No puede ser… no es posible… no es verdad… todo es de cinco en cinco…”.

Luego, casi de noche, ya de regreso con la familia, me contaron que ante el repentino desplome de María E. en la tienda de Alimentos, dos enfermeros la ayudaron a revivir. Que más tarde llegó la gerente, quien explicó que, en efecto, no se permite que una misma persona con una misma tarjeta realice cinco compras el mismo día, a menos que demuestre que es ella la misma persona, a través de los cinco vales o tickets de compra, como era el caso, ya que mi amiga y su esposo comparten la misma cuenta. Durante el tiempo que duró escuchar toda la historia, por supuesto, tanto la familia de mi amiga como yo, no atinamos a pronunciar palabra. Cenamos juntos, hicimos bromas, evocamos nombres de personas que han realizado grandes hazañas, como Amelia Mary Earhart, como Lindbergh, a quienes comparamos con María E. y su esposo, y me fui de ese hogar luego de dejar a mi amiga acostada en su lecho, donde procedió a caer rendida, nunca mejor dicho.

En el camino de vuelta a mi casa, estuve pensando en cuán duros nos hemos vuelto. No se puede creer, hablando en plata, que seamos tan pero tan inflexibles. No podemos darnos el lujo de perder la ternura. Seamos solidarios, generosos, encantadores como hemos sido siempre los cubanos, aun en durísimas circunstancias.

Que la vida no es un ticket. ¡Por favor!

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