Hace diez años comparto un espacio de aprendizaje con estudiantes de cuarto año de la carrera de Comunicación Social en la Universidad de La Habana. Sin considerarlo una traición a mi formación periodística, decidí ejercer la docencia sobre temas relacionados con la Comunicación para el Desarrollo, específicamente en temáticas de género, algo que me apasionó desde mi primer taller de formación coordinado por Ania Mirabal.

Yo —que todavía lo pienso dos veces antes de escribir en el título de un texto “cubanas y cubanos”, porque prefiero la síntesis por encima de cualquier otra cosa, y que vivo en el reparto Mambí de Guanabacoa, donde lo atribuido a cómo se comporta un hombre y cómo una mujer no deja espacio para medias tintas— he decidido apostar por una asignatura polémica y a la vez muy necesaria.

“Si no se logra el diálogo, aunque sea desde posiciones opuestas, no se avanza hacia una construcción
colectiva, hacia un consenso”. Fotos: Cortesía del autor

No me declaro especialista en temas de género, y sí un feminista por vocación, a riesgo de que, al leer esta palabra, alguien decida en este punto abandonar la lectura por asociarla a extremismos nada saludables. En correspondencia con la invitación de La Jiribilla, siendo apenas un entusiasta de este tema, pretendo compartir algunas experiencias acumuladas en clases; resultantes de un debate entre jóvenes cuyas edades oscilan entre los 20 y los 23 años, la mayoría sin acercamiento previo al tema.

Desde los primeros encuentros se hacía necesario aclarar diferencias conceptuales entre sexo, género, identidad de género y orientación sexual. Una vez que estos quedaban claros, el debate fluía con mayor claridad; aunque no siempre el auditorio quedaba del todo convencido. Ese camino teórico no estaba libre de tropiezos, y en más de una ocasión fui víctima de momentos risibles, como aquella vez en que, en medio de un debate, presioné a uno de los muchachos. Recuerdo que lo precisé: “Entonces, ¿qué es el sexo? A lo que otro intrépido respondió: “Profe, si a su edad usted no sabe eso, está embarca’o”.

Entre chistes y dobles sentidos fuimos adentrándonos en las aristas complejas del asunto. Constantemente velábamos por un uso correcto del lenguaje, que tiene como trasfondo concepciones enraizadas. Más que rectificarnos con frecuencia para que dijéramos “niños y niñas”, intentábamos evitar las generalizaciones del tipo “las mujeres se creen…” o “todos los hombres son…”. Poco a poco fuimos diciendo: “una parte de las mujeres” o “se cree que la mayoría de los hombres…”, y así sorteábamos los estereotipos que existen sobre las feminidades y las masculinidades. A mediados de semestre no decíamos ya “hombres afeminados” ni “mujeres marimachas”; y concluimos, acertadamente, que podían existir tantas formas de ver y vivir lo masculino como hombres habitan la tierra. Lo mismo con lo femenino. Y esas disímiles maneras había que aceptarlas.

“Existe violencia de género entre hombres, como también entre mujeres; incluso es posible autoviolentarse y que detrás de esa acción existan cuestiones relacionadas con el género”.

Los turnos en los que debatíamos sobre orientación sexual e identidad de género eran los más complejos. Los muchachos y muchachas se sentían en confianza para manifestar sus incomprensiones, sus dudas: “No entiendo cómo una mujer se hace el cambio de sexo porque se siente hombre, y luego se busca, como pareja, otro hombre. Para eso hubiera seguido como estaba”. O asimismo: “Soy mujer y me gustan los hombres, si tengo una relación sexual con una amiga y me gusta, pero me siguen gustando los hombres y no otras mujeres, ¿eso me convierte en lesbiana, bisexual, o sigo siendo heterosexual?”.

En esos mismos espacios muchos manifestaban no sentirse a gusto con la cantidad de siglas que integran la comunidad LGTBIQ+ y preferían simplificarlo en tres o cuatro categorías. Otros ponían en un mismo saco a “metrosexuales” y a “lumbersexuales”, mientras que algunos sumaban a las orientaciones a los “sapiosexuales” o a los “tecnosexuales”.

A pesar de estar ante un auditorio joven no solo asomaban dudas, sino también, y sobre todo, juicios de valor: “Si una mujer participa de un trío y ‘hace cosas’ con la otra mujer no necesariamente es lesbiana; ahora, si dos hombres están entre ellos, aunque sea una vez, son gays”. Y este otro: “Cuando sea padre, yo asimilaría mejor tener una hija ‘tortillera’ que un hijo ‘maricón’”. Entonces, se imponía una aclaración colectiva. ¿Acaso detrás de estas formas de pensar, más que una discriminación por orientación sexual no se descubre un machismo enraizado? En sus imaginarios instituidos las mujeres sí podían hacer determinadas cosas sin que influyera en su orientación sexual; en cambio, los hombres no. La misma lógica aplicaban en relación a otro tema: “Siempre será más grave que violen a un hombre a que violen a una mujer”.

Entre esos “universitarios de la segunda década del siglo XXI” —a quienes erróneamente podemos imaginar libres de prejuicios— algunos se reconocían homofóbicos; otros, intolerantes con determinadas prácticas, que, incluso, discriminaban a la mujer de una forma naturalizada. Recuerdo a uno que afirmó en cierta ocasión: “Yo no aceptaría casarme con una mujer que tuviese un hijo de otro hombre, porque para mí esa mujer está ‘usada’. Yo no quiero a alguien así para compartir mi vida”. Por supuesto, la reacción del grupo no se hizo esperar ante una manera tan discriminatoria y sexista de valorar la maternidad.

“No siempre la violencia de un hombre sobre una mujer, o viceversa, se puede catalogar como violencia de género”.

Algo que incorporábamos como parte de los momentos evaluativos eran los ejercicios prácticos: desde encuestas en las que se podía constatar que un número nada despreciable aspiraba a tener una práctica con una persona de su mismo sexo sin que eso afectara su orientación sexual, hasta una simulación en la que dos profesores discutían sin motivo aparente —y él la maltrataba a ella, enfatizando su condición de hombre— para evaluar la reacción de los estudiantes cuando presenciaban un acto de violencia de género. Este, por cierto, es de los temas sobre los que más información poseían los estudiantes. Asumo que en gran medida ocurre por el destacado rol de los medios de comunicación en Cuba y en el mundo, en los que cada vez con más frecuencia y acierto se abordan estos temas. Sin embargo, debíamos explicar que no siempre la violencia de un hombre sobre una mujer, o viceversa, se puede catalogar como violencia de género. Existe violencia de género entre hombres, como también entre mujeres; incluso es posible autoviolentarse y que detrás de esa acción existan cuestiones relacionadas con el género.

En materia de feminismo, corregimos la errónea conceptualización asociada al significado de “las mujeres mandan”. En cambio, fue más difícil separarlo de la relación directa que hacían los estudiantes con las posturas del feminismo más radical. De ahí que muchas muchachas que abogan por la equidad de género negaran ser feministas, o que alguien planteara que un hombre nunca podría serlo; ambos elementos incorrectos. En este sentido, en cursos diferentes, surgieron como manera de evaluación final dos propuestas que tuvieron una salida comunicativa en la revista Contexto latinoamericano: la campaña comunicativa “Soy feminista ¿y qué?”, y un cartel elaborado por un grupo de muchachas en las que mostraban, desde Cuba, las luchas de las mujeres latinoamericanas.

Campaña “Soy feminista ¿y qué?”.

Sin que fuera una norma, constantemente todos nos estábamos evaluando. De ahí que la clase entera mantuviera las alarmas encendidas ante frases sexistas. No obstante, insistíamos en algo: “No nos sintamos mal cuando en esta lucha interna por ser mejores personas, encontremos todavía sesgos de determinado pensamiento sexista, pues somos hijos e hijas de una cultura patriarcal, tenemos demasiado machismo incorporado; el cambio es poco a poco, y paso a paso”.

Intentábamos exigirnos coherencia ante todo. No puedes andar pregonando equidad si a lo interno, en tu casa, solo asumes “tareas de hombres” y esquivas aquellas que consideras debe hacer tu mamá, tu novia o hermana, porque son propias “de las mujeres”. Si estás defendiendo una causa en la que las víctimas son ellas, no te permitas usar como contrarréplica “todos los hombres son unos sinvergüenzas”. ¿Reaccionas de la misma manera a la frase “mi vida, ¡qué cuerpo más lindo!” cuando lo dice un hombre feo y desaliñado, que cuando la dice uno bonito y elegantemente vestido?

Un punto caliente, casi al final del semestre, llegaba cuando analizábamos marcas de género en productos comunicativos. No se olviden que algunos de nuestros comunicadores sociales se especializan luego en marketing, y a muchos los contratan para que promocionen o vendan determinado producto. En ningún lugar está escrito que la promoción de una bebida deba ir acompañada de una modelo en shorts cortos, o que para vender un tabaco una mulata deba mostrarse provocativa.

“Somos hijos e hijas de una cultura patriarcal, tenemos demasiado machismo incorporado; el cambio es poco a poco, y paso a paso”.

Cuando ellos y ellas salen del aula empieza otro proceso también interesante. Después de discutir dos horas sobre el tema, salen a su vida cotidiana: en su casa, con sus parejas, con sus amistades. Empiezan a vivir un grupo de experiencias que ahora observarán con otros ojos. En esa discusión que ahora se dará, incorporan lo aprendido y observan las reacciones que tienen otros que no han escuchado los debates en clases —reacciones que pueden ser contrarias, porque la gente hace resistencia—, entonces dialogan con personas que no están formadas en género, y eso enriquece lo que empezó en el aula. No repiten que “el género es una construcción social y que hay antecedentes culturales que determinan estas cuestiones”, sino que viven, desde sus propias experiencias de vida, el resultado de ese proceso cultural.

Por eso, para aprender de los demás, el diálogo tiene que ser esencial. Si no se logra el diálogo, aunque sea desde posiciones opuestas, no se avanza hacia una construcción colectiva, hacia un consenso.

¿Ha sido útil la asignatura? Creo que sí. En primer lugar, incorporamos conceptos: ya podemos hablar de enfoque de género y equidad, que no solo es tener mente abierta, sino una lógica de análisis fuerte para poder percatarse de cuándo se es víctima de una relación de opresión atravesada por el género; que el género es un elemento transversal en casi todas las relaciones de poder y está presente en casi todas las relaciones humanas.

En segundo, el grupo descubre que no son pocas las personas sensibilizadas e interesadas en este tema. Que somos también muchos los hombres implicados, destruyendo la falsa creencia de que las luchas de género solamente les interesan a las mujeres. Incluso, el simple hecho de que sea un hombre quien coordine la asignatura de género ya los pone a pensar un poquito. Es muy rico cuando entre los estudiantes que se anotan en la asignatura hay varones, porque así la polémica es mayor y cada quien ofrece sus puntos de vista, basados en sus vivencias personales como mujeres y como hombres.

Falta mucho camino para lograr una sociedad equitativa en materia de género. De aquellas clases no creo que nadie —mucho menos yo— haya salido con el cartelito de experto o experta en materia de género. Ahora, sí creo que se les movió algo dentro en materia de sensibilidad. Todavía conservo la foto de dos de mis alumnos varones más homofóbicos a inicios de curso, y el día último, cuando hubo que disfrazarse y representar alguna minoría: se trasvistieron sin complejo alguno y contaron de su evolución durante aquellos meses de trabajo.

Las anécdotas que describo han ocurrido en aulas universitarias, con jóvenes, y en la capital de un país tercermundista; aun allí hay prejuicios, estereotipos, rechazos, discriminaciones. Otra bien distinta fue cuando debí coordinar un espacio similar —aunque de menor duración— con hombres y mujeres entre 40 y 50 años en un entorno rural del municipio de Güines, donde la cultura patriarcal tiene echada raíces más profundas. Se podrán imaginar las reacciones.

“El género es un elemento transversal en casi todas las relaciones de poder y está presente en casi todas las relaciones humanas”.

Cada año me propongo motivar a esos universitarios para entender las lógicas de la sociedad patriarcal y la necesidad de transformarla, sobre todo abogando por la equidad y por la justicia. Ese posicionamiento ético es desde el que trato de situarme, partiendo, por supuesto, de que la construcción de género es un proceso social y cultural y que, por lo tanto, es posible cambiar la realidad. Insistimos en que las cosas no son así porque sí. Ni nacimos biológicamente determinados para hacer las cosas de una manera, ni porque fueron así toda la vida deben permanecer en el tiempo. Una pregunta que reiteramos: ¿eso que está naturalizado es justo o no lo es? Si no es justo, aunque haya sido así siempre, podemos y debemos cambiarlo. Allí radica uno de los principales desafíos.