La vihuela

Isaac Nicola
14/4/2016

En distintas oportunidades se ha hablado ante ustedes de la vihuela, instrumento musical español, que floreció en pleno siglo XVI, y del que se ha conservado una abundante bibliografía.

Todos saben poco más o menos sus orígenes y como ya aparecía con las principales características de construcción desde los siglos IX y X, en que aparece representada en las miniaturas visigodo-españolas de los Beatus o Comentarios del Apocalipsis. El Arcipreste de Hita, hacia el siglo XIV, revela la difusión que ya entonces había logrado aquel instrumento en el reino de Castilla y seguramente en toda España. En la primera mitad del siglo XVI florece una pléyade de tratadistas a los que la historia de la música reservaba una de sus páginas más brillantes: los vihuelistas.

Fotos: Tomadas de Internet

A principios del siglo XVI, la vihuela estaba constituida en la forma que podemos llamar “clásica”, con seis órdenes de cuerdas dobles afinadas al unísono y a intervalo de cuarta, salvo del cuarto al tercer orden que había una tercera mayor. El más útil se hallaba en diez trastes y, según Bermudo, en su Declaración de instrumentos musicales, en una vihuela bien proporcionada rara vez cabían más de once. La afinación era muy diversa, pues no queda lugar a dudas de que utilizaban vihuela de distintos tamaños; así Valderrábano escribe obras a dos vihuelas, mayor y menor, afinadas a distancia de tercera o cuarta, y era usual entre los vihuelistas el subir o bajar alguna cuerda, generalmente la sexta, de la misma manera que se acostumbra en la música moderna para guitarra.

El número de cuerdas también variaba entre cinco, seis y aún siete, como hace constar el mismo Bermudo, que dice habérsela visto usar a Guzmán “a otros buenos tañedores”. Esta séptima cuerda, más aguda, formaba a su vez un intervalo de cuarta sobre la prima. Otra afinación, excepcional, era sol-do-fa-sol-do-fa-sol, que utiliza Bermudo en el romance Mira nero de Tarpeya.

Durante un período de cuarenta años, en pleno siglo XVI, ofrecen los tratados de vihuela una literatura de las más copiosas, en un número relativamente reducido de ediciones, si tenemos en cuenta la cantidad enorme de personas dedicadas al cultivo del instrumento en la Península Ibérica.

Un solo ejemplar auténtico de este instrumento se ha encontrado hasta hoy, no obstante las búsquedas en casi todos los museos europeos, por musicógrafos y guitarristas, y aún por mí mismo; este ejemplar único fue descubierto por mi maestro Emilio Pujol, en el museo Jacquemart-André, de París, en cuyo catálogo aparecía como una “guitarra”.

Esta vihuela es de gran tamaño y era afinada probablemente en re o do, Su construcción ofrece un difícil trabajo de marquetería y tiene grabado a fuego el nombre Guadalupe, lo que hace suponer que fuera construida en el monasterio de dicho nombre, en España.

Teniendo este instrumento a la vista, no se puede dejar de recordar las “Ordenanzas de Granada, de 1552”, al tratar de los constructores y del “Examen de violeros y organistas y otros oficios de música […]”; “y el mismo examen ha de ser de una vihuela grande de piezas, como dicho es, con un lazo de talla o de encomes con  buenas ataraceas y con todas las cosas que le pertenece, para buen contentamiento de los examinadores que se la vean hacer”.

Los libros de vihuela que han llegado hasta nuestros días, no están en la notación musical que en aquella época era utilizada para las obras corales. Al igual que los organistas y luthistas, se sirven los vihuelistas de un sistema especial, aplicable solo a los instrumentos, en el que se representan, no ya las notas, en relación con su entonación, sino las cuerdas y los trastes en que han de colocarse los dedos de la mano izquierda. Este sistema, llamado cifra o tablatura, según un manuscrito del siglo XV existente en un códice de los padres Capuchinos de Gerona, fue inventado por Fulan, moro del reino de Granada.

La lectura de la tablatura por el músico de hoy ha sido facilitada por el cuidado que los tratadistas ponían en iniciar sus libros con una parte teórica, en cuya “Declaración de la cifra”, era establecido el mecanismo de aquella con la claridad necesaria a los principiantes en el arte de tañer la vihuela.

En este sistema, las líneas horizontales representan los órdenes de cuerdas de que consta el instrumento, y las que atraviesan verticalmente los compases. Números árabes del 1 al 9 y el X romano, indican los trastes en que han de pisar los dedos de la mano izquierda; el cero o la letra O, según ellos decían, indica la cuerda al aire. La duración de los sonidos son señalados con figuras, de la breve o cuadrada a la corchea, escritas sobre el conjunto de líneas.

En el libro más antiguo de vihuela, de Luis de Milán, la línea inferior representa la sexta cuerda; indica sobre cada número, con figuras repetidas, la duración que ha de tener y explica por escrito el movimiento o aire de la pieza y cuándo el compás es ternario.

En el tratado de Luis de Narváez, que sigue cronológicamente al anterior, es invertido el orden de las líneas, de modo que corresponde la inferior a la prima, las figuras no son repetidas sin necesidad, indicando cada una el valor del número debajo escrito y el de los que le siguen, hasta que aparezca una nueva figura. Narváez introduce en la tablatura una serie de signos de su invención, para señalar el movimiento y el compás binario, y los compases ternarios con números en forma de quebrados.

Con pequeñas diferencias de detalles, el resto de los vihuelistas adoptan las innovaciones de Narváez, describiendo con toda claridad el valor de los sonidos, compás, movimiento, repeticiones…

Aunque desde 1504 aparecen las primeras menciones acerca de la vihuela, fue necesario esperar hasta el 4 de diciembre de 1536, en que es terminado de imprimir el Libro de música de vihuela de mano. Intitulado El maestro, compuesto por Luis de Milán, en Valencia, para encontrar el primero de aquellos tratados.

En las obras para canto y vihuela están escritas en números rojos las notas que la voz ha de entonar, según puede apreciarse en el libro de Fuenllana. Mudarra escribe todos los números en negro y pone un punto a la derecha del que corresponde a la voz. En estas piezas, el vihuelista ha de tañer la parte del canto, a menos que el autor indique lo contrario.

Me parece interesante llamar nuestra atención sobre la escritura del castellano de la época, particularmente de la letra s, al principio y en el medio de las palabras, en forma de f, de la que se diferencia por estar la rayita solo a la izquierda.

Pisador y Mudarra, en algunos casos, la escriben en una pauta aparte, cuyas divisiones de compás corresponden con las de la tablatura, en la forma que aparece en una bella página del libro de Pisador. En ella los estudiantes de historia de la música podrán observar la escritura musical de la época, la clave de sol, todavía de dibujo completo, y como es usada en tercera, segunda y primera línea, para evitar el uso de líneas adicionales.

Otra clase de cifra, que servía indistintamente para instrumentos de tecla, arpa o vihuela, fue utilizada más tarde por Venegas de Henestrosa, Tomás de Santa Maria y Antonio de Cabezón.

Esta cifra consiste también en un conjunto de líneas y números, pero en ella las líneas no indican cuerdas o teclas, sino voces, y los números del 1 al 7 representan las siete notas musicales, con una indicación especial para cada octava. Cabezón señala los valores con figuras, en tanto que en Tomás de Santa Maria la duración que han de tener los sonidos, debe colegirse por el lugar que ocupan los números en el compás; si solo hay un número al principio de aquel, el valor será de semibreve o redonda, si uno al principio y otro a la mitad, serán dos mínimas o blancas, y así sucesivamente.

Durante un período de cuarenta años, en pleno siglo XVI, ofrecen los tratados de vihuela una literatura de las más copiosas, en un número relativamente reducido de ediciones, si tenemos en cuenta la cantidad enorme de personas dedicadas al cultivo del instrumento en la Península Ibérica. Tal vez no pocos hayan desaparecido en el transcurso de los años a causa de la dejadez de los músicos españoles, que hasta finales del siglo pasado no se ocuparon de la historia del arte que profesaban.

En efecto, Juan Bermudo, en su Declaración de instrumentos musicales (Ossuna, 1549), al hablar de los mejores tañedores de su tiempo, junto a otros conocidos: Narváez, Mudarra, Fuenllana, Valderrábano, cita a Hernando Marín de Jaén; a López, músico del duque de Arcos, Y “otros que por no los cognoscer en este no señalo”, de los que ninguna obra ha sido conservada. Más explícito es al tratar del “preclaro Guzmán”, del que existían obras impresas entonces.

Aunque desde 1504 aparecen las primeras menciones acerca de la vihuela, bien que de una manera incidental en el Partus Musicae de Diego del Puerto, editado en Salamanca, fue necesario esperar hasta el 4 de diciembre de 1536, en que es terminado de imprimir el Libro de música de vihuela de mano. Intitulado El maestro, compuesto por Luis de Milán, en Valencia, para encontrar el primero de aquellos tratados.

Músico de gran valor y vihuelista de los más hábiles, es curioso de Luis de Milán, del que no habla Bermudo y la única mención que aparentemente se refiere a su libro se encuentra en el de Mudarra, quien dice que antes del suyo se han editado otros dos, sin duda los de Milán y Narváez.

Como de los otros vihuelistas, pocos son los datos biográficos conocidos de Milán, sumamente dificiles de hallar por ser su nombre corriente en aquel reino. Milan, Millá, Milá, del Milán y Milán de Aragón, son apellidos que abundan en los documentos de la época. Solo se ha encontrado uno en el Archivo General del Reino, que parece referirse a su familia; de acuerdo con este, Luis Milán sería el tercer hijo de doña Violante Eixarch y don Luis de Milán, muerto antes de 1516.

De familia distinguida, brilla como vihuelista, poeta y hombre galante, en la corte de Hernando de Aragón, virrey de Valencia, desde 1528. En 1530 publica en la misma ciudad un interesante Libro de mates de damas y caballeros, intitulado El juego de mandar, y ya viejo, como un recuerdo de lo que fuera aquella corte en la que tanto nombre logró, escribe en 1561 El cortesano, a imitación del Cortegiano del conde de Castiglione, del que la traducción al español, de Boscán, fue uno de los libros preferidos.

Poeta de mérito, fue muy estimado como tal en su tiempo, según las palabras de Gil Polo, que al hablar de Milán dice:

Tendrá estado famoso y tan supremo

en las heroicas rimas, que no creo

que han de poder nombrársele delante,

Cirio Pistoa y Guido Cavacante.

Sin haberse podido comprobar, parece que a causa de un lance de honor, o llamado por el mismo rey, hubo de ir Milán a Portugal, donde Juan III, al que dedicó su libro El maestro, le nombró gentilhombre de cámara con 7 000 cruzados de renta. El conde de Morphy, por otra parte, cree que estuvo en Italia por la perfección tipográfica de su tratado, cuyos caracteres parecen venecianos.

No he de detenerme por más tiempo en tratar de penetrar la oscuridad que envuelve todo lo referente a la vida de nuestro vihuelista, que dejó como herencia uno de los monumentos más interesantes de la literatura vihuelística.

Al analizar el tratado de Luis de Milán, se hace notar el sentido eminentemente didáctico con que fue concebido. Dividido en cuadernos, estos van presentando nuevas dificultades según se avanza en su estudio. El libro comienza con la declaración del modo de entender la cifra y de cómo ha de conocerse el tono en que está escrita cada obra, constituyendo un índice que presta enormes servicios al musicógrafo para el estudio, no solo de su libro, sino de los otros vihuelistas, ninguno de los cuales es tan explícito al respecto.

Hasta hoy, tampoco se ha encontrado música escrita para vihuela por un compositor americano, ni tan siquiera el nombre de algún tañedor de entonces, pero no por ello es menos evidente que aquella fuera conocida y practicada profusamente en este lado del Atlántico.

En sus páginas se halla una profusión de piezas puramente instrumentales a las que llama fantasía, seis pavanas, y villancicos y romances en español, portugués e italiano.

Sus fantasías, basadas en los modos de la iglesia, tienen un encantador carácter de vetustez, se componen, por lo general, de un solo tema, que va presentando en valores cada vez más reducidos. En algunos casos usa un mismo tema en varias fantasías; el de la octava, es utilizado antes en la séptima; asimismo se sirve del tema de la cuarta pavana para escribir una fantasía en que realiza un precioso trabajo de imitación. Esta fantasía, como tercera y cuarta pavana, son verdaderos modelos de melodía picante y graciosa, “que harían honor a los antecesores inmediatos de Juan Sebastián Bach”.

Milán busca constantemente contrastes entre la solidez de los acordes graves y llenos, y la ligereza de las figuraciones y escalas rápidas, formando como un sutil tejido musical, no exento de solidez.

Gran interés tienen para los músicos de nuestros días, aquellas piezas en que el instrumento está unido a la voz. Allí Milán ofrece villancicos y romances que generalmente acompaña con acordes cerrados. Entre los primeros, de una dulzura encantadora, llama la atención Aquel caballero, madre, al que la íntima unión de la música con la poesía, da una fuerza expresiva realmente notable. El romance Durandarte, durandarte, uno de los más célebres del romancero español, como los tres que le siguen, permiten conocer el estilo melódico y el modo de acompañar de los chantres épicos de la Edad Media, aunque en una forma refinada e invadido de esa atmósfera cortesana y sentimental que impera en la obra de Milán.

En ambas piezas, el autor nos sorprende con una modulación a la tercera menor alta, transición que en el 1800 pasaba por rara. Por ello, no es de extrañar que a este gran músico y tratadista, sus contemporáneos le calificaran de “segundo Orfeo“.

De Luis de Narváez son publicados en Valladolid, en 1538, los Seys libros del Delphin de música de cifras para tañer vihuela. De la vida de este autor, solo se ha podido saber que nació en Granada, probablemente en los primeros años del 1500, y que fue maestro de Felipe Il. En la Miscelánea de Luis Zapata, dice que siendo él mozo, había en Valladolid “un músico de bihuela, llamado Narváez, de tan extraña habilidad en la música, que sobre cuatro voces de canto de órgano de un libro, echaba en la vihuela de repente otras cuatro, cosa a los que no entendían de música, milagrosa, y a los que entendían, milagrosísima”. Como estas palabras hacen comprender y como demuestra su tratado, Narváez fue un prodigioso ejecutante y un músico consumado. También le fueron publicados en Lyon, Francia, dos libros de motetes a cuatro y cinco voces (en 1539 y 1543), con el nombre de Ludovicus Narbays.

El Delphin de música constituye un modelo, una joya artística de la tipografía del siglo XVI; así, en el British Museum, a la vez que le conservan como un tesoro musical, lo incluyen en las exposiciones de impresos antiguos. Dividido en seis libros o cuadernos, cada uno tiene al empezar el grabado del Delfín, en que podemos ver un personaje mitológico cabalgando en un delfin tañendo la vihuela y la declaración de lo que contiene; al final, en la tabla o índice hay grabado un águila, con unos versos seguramente del autor.

Termina el volumen con una “Tabla general” y las “Correcciones del autor en los seis libros del Delphin”.

El primero y segundo libros están dedicados a fantasías de su libre invención. En esta obra aparecen, por vez primera, transcripciones de piezas corales para vihuela sola; misas de Josquin Després, y canciones francesas de Josquin, Gombert y Ricafort, constituyen el contenido del tercer libro. Entre las canciones francesas está la famosa Mille Regretz o Canción del emperador, de Josquin.

Por vez primera, también, figuran allí las diferencias o variaciones, siendo los suyos los más antiguos ejemplos conocidos de este género, inventado por Antonio de Cabezón, cuyas obras habían de ser editadas por su hijo Hernando, cuarenta años después. Del fervor que aquellas obtuvieron es claro exponente el tratado de Narváez, a las que dedica, casi por entero, los tres últimos libros; en el cuarto, diferencias y contrapuntos sobre temas religiosos, villancicos, algunos con diferencias, en el quinto; mientras el sexto contiene veintidós diferencias sobre el popularísimo tema del Conde Claro; cuatro sobre Guárdame las vacas, y otras tres sobre el mismo tema, “por otra parte”.

Si bien Narváez nada nuevo aporta que constituya un progreso desde el punto de vista instrumental —aunque introduce el efecto del eco en la tercera variación de Guárdame las vacas— en su tratado deja impresa en forma indeleble la fuerza emotiva de su personalidad. El ritmo en él se caracteriza por una variedad asombrosa. Su armonía no presenta los acordes en un sentido estático, ellos integran el movimiento polifónico de las voces en forma ingeniosa. Conocedor de las posibilidades de su instrumento, en las fantasías y diferencias transforma sus temas de mil maneras distintas.

Entre los villancicos se destaca Con qué la Iavaré, en el que la voz canta valores largos sobre un movimiento casi continuo de corcheas en la vihuela, con lo que logra un ambiente impresionante de tristeza y desencanto.

Un solo aire de danza encontramos en los libros de Narváez, una Baxa de contrapunto. Introducida en España por los músicos flamencos, esta danza es sumamente interesante, pues las más antiguas se remontan a la primera mitad del siglo XV, según figura en un manuscrito de Bruselas. El nombre de baja le fue dado, al parecer, en la Baja Alemania, aunque también fue conocida en Italia.

Merecen nuestra atención las cuatro diferencias sobre el tema popular Guárdame las vacas. Escrita en el primer tono, la primera variación es en realidad la exposición del tema, con repetición. En ella quedan establecidos los acordes sobre los que han de hacerse las siguientes variaciones; todas constan del mismo número de compases y terminan con una coda. Es admirable en esta pieza la manera en que su imaginación inagotable transforma el tema, variando su ritmo y presentándolo en figuraciones cada vez más rápidas.

Continuador de la tradición paterna se destaca Andrés de Narváez como ejecutante en la segunda mitad del siglo XVI, en la ciudad de Granada —uno de los centros musicales más importantes de la España de entonces—, donde también vivían Martín y Hernando de Jaén, que no se sabe a ciencia cierta si fueron padre e hijo o hermanos. Tal vez pueda identificarse algún día la personalidad de Hernando de Jaén con la del citado en un documento de fundación de mayorazgo a su favor, por sus padres Baltasar de Jaén y Leonor Juárez, declarado ante Juan de Almonacid en Sevilla, 1557.

En la misma Andalucía brilla la figura de Alonso Mudarra, autor de Tres libros de cifra para vihuela, impreso en Sevilla, 1546. Nacido en esa ciudad, según algunos historiadores en el barrio de Triana, en los albores del siglo XVI; fue educado en la casa de los duques del Infantado. Mucho cariño conservó a esta, y dice en su obra “que en estos mis libros hay algunas migajas de tanto bueno como he visto en aquella casa y en otras partes de España y en Italia”, país este último donde probablemente cursó sus estudios de la carrera eclesiástica. En 1554 era canónigo de la Iglesia Mayor de Sevilla, donde murió en 1570.

Su tratado no se diferencia mucho de los anteriores, aunque tiene la particularidad de que contiene algunas danzas con la combinación pavana y gallarda a la manera de los luthistas y que habría de dar origen a la suite. Mudarra es el único vihuelista que se sirve de un signo especial para indicar los sonidos que han de sostenerse durante todo el compás, tal como aparece en el dúo de Flecha Si amores me han de matar.

Lo que hace inconfundible a Mudarra del resto de los vihuelistas de su tiempo es la búsqueda constante de efectos de sonoridad. En la “Fantasía que contrahace la harpa en la manera de Ludovico”, de acordes arpegiados a imitación de aquel instrumento, y combinaciones de ritmo en valores cada vez más reducidos, logra una sensación de grandiosidad que sobrepasa en mucho la sonoridad real de la vihuela, mientras en Isabel, Isabel, villancico del tercer libro, la melodía, que se adapta a la perfección al sentido intencionado y un tanto picante del verso, es subrayada por el carácter humorístico del acompañamiento.

En la primera mitad del siglo XVI los tratados aparecen cada vez con mayor frecuencia; así, un año después del de Mudarra, en 1547, es editado en Valladolid la Silva de sirenas, de Enríquez o Anrrique de Valderrábano. Unos musicógrafos lo dan como nacido en Peñaranda o Peñacerrada, en el antiguo reino de León, sin que se conozca la fecha de su nacimiento y muerte. Fue músico del conde de Miranda y reconocido en su tiempo como uno de los mejores vihuelistas. Luisa Lacal dice que, debido a Valderrábano, fue publicado en Alcalá, en 1557, un Tratado de cifra nueva para tecla, harpa, vihuela, canto llano de órgano y contrapunto.

Como en los libros anteriores, en Silva de sirenas abundan las transcripciones, diferencias, villancicos y romances viejos, así como interesantes sonetos, para vihuela sola, sobre temas populares y transcripciones para dos vihuelas, de los polifonistas franco-belgas y españoles.

Es curiosa la forma en que están impresas las partituras para dos vihuelas: su impresión es por separado y en direcciones opuestas, con el fin de que los dos músicos puedan servirse del mismo libro, sentados uno frente al otro.

Artista consumado, Valderrábano hace resaltar en la parte de vihuela de sus piezas cantadas, el ambiente que flota en los textos y lo mismo imprime una encantadora ligereza al villancico De dónde venís, amore, de cierto doble sentido, que logra una impresión de intenso dramatismo en el romance Los brazos traygo cansados.

Diego Pisador, vecino de Salamanca, hace imprimir en la docta ciudad su Libro de música para víhuela, en 1552, en el que junto a nada menos que ocho misas de Josquin, se encuentran fantasías, canciones francesas y villanescas italianas, villancicos, endechas de Canarias, treintidós diferencias sobre el Conde Claros, doce sobre Guárdame las vacas, cinco romances viejos…Merecen especial atención el romance viejo A las armas moriscote, que conserva todo su espíritu guerrero; la Pavana llana para tañer y el madrigal Vostra fui, a cuatro voces, uno de los pocos ejemplos, en la literatura vihuelística, de aquel género tan cultivado por los polifonistas españoles y de otros países, sus contemporáneos.

En 1554 es publicado en Sevilla el Libro de música para vihuela intitulado Orphenica Lyra, escrito por Miguel de Fuenllana, músico de la marquesa de Tarifa.

Ciego de nacimiento como Cabezón, Salinas y tantos otros músicos de entonces, en su obra, una de las más interesantes, se observa un importante paso de avance. En los acompañamientos de canciones, es de los primeros en considerar el acorde como un elemento armónico más bien que polifónico. Sus tientos, de los que incluye ocho, uno en cada tono, equivalen a los ricercari de los luthistas italianos que prepararon el advenimiento de la fuga. Junto a canciones populares de todo género, ofrece un número considerable de transcripciones de los polifonistas españoles; allí están representados Juan Vázquez, músico de la escuela sevillana, del que apenas se conoce más que los arreglos de sus villancicos, hechos por Fuenllana; Guerrero, Morales y el célebre Mateo Flecha, del que en su época solo se editaron las ensaladas JustaBamba y Jubilate, género por él inventado, que aparece en la Orphenica Lyra. Más tarde, en 1581, las obras de Flecha son editadas por su sobrino en Praga.

Al igual que Milán, Fuenllana concede gran importancia a la parte explicativa de su libro; mas, si en el primero predomina el aspecto teórico-musical, en este lo es el teórico-instrumental. Da consejos al ejecutante acerca de las mejores formas de pulsación y se ocupa con especial cuidado de la mano derecha. Aunque Mudarra también se refiere extensamente a los “redobles” o ejecución de aquella mano, no nos dice, como Fuenllana, en que consisten dichos “redobles”, que pueden ser: dedillo o de dos dedos. Llaman dedillo al tañer de un solo dedo, que hiere la cuerda hacia adentro y hacia fuera, todavía usado hoy en la denominada “guitarra portuguesa”. El de dos dedos puede ser de pulgar e índice al pulsar los graves y de índice y mayor en las cuerdas agudas. Fuenllana llama toque imperfecto al dedillo y recomienda a los vihuelistas el uso de los dos dedos.

Después del inapreciable volumen de aquel ciego maravilloso, se generaliza el uso de la cifra nueva, y aparecen sucesivamente los Tratado de cifra nueva para tecla, arpa y vihuela de Luis Venegas de Henestrosa, Alcalá, 1557, y el de fray Tomás de Santa Maria, Valladolid, 1565. Fue necesario esperar ocho años después de la publicación de Orphenica Lyra, para encontrar uno dedicado exclusivamente a nuestro instrumento: Libro de música en cifra para vihuela intitulada El parnaso, escrito por Esteban Daza y publicado en 1576 en Valladolid, ciudad donde tantos libros semejantes vieron la luz. Con este tratado se cierra prácticamente el ciclo de las publicaciones vihuelísticas, pues ya solo ha de aparecer, dos años mas tarde, el Libro de cifra para tecla, arpa y vihuela de Antonio de Cabezón, el “Bach español”, impreso por su hijo Hernando.

Si bien El parnaso representa la última manifestación de aquel glorioso arte, no se observa en él ningún signo de decadencia.

Músico fecundo, Daza ha sido comparado, con mucha razón por el erudito Mitjana, con Francesco da Milano, la figura más destacada de la literatura luthística europea, al que sus contemporáneos llamaron “Il Divino”. Realmente, sus fantasías “no desmerecen de las de este en cuanto a técnica del instrumento y buen gusto”. Daza muestra una marcada preferencia por los movimientos lentos, las melodías de ámbito reducido y el acompañamiento en acordes llenos con ligeras figuraciones intercaladas, como en el villancico viejo Dame acogida en tu hato, o en la villanesca a cuatro voces Prado verde y florido de Francisco Guerrero, el insigne polifonista sevillano, que en la transcripción para vihuela conserva toda la frescura de inspiración del autor.

También en nuestra América fue conocida la vihuela. No se ha conservado ningún instrumento de la época, pero sí datos fehacientes de su existencia en la Argentina.

Traída como las guitarras, bandurrias y otros instrumentos populares de la Península, en los documentos de los padres jesuitas, de Buenos Aires, consta que en 1597, Francisco de Nájera, en los efectos recibidos de Domingo Juárez para venderlos, tiene “82 trastes de cuerdas de vigüela”; en 1599, se apunta en otro documento “cuatro mazos de cuerdas de vigüelas a cuatro pesos cada mazo”; en 1604 son inventariadas en una tienda “100 cuerdas de vigüela a dos reales cuerda”; y, por último, el historiador Xarque refiere en 1687 que, bailando “un niño de ocho años hará mudanzas sin perder el compás de la vigüela o arpa con tanto aire como el español más ligero”.

Hasta hoy, tampoco se ha encontrado música escrita para vihuela por un compositor americano, ni tan siquiera el nombre de algún tañedor de entonces, pero no por ello es menos evidente que aquella fuera conocida y practicada profusamente en este lado del Atlántico.

Un atento estudio de la obra legada por los vihuelistas españoles, revela cómo aquellos fueron músicos instruidos, conocedores del contrapunto y el estilo polifónico de la época. Recordemos de nuevo que Narváez y Valderrábano escribieron obras corales.

Ciertos autores han pretendido considerar su música en el sentido “vertical” de la armonía moderna. Esto es un error. En la música para vihuela impera la polifonía a tres, cuatro o más voces, y los acordes se presentan como una superposición de intervalos consonantes o disonantes. Al querer imponerles un análisis armónico, se observará que el número de cuerdas de que dispone es muy reducido, de tres sonidos, admitiendo solo la primera inversión y rara vez la segunda. Donde se creyera ver acordes de novena o séptima, se hallaría que la introducción de aquellos sonidos disonantes son producidos por la conducción melódica de las voces y que, cuando más, solo podrían ser considerados como notas de retardo.

Sin embargo, no puede negarse que en sus combinaciones existe una armonización latente y si los mismos vihuelistas consideran el acorde como simples consonancias, no dejan de reconocerle valor bastante para establecer el tono en que la pieza está escrita. Luis de Milán, en “Inteligencia y declaración de los tonos que en la música de canto figurado se usan”, explica que han de conocerse: “Primeramente en el término. Secundariamente en las cláusulas. Terceramente en la cláusula final, que es donde fenecen”. Es decir, en el ámbito del tiple; en las cadencias y en la cadencia o acorde final.

Las composiciones de aquellos tratadistas están basadas en los antiguos modos eclesiásticos, auténticos y plagales, con tónica común a los que nuestros vihuelistas llaman “tonos maestros” y “tonos discípulos”. En ella, no obstante, puede observarse la larga evolución sufrida por estos modos a través de la Edad Media, por la que fue posible descubrir en el siglo XVII la armonización racional de las dos escalas-tipos en que se basa nuestro sistema musical. Sus libros han permitido a los musicógrafos descifrar ese misterio, pues mientras que en la música escrita sobre la pauta de entonces muchas veces se omitía la alteración del séptimo grado, en la tablatura de vihuela, basada sobre la escala cromática, se indica siempre la alteración de esa sensible, ascendente desde la Edad Media, que habría de influir tanto en la supremacía del modo mayor.

Según recomendaban los teóricos, generalmente los compositores de música para vihuela no incluyen la tercera en el acorde inicial y final de sus piezas, pero cuando la obra está en modo menor o en una escala cuya fundamental lleva una acorde menor, este lleva, casi siempre, la tercera mayor, aceptando implícitamente la preponderancia del modo mayor sobre todos los tonos.

En sus tratados puede observarse, asimismo, las primeras manifestaciones de un estilo musical, concebido principalmente desde el punto de vista de los instrumentos y que habrá de dar origen a la orquesta moderna.

La marcha melódica de las voces en el coro del siglo XVI está sometida a muy estrechas limitaciones: una voz no debe proceder por saltos de cuarta aumentada o quinta disminuida, ni de séptima mayor o menor, y si la sexta menor es permitida, la mayor es apenas tolerada. En las piezas instrumentales no están las voces sometidas a una disciplina tan rigurosa y su propio estilo les da derecho para usar, sin preparación, las disonancias más ásperas.

La condición de su instrumento, de extracción popular, y el ambiente cortesano en que se desenvolvían, obligó a los vihuelistas a escribir una música mas fácil y galante y que incluyeran en sus libros las canciones populares de moda; villancicos, sonetos, villanescas, sin olvidar los viejos romances, “por no incurrir en desgracia de los que son amigos de este manjar”. Así, folkloristas conscientes brindan al músico de hoy toda la riqueza documental que avaloran ese inigualado cancionero musical español.

En los cantos con acompañamiento de vihuela, la melodía está casi siempre encargada a la voz aguda, mientras las otras son reducidas en forma de acordes, preparando, si no es que la constituyen ya en sí, la monodia acompañada.

Al iniciarse en España, gracias a los esfuerzos de Felipe Pedrell, la expresión nacionalista, no pocos han sido los compositores que han bebido en esa fuente inagotable que son las producciones vihuelísticas. Como se nota su influencia, y a veces los mismos temas por ellos conservados, en las obras de Manuel de Falla, Joaquín Rodrigo y tantos otros.

Un solo punto me queda por tratar, y se refiere a las transcripciones, en notación moderna que de las obras de los vihuelistas han hecho algunos musicólogos españoles y de otros países.

Durante dos siglos, esos preciosos incunables, testigos de un glorioso pasado musical, permanecieron olvidados, extraviados en bibliotecas oficiales y en manos de particulares, sin constar muchas en los catálogos, esperando tal vez al estudioso que habría de descubrir los tesoros entre sus páginas escondidas.

A partir de la segunda mitad del 1800, comienzan a preocuparse los músicos españoles del pasado de su arte. Este movimiento lo inicia Hilarión Eslava con la Lira sacro-hispana, colección de obras de carácter religioso; le sigue el españolísimo Francisco Asenjo Barbieri, en cuyo Cancionero musical de los siglos XV y XVI, aparecen numerosos villancicos de los vihuelistas. Los luthistas españoles del siglo XVI, del conde de Morphy, y la enorme labor de Felipe Pedrell, son los continuadores inmediatos de aquellos trabajos.

En 1923, Eduardo M. Torner comienza la publicación para piano del libro de Narváez, aún sin terminar; poco después Leo Schrade edita en Alemania, también para piano, una estupenda versión completa de El maestro, de Luis de Milán, y la Casa Max Eschig, de París, publica las primeras transcripciones para guitarra, debidas a Emilio Pujol.

La trascripción de aquellas obras ofrece no pocas dificultades al músico de hoy, pues si la tablatura queda explicada con lujo de detalles en los tratados, la parte musical deja bastante que desear, en cuanto a claridad.

En la mayoría de los casos, no está aún seguro respecto a la tesitura en que se deben escribir. Unos autores se basan en la afinación sol-do-fa-la-re-sol, del agudo al grave, dada por Bermudo, y otros en el tono en que está indicada la pieza o por las claves, como en las de Narváez. No obstante, esto no ha podido ser establecido como regla.

Aunque es seguro que hubiera entonces vihuelas de diversos tamaños, lo más probable es que, en general, tuvieran un tipo mediano, más corriente, para el que escribieron sus obras los vihuelistas, pues ninguno hace la indicación específica de la necesidad de utilizar varias vihuelas de distintas proporciones.

Torner cree que Narváez debió utilizar al menos cinco, mas yo estimo que el cambio de claves indicado por Narváez no implica, necesariamente, el uso de varios instrumentos, pues al hablar él mismo en su Seys libros del Delphin de música de cifras para tañer vihuela. “De los tonos y las claves”, dice: “… también verán cómo en la vihuela se pueden mudar las claves conforme a lo que baxa o sube la obra”. En el de Bermudo se lee al respecto: “Conoceréis usar los buenos tañedores de muchas vihuelas, porque no siempre ponen la clave en un traste”. Es importante aclarar en este párrafo, en el que Torner sustenta su teoría, que al decir el tratadista “muchas vihuelas”, no se refiere el particular a las dimensiones del instrumento, sino a las afinaciones. Para no insistir sobre el asunto, transcribiré otra nota, de Fuenllana, al hablar del “partir” de las cuerdas: “…la que queda en vacío servirá de mi o re y la que se hollare será sol o fa, según el tono que se tañere”.

En muchas transcripciones no ha sido respetado el sentido polifónico de aquellas obras, y en otras ha sido descuidado el ritmo, no siempre indicado correctamente por los vihuelistas. En efecto, no pocas veces se observa en ellas que el acento musical no concuerda con la división de compases que la tablatura indica, como ocurre en la Pavana llana para tañer; de Pisador, escrita en compás binario, cuando en realidad ha de ser ternario. Precisamente de esa pavana ofrece otro ejemplo Valderrábano, con el compás correcto. Asimismo, es corriente entre ellos el uso de una misma obra, de distintos ritmos, muy pocas veces indicados en la tablatura y que el músico moderno ha de separar, cifrando correctamente los cambios de compás.

Los transcriptores de la música de vihuela no han sido cuidadosos en su trabajo, pues han hecho versiones bastante desvirtuadas del original, entre ellos Asenjo Barbieri y el mismo Pedrell. Torner, en las diferencias de Narváez sobre Guárdame las vacas, no siempre respeta la escritura original y cambia bajos y giros melódicos. Jesús Bal y Gay se toma mayores libertades en la Colección de villancicos y canciones del siglo XVI, publicada en México y según declara en las “Palabras al lector”, se permite hacer “transporte, donde la partitura de la parte musical lo consiente; ampliación de los acordes, duplicando algunas de sus notas; permutación de dos partes o voces del tejido polifónico y finalmente, añadido de una nueva parte contrapuntal”. Aunque creo que Bal y Gay ha sido sincero al tratar de conseguir de esta manera una sonoridad más llena en el piano, es innegable que las obras así transformadas pierden todo su interés para el músico curioso que desea conocerlas tal y como fueron escritas.

De las versiones que conozco, estimo como la más autorizada las de Leo Schrade y Emilio Pujol, por ser las que mejor responden al espíritu de la musicología moderna; del mismo modo que prefiero aquellas que son hechas para guitarra que, siendo por su constitución un instrumento análogo a la vihuela, traducen más fielmente una de sus principales características: el ambiente sonoro.

Después de El parnaso, de Esteban Daza, no se ha encontrado ningún otro ejemplo de música impresa para vihuela. La guitarra, de quien los propios vihuelistas habían reconocido su importancia, va adueñándose de su terreno, hasta que a mediados del siglo XVII aquella desaparece para siempre de la vida musical. Pero aún a fines de 1500, tenemos noticias de que la vihuela continúa gozando del favor de los círculos musicales, y sería entonces que llegó a la madurez en su arte Andrés de Narváez. Asimismo, Espinel en su Vida del escudero Marcos de Obregón, al referirse a la vida musical de Madrid, habla de las reuniones en casa del maestro Clavijo, en la que el licenciado Gaspar de Torres “acompañando a la vihuela con gallardísimos pasajes de voz y garganta llegó al extremo que se puede llegar”, y más adelante: “Pero llegado a oír al mismo maestro Clavijo en la tecla, a su hija Doña Bernardina en el arpa y a Lucas de Matos en la vihuela de siete órdenes, es lo mejor que yo he oído en mi vida”. He aquí dos vihuelistas de la primera mitad del siglo XVII, cuando todavía su instrumento no había sido del todo relegado al olvido a favor de otro de la misma familia: la guitarra.


 Fuente: Revista Clave. Año 5. Números 2-3, 2003, pp.12-19