Las subjetividades pesan en los destinos del país

Yosvani Montano Garrido
17/10/2018

La cultura cubana libra desde hace décadas su propia “pelea contra los demonios”. El desgaste simbólico, la contaminación de referentes, las dificultades económicas y las incoherencias instalaron conflictos muy serios, pendientes todavía de un razonamiento integral. La actuación de algunos sectores en expansión demuestra, en las circunstancias actuales, un nivel creciente de conservatización de la vida social, con el correspondiente impacto que ello genera en los imaginarios populares y en la memoria colectiva de la nación. Al debate abierto sobre la noción de prosperidad se está añadiendo otro: el análisis de la cultura socialista, del poder de sus dimensiones organizativas, educativas y axiológicas.

Foto: La Jiribilla

El problema es muy complejo. A la ausencia de reflexión intelectual en varias zonas de la creación se está sumando la “desinstitucionalización”. En las subjetividades, la institución empieza a perder legitimidad en su conjunto. Los lenguajes reducen su carga semántica, el entrenamiento para la tolerancia se vuelve torpe, el rigor para analizar las dificultades apenas logra conservarse. La ausencia de nuevas definiciones, resultado de la lenta evolución de los conceptos, no solo está afectando la profundidad del hecho artístico. Se empieza a degradar una práctica que por años facilitó los vínculos del creador con sus iguales, de estos con las entidades y del contenido de la creación con el proyecto nacional.

El socialismo no puede ser selvático. Ceder al influjo que propone asumirlo como un asunto de cuchillo y tenedor nos conducirá a un espejismo peligroso. El tratamiento superficial e intempestivo, los determinismos económicos, la debilidad de la crítica participativa, el empleo poco sistemático de la investigación social; están facilitando que la tensión entre lo subjetivo y lo objetivo se resuelva a favor de lo segundo. A nivel de pensamiento, la cultura está quedando pendiente.

La dinámica entre teoría y práctica, que cada vez discutimos menos, está fracturando la arista principal de nuestra labor. Si partimos del hecho de que la cultura contribuye a la creación de una conciencia diferente, si asumimos que promueve una búsqueda enriquecedora de la realidad que rompe siempre con la norma, si en efecto comprendemos que desempeña un papel central en la construcción común de un sentido de la vida; entonces tenemos que reconocer que los retrocesos que se están presentando en el terreno ideológico, en la espiritualidad de la gente común, son elementos que forman parte imprescindible de nuestro campo de acción.

El ladrillo no es la casa. Los discursos gremiales están restando espacio a la totalidad. Reconozco que no es un aspecto donde prime el consenso, pero es impostergable comprender que las dificultades que atravesamos exceden por mucho el solo aspecto de la producción, los fines comerciales, la redistribución de las ganancias. Caer en el absurdo de convertir las directrices económicas en un instrumento de medición social de la cultura y el arte sería para todos nosotros una tendencia suicida. No se puede cambiar y marchar hacia atrás.

El pasado 10 de octubre, el presidente Díaz-Canel recordó que “las subjetividades pesan en los destinos del país”. Volvía la frase de Fidel en momentos muy difíciles: “lo primero que hay que salvar es la cultura”. Para que ambas ideas tomen forma y dialoguen en las actuales circunstancias hemos de aprender a descubrir el movimiento real de las cosas, aunque muchas veces implique poner al desnudo las equivocaciones.

Por otra parte, no podrá existir subjetividad nueva, sin una educación igualmente nueva. Si se enfocan teorías y principios solo como contenidos, si se reduce la formación a la sola apropiación de conocimientos, el aula continuará siendo lo que es todavía hoy: un espacio de verdades absolutas e inquebrantables. Desprender el quiste del tradicionalismo no ha sido, podríamos decir, una tarea exitosa. El logro individualista de la educación, una perspectiva amurallada, seguirá negando el propósito de una teoría argumentativa, la cual le es indispensable a la cultura y a la Revolución.

El “perfeccionamiento” por sí solo en la educación no garantizará este salto. Ante nuestra pasividad, crecen prácticas de todo tipo, incluyendo la de los colegios privados, donde se comparten contravalores, se reafirman estamentos y se fortalece la polarización social.

El péndulo está de retorno. Como plantea la doctora Graciella Pogolotti, tenemos que seguir luchando por “academias menos academicistas, por escuelas más cubanas”. Términos como competencias, acumulación de créditos, calidad, excelencia y acreditación, se instituyen en el glosario común de profesores y directivos de la educación superior. El lenguaje nunca es inocente. Estos términos son los equivalentes de la reconversión industrial que en el mundo neoliberal ha sufrido el terreno académico. Si las universidades se reducen solo a apoyar el crecimiento económico, dejarán de calibrar el universo de las ideas, abandonarán su puesto en la construcción de los discursos públicos.

Fidel, en su conocida reunión con intelectuales, en junio de 1961, alertó sobre los efectos negativos de encadenar el raciocino del revolucionario: “cuando al hombre se le pretende truncar la capacidad de pensar y razonar, lo convierten, de un ser humano, en un animal domesticado”. Hay que rebasar la educación entendida meramente como adaptación.

En la vida real, a diferencia del tablero, un jaque mate no significa el final de la partida. Por el contrario, supone la búsqueda de alternativas, el movimiento de las ideas y el encuentro de salidas poco convencionales. La educación es una forma de política cultural. En primerísimo lugar garantiza el saldo instructivo, el desarrollo de la sensibilidad, el entendimiento de categorías a las que no se puede renunciar para acercarse al arte, la literatura o comprender el pensamiento social.

Las preguntas impulsan el pensar hacia adelante. No somos los “perturbadores conscientes de la realidad ni los profesionales del descontento”. Los protagonistas de la cultura no pueden estar separados de los demás. Definiendo tareas se expresan problemas y se delimita quienes han de solucionarlos. La posibilidad de disentir conduce a riesgos, pero asegura en última instancia, cuando es correctamente guiada, una autopista hacia la perdurabilidad de los consensos. Lo dicho hasta aquí en ningún caso son deficiencias ajenas,expresan problemas en los que los jóvenes creadores no hemos incidido lo suficiente. A esta hora, nos corresponde a todos aportar.