Las parrandas de Remedios y los dos siglos de un paraíso recobrado

Mauricio Escuela
23/12/2020

“Solo la emoción perdura“.
Ezra Pound
 

Íbamos los remedianos en aquel año como ciegos, pues la luz de las parrandas había estado ausente en medio de los tiempos de escasez, tristeza, horizonte quizás perdido. En 1994, la gente pensaba en el carbón, en comer algo, en que la electricidad duraría solo unas pocas horas y luego estaban la tiniebla y los abanicos, el calor, los mosquitos al acecho, las noches con el cielo estrellado como único consuelo. Eran instantes heroicos para la cultura y casi nadie pensaba que algo, en nuestras fiestas mayores, pudiera salir medianamente bien.

Las parrandas de Remedios tienen ese cometido: refundar nociones, particularismos, identidades.
Fotos: Internet

 

Quienes vivieron los tiempos más duros, recordaron la resistencia de una tradición que había venido desde adentro, en el mismo espíritu de Remedios. Levantaban proyectos de la nada, llenos de esperanza, mensajes en los cuales iba todo un país. Alelados nosotros los soñadores con seguir a la sombra de aquella pobreza irradiante. El año 1994, el barrio El Carmen se dio a la tarea de un trabajo de plaza llamado Génesis, por el libro primero de la Biblia, en el cual se habla, más que todo, acerca de la creación, porque de ahí, de esa luz que flota sobre el caos dependía la esperanza de quienes amábamos un país. De las estructuras raras, más que informes, se desprendía un aura misteriosa, un paraíso perdido miltoniano, que tocaba a nosotros descifrar. Cuentan que ni el conductor de la grúa sabía cómo armar aquel ingenio en medio de la plaza y que, la caída de la última pieza, fue casi un gesto divino. “¡Es para ti, haz que funcione!”, decía el realizador del proyecto, desde una esquina de aquella muchedumbre, mientras señalaba al cielo, morada de la luz que impactó a todos desde la cumbre de aquel monstruo.

Génesis encendió a las nueve de la noche del 24 de diciembre de 1994, como si fuese una premonición de tantas otras parrandas, un origen nuevo, la continuidad que todos requeríamos, ese espíritu de la tradición, ese fantasma vivo. Primero, la luz flotaba sobre las aguas y el caos y separó ambos mundos, creando las divisiones del orden y el desorden, mediante juegos de artificio Luego, la leyenda se encargó de que aparecieran el hombre y la mujer, como centros humanistas de una creación, esencia del mensaje de dicho arte. La muchedumbre, embelesada, observó la visión del Hijo del Hombre en la cúspide del trabajo de plaza, como descubrimiento, y fue la apoteosis. Las parrandas tienen ese cometido: refundar nociones, particularismos, identidades.

A doscientos años de la primera parranda, aquella lejana de 1820, en la cual los muchachos y el cura Francisco Vigil de Quiñones no imaginaron este aluvión de hoy; los habitantes de San Juan de los Remedios nos tornamos testimonio vivo de una génesis, de este renacer, que no se detiene, el de la cultura real. Nadie podría explicarnos mejor este proceso de resistencia que los ancianos que lo vieron morir y volver tantas veces. La música por ejemplo, se perdió un tiempo, mas el compositor y director de orquesta Agustín Jiménez Crespo —según me contó el ya difunto y longevo Esteban Granda— iba por las calles, consultando a los más ancianos el tarareo de las polkas, para reescribirlas al pentagrama. Gracias a ello, hoy tenemos un patrimonio musical intacto. Remedios resiste, huye de las banalidades, crece hacia adentro como lo hacen los grandes, sin necesidad de elogios merecidos o no.

La belleza tiene un significado: restaurar. Ya desde el mismo nombre de aquel ingenio para la plaza, los remedianos sabíamos que estábamos en medio de un proyecto trascendente y lo hemos respetado a lo largo de las décadas. Quienes no saben expresar con palabras qué significan doscientos años de un proceso como este, lo intuyen y saltan cuando las luces de los trabajos de plaza se mueven en la noche del 24 de diciembre. La leyenda habla de niños remedianos que van impacientes en los vientres maternos, mientras transcurre la vida parrandera. Otros testimonios nos dan la imagen de pequeños muchachos con faroles o enseñas de los barrios, cuyos ojos se llenan de lágrimas al ver salir la carroza de sus sueños. Hemos construido esta patria grande en la pequeñez de la villa, en el pueblo patricio e iniciático, que ya no podrá nadie borrar del mapa, aunque se lo intente muchas veces, aunque se le niegue el derecho a existir.

Remedios resiste, huye de las banalidades, crece hacia adentro como lo hacen los grandes, sin necesidad de elogios merecidos o no.
 

Una parranda es como una guerra, solo que en ella la paz se alza como trofeo victorioso de año en año, para que la conciliación reine entre quienes habitamos este pedacito de nación. Un momento sin la fiesta, como el 2020, justo en el bicentenario, nos retrae al cálculo fundacional, el de tantas génesis que hemos necesitado a lo largo del tiempo. No solo fue el Nazareno saliendo en la cúspide del monstruo de 1994, fue aquel Arbolito del año 1959 que nos anunciaba una Navidad distinta, otro país, el que ahora vivimos. También, recordar aquella muchacha vestida de Cuba que, en 1899, apareciera como descubrimiento a las doce de la noche en el trabajo de plaza dedicado a la independencia que hizo el barrio San Salvador, al cual Francisco Carrillo y Carlos Roloff le hicieron guardia de honor. Dos grandes en una tradición inmensa.

La reinvención de este teatro de realidades que son las parrandas, reside en que amemos cada instante de risa y lágrimas. Sufrimos la pieza que jamás llega a alzarse sobre la carroza o el trabajo de plaza, pero gozamos cuando suenan las polkas y el conjunto repleta una plaza que de pronto pareciera el centro de universo. En la novela El lobo estepario, de Herman Hesse hay una escena final que asemeja mucho a las parrandas, donde lo mismo podemos topar con Mozart que con Goethe, en esa ubicuidad de la maravilla que es la inventiva humana. Ahí, la vida universal del fenómeno traspasa las fronteras de lo posible y deviene lenguaje de sobrehumanos, personas que, siendo de pueblo, construyen algo que trasciende la cotidianidad. La villa vive todo el año pendiente de esa feria de personajes y mitos, de esa floresta de metáforas que durante veinticuatro horas aparecen en la plaza, para que el mundo vea que hay otros mundos.

Quizás Remedios sea el nombre correcto para la ciudad, porque hay, en estos parajes, una respuesta para el vacío de otros tantos seres y sitios. Las parrandas, génesis muchas veces de un caos que va hacia el orden de la imaginación, siguen alelando, aunque falten la luz, los alimentos y amenacen las dificultades. No hay mayor libro, poesía, narración, que estos que enhebramos entre todos: los nacidos en la villa y quienes vienen en ese amor que surge casi natural y que adopta hijos en todo el mundo. En aquel caos que fue el trabajo de plaza de Génesis, hasta que cayó la última pieza casi por azar en sitio correcto y divino, los remedianos estábamos, una vez más, ciegos, como en un estadío de indefensión, un momento de oscuridad que previene de otros mejores. Fue en aquel año de 1994, aunque muchos hoy no lo recuerden, cuando decidimos que iríamos hacia el doscientos aniversario y más allá de una fiesta que nos define y nos alumbra. El nacimiento se da cada 24 de diciembre, entre las dos torres míticas de las iglesias, en medio de una plaza repleta de esquinas con tarjas, donde las piedras hablan.

Una parranda es como una guerra, solo que en ella la paz se alza como trofeo victorioso de año en año, para que la conciliación reine entre quienes habitamos este pedacito de nación.
 

Hallar en la villa el hogar de todos, darnos un ser auténtico en medio del caos y que la floresta de los símbolos no decaiga, sino que surja como aparición para que el mundo vea que hemos de dar testimonio de muchas maravillas. Remedios, como aquel Juan, que precediera al Nazareno, trae la buena nueva de la transformación de una muchedumbre en mensajeros de la vida. La gente ya abandona el rebaño y va entre los fuegos a renovarse, en esa prometeica noche que rebasa cualquier límite. A las parrandas solo se las puede amar, no cabe en ellas ni el rescoldo de resentimiento. Cuando se levantan los estandartes y las farolas, se oyen las polkas y se ve la muchedumbre; ya hay algo mágico, la cifra exacta que dijeran los sabios y que salta a la vista en las mejores obras de arte o al oído, cuando surge una sinfonía.

En la ruta agreste en la cual caemos como pueblo en ocasiones, las parrandas nos salvan de ser como Fausto y, en una maniobra miltoniana, recobramos el paraíso perdido antes de vender nuestras almas a Mefistófeles. La mítica razón de que Remedios sea, un día en el año, catedral de luz y cultura, refunda de por sí este hallazgo, recurso de la historia y de la lucha más luminosa en los pasajes cubanos de la belleza. John Milton escribía, en tono de mito, acerca de cuestiones terrenales. Las parrandas operan a la inversa, transforman en imágenes, que no mueren, a los más sencillos, los más pedestres momentos de la cotidianidad. El paraíso que jamás perdimos es, de esta manera, el pretexto para un hallazgo que vive siempre entre nosotros.

En Audio: Remedios para una parranda eterna