Las marcas de Judith

Eberto García Abreu
13/1/2017

Lo que llamamos Teatro son relaciones. Relaciones operativas a distintos niveles entre las personas, los actores, el director; entre los actores, los personajes, el texto, el tiempo y el espacio. Tras una primera fase se produce la relación con el público. En todo el proceso se verifican relaciones. La calidad de éstas condiciona el resultado.

                                                                                                        E.B.                                                                                                                  

I

Con estas palabras, Eugenio Barba inició el taller que impartiera del 16 al 20 de octubre de 1989, en la Facultad de Arte Teatral del ISA. Después de múltiples lecturas y horas de estudio sobre sus materiales teóricos, ocurría el primer acercamiento personal, vivo, entre el director del Odin Teatret y un grupo de actores, directores, dramaturgos y teatrólogos cubanos, para efectuar un proceso de aprendizaje tomando como motivación el intercambio del director y el actor en el trabajo creativo, en el descubrimiento de una nueva cualidad para el teatro. El taller, como la mayor parte de los textos consultados, constituía una experiencia de laboratorio. Nunca antes había presenciado un espectáculo el Odin, oportunidad ineludible para confirmar las expectativas sobre la obra de un grupo cuya acción se halla próxima a los 25 años.


Eberto García Abreu. Foto: Sonia Almaguer

En ese momento, Judith, el espectáculo de la actriz Roberta Carreri dirigido por Barba, era la promesa más inmediata. La primera posibilidad de contacto. Mis previsiones comenzaron a despejarse a partir del encuentro con el director. Este hombre que junto a sus compañeros construye y ampara un camino para arribar a Tebas por una de sus siete puertas, al exponer sus criterios y «obsesiones» fustigaba mis estereotipos sobre el arte de la escena. En principio, arremetiendo incluso contra conceptos preestablecidos sobre su propia obra, obligándome a profundizar en una imagen esencial del teatro, limpio de todo accesorio banal, superfluo y redundante. Ello significaba aproximarme a la dinámica paradoja del teatro como un hecho de ficción integrado orgánicamente a la vida. De este modo, Stanislavski, Meyerhold, Artaud, Brecht, Grotowski, fueron invocados nuevamente a participar de la búsqueda, a reorientar las interrogantes ante la posibilidad de encontrar una mirada diferente que rebasara los estrechos marcos impuestos sobre nuestra profesión por la inmediatez y la costumbre.

Seis intensas sesiones de trabajo, más que aseverar una respuesta definitiva sobre el sentido del teatro que defiende Eugenio Barba, me revelaron la existencia real de un universo poco conocido, donde el acto de creación, el acto poético, es la expresión directa de una elección existencial. No es un modo de ver la vida, sino una manera de asumirla. De ahí que la imagen, el resultado final expuesto en una obra, no pueda desprenderse de una compleja trayectoria precedente, en el cual el actor como artífice de ese sistema de relaciones, se lanza a la búsqueda de lo desconocido desde su propio universo interior.  Es decir, elabora su material de trabajo, encuentra sus motivaciones, profundizando sobre sus necesidades vitales a partir del conocimiento y dominios de su aparato físico y mental en tanto sistema naturalmente inseparable. En todo momento, el rigor sobre sí mismo constituye la carta que justifica su presencia sobre la escena, entre sus compañeros de trabajo, y por supuesto, entre los espectadores. He ahí una manera de entender y proponer la profesión teatral.

Brecht decía que comprender era el primer paso para la acción; para la transformación del estado de las cosas. Si bien anteriormente yo estaba «informado» de los postulados que identifican al Odin Teatret, el conocimiento más profundo llegó durante el taller. Me aproximé entonces a la artesanía del director en su acción práctica en torno a un motivo creador. El rasgo eminentemente pedagógico del encuentro permitió observar los resortes que articulan el sistema. Pero ante mí solo tenía algunos trazos, apuntes diversos en un cuaderno de estudios. El taller fue una provocación para el teatro. El punto de partida para la comprensión; la revelación de uno de los siete caminos hacia Tebas.

II

Minutos antes de comenzar el espectáculo, la sensación de penetrar en el terreno de un mito, de una leyenda, era absolutamente paralizante. Roberta Carrieri, en su condición de actriz nos recibe en su ámbito propio. Nos hace un lugar en su espacio vital. Cual buena anfitriona se dispone a brindarnos su aventura y su historia. Ella está allí, en el centro, y su belleza difícil, ordinariamente indomable, trata de tender un hilo, un puente hacia todos los espectadores. Pero su verdadera imagen se revelará después. Judith será el puente de Roberta hacia la trascendencia; el camino donde su hermosa condición humana alcanzará la luz.

No es posible pulir nuestras armas, pertrecharnos para el primer encuentro. Si realmente estamos dispuestos al descubrimiento, al conocimiento, lo impredecible de las nuevas circunstancias reordenará en un instante todas nuestras visiones. Fue ésta la conclusión inobjetable de la primera noche. Sin ninguna información precedente -generalmente rechazo leer los programas antes de la representación- en ese momento el espectáculo me develó algunos de sus elementos constitutivos, ciertos núcleos de acción, una primera visión sobre su estructura y las relaciones operantes que sirven de soporte al plano expresivo de la obra.

Judith era la prolongación del taller. La primera noche me enfrenté a una manera diferente de ordenar las relaciones que fecundan el acto teatral, sin embargo no logré rebasar la frontera que la técnica artesanal del espectáculo develaba en tanto resistencia y vía ineludible para arribar a su integridad. El sentido de la acción teatral abarca la interrelación de diversos planos operativos en su nivel estructural, sin jerarquizar uno de ellos en detrimento del resto, sino ordenando sus nexos de tal manera que develen al espectador zonas de tensión, momentos contradictorios, a partir de los cuales él pueda erigir su fabulación personal. Dentro de este sistema teatral el intento tradicional de comprender la fábula, hallar el significado último de cada imagen, detectar el referente más diminuto, como vía de acceso a las ideas y al mensaje, es un intento absolutamente infructuoso. Evidentemente, en un espectáculo como éste, el proceso emotivo y racional que supone llegar a una nueva verdad a partir del impulso que constituye la imagen artística, no puede partir de la desintegración de los planos que la identifican.

De la misma manera que no podemos descomponer un hombre, un cuerpo vivo, para hallar su esencia, su carácter,  su individualidad, sino que estos rasgos aparentemente ocultos se revelan a través de las relaciones que con él hemos de establecer, Judith tampoco puede ser fragmentada, reducida a una sumatoria de planos y señales dirigidas a todos los espectadores y a ninguno en particular.

Pretender entonces narrar una versión argumental de la obra, significa compartir una lectura individual, una invención particular en la que se encuentran fundamentalmente tres universos existenciales, tres culturas, tres identidades: la del director, la de la actriz y la del espectador. Mientras más profundo e íntimo sea este encuentro, mayor será el relieve de sus huellas en la memoria individual y colectiva.

La milenaria hazaña de Judith, en tanto anécdota, es interpretada en esta oportunidad recorriendo las múltiples connotaciones que la humanidad ha querido encontrar en su inextinguible flujo de señales a lo largo de los siglos. Al confrontar estas recurrentes obsesiones en un nuevo tejido metafórico, cuyos orígenes se remontan quién sabe cuántos años atrás, lejos de apuntalar una única visión, se abre un espacio de ambigüedades potenciador de infinidad de encuentros futuros.

Ante mí, Roberta invocó a Judith desde su condición de mujer que hace teatro para explicarse su naturaleza y su ubicación en el mundo y de la gente que vive a su alrededor. Su cuerpo frágil y espléndido tuvo que morir para conocer la vida. Como Fausto, tuvo que reconocer los contrarios para encontrar el sentido de su presencia y su evocación. Judith no fue el punto de partida sino una revelación en la travesía de la actriz.


Roberta Carreri en Judith. Fotos: Sitio Web del Odin Teatret

Descalza, cubierta con una bata de casa de terciopelo rojo que oculta un ropón de dormir de satín blanco, la actriz comienza su narración preparando el espacio donde representará su sueño. Esta primera parte deviene la preparación de las condiciones para imaginar, sin apelar a ningún recurso ilusorio gratuito y superficial. Ella no demanda hipnotizarnos, reducirnos, sino dilatar nuestra presencia física y mental. Este obstáculo –agudizado aún más por las condiciones espaciales del Hubert de Blanck inadecuadas para esta obra- es el primer eslabón de las relaciones estrechas que la actriz procura con todos los que asisten al teatro cada noche. La manera de ubicarnos en el contexto de la representación funciona como uno de los elementos definitorios para encontrar la posibilidad de penetrar los encantos de Judith.

En un espacio oscuro y semicircular, un rayo de luz proyectado sobre un telón blanco brillante, crea diferentes planos de luz y sombra. Llegado el momento, Roberta-Judith-Holofernes, atravesarán estas zonas para desenterrar las angustias de una mujer que ha de luchar entre el deber ser, la misión de proteger a su pueblo del enemigo y el deslumbramiento ante la imagen de un hombre que la fascina y obliga a revivir en ella sus dotes para el amor, el deseo y la ternura. La tragicidad de este conflicto polar entre el deber ciudadano y la necesidad individual, entre la razón y la pasión, recurrente en la historia teatral, vuelve a ser en mi lectura el punto de convergencias hacia el cual se dirigen todas las relaciones que la actriz construye con el entorno durante la representación: con los objetos, con las diversas oposiciones que conforman la modulación de su voz, con la estructura sonora que le sirve de pauta resistente para realizar su «danza del pensamiento-en-acción», y por supuesto, con el espectador.

Al hablar de Judith quiero insistir en la manera peculiar en que está presente el conflicto como elemento compositivo y generador del teatro.

A pesar de los evidentes rasgos de virtuosismo «técnico» –los cuales en sí mismos no constituyen un elemento a considerar pues pueden resultar carentes de significado y verdadero sentido- hay que reconocer que todo cuando ocurre ante nosotros, verifica un sistema de oposiciones cuya dinámica interna, al superar una primaria función narrativo-ilustrativa, dispersa los focos de atención y exige un proceso de integración, relación y recreación del espectador desde una perspectiva artesanalmente cuidadosa y profunda, que le permita como en cualquier otra actividad de la vida cotidiana rebasar lo aparencial para descubrir, quizás, la «razón de ser» de los hechos.

Terminada la narración, tras el frenesí de la danza, Judith-Roberta deja caer sobre el suelo de la escena un breve chorro de agua. El sonido del agua al caer sobre el tablado,  apaga la intensidad sonora precedente y abre paso a un momento de silencio, a una pausa, a partir de la cual la tensión dramática alcanza uno de sus puntos más elevados. La acción transcurre entonces vertiginosamente hacia el centro, hacia las raíces individuales, hacia el subconsciente. Pero la actriz recuperará inmediatamente  su condición rectora. Dominará la escena y cambiará el sentido de las imágenes: toma el paño que cubría la cabeza de Holofernes, seca el piso, reordena el espacio, apaga la luz, ilumina a los espectadores y sale.


Roberta Carreri, entrenamiento actoral

¿Habrá terminado entonces la el teatro, o será ahora cuando realmente comienza?

El taller, la clase demostrativa de Roberta, y las tres noches frente a Judith, aunque resulte quizás muy temprano para afirmarlo, no hubieran sido tan fértiles si sólo me hubieran permitido confirmar mis expectativas. Al redactar estas líneas reconozco que su verdadera lección, la más profunda, no ha estado en el develamiento de otro camino, otra metodología, otro estilo, otro teatro. Antes bien, me han sugerido reinterrogarme sobre mis aspiraciones en el desempeño de la crítica teatral, pues el teatro, al inventarse todos los días, lejos de ser un acto para ser juzgado desde posiciones prefijadas, requiere también una apertura infinita de aquellos que intentan protegerlo desde sus propias fronteras.

Después del artificio, en el recuerdo sólo quedan las imágenes vivas de los hombres y sus acciones. Después de este encuentro puedo agradecer a Barba el hecho de aprender a buscar en el teatro las relaciones que lo sustenten y ensanchar así los horizontes de una perspectiva valoradora, a menudo insegura y tendenciosa.

Detrás de Judith, Roberta. Esta inmensa mujer vinculada al teatro desde hace ya mucho tiempo, defensora de la sala de su coterráneo Darío Fo ante las amenazas de de los fascistas; esta mujer que considera íntimo su aporte de quince años al Odin, su único teatro, me deja como ofrenda el aliento humano necesario para comprender el teatro como una meta, como una aspiración existencial. Como una manera de defender la vida y de descubrirla en los riñones más insospechados de uno mismo y de las gentes en cualquier parte del mundo. Ante su presencia, que es sólo la parte visible de su travesía junto a barba y sus compañeros del Odin Teatret, ante el espectáculo, que es su manera de acercarnos al teatro, sólo es posible guardar cuidadosamente el calor de sus imágenes de tal modo que el teatro permanezca, no como recuerdo o acervo cultural, sino como experiencia humana. Pero la experiencia, mientras más profunda y lacerante resulta, aún más difícilmente puede ser comunicada. He ahí la terrible paradoja de este intento personal.

 

Tomado del libro Estaciones teatrales, Colección La selva oscura. Ediciones Alarcos, La Habana, 2016.