Las virtudes del habla

Antón Arrufat
27/10/2016

En el mes de agosto, que ya se avecina, la cifra de mis años se elevará a 73. Dada mi afición por los juegos pitagóricos y el simbolismo entre los números, he notado que la cifra termina en tres, la célebre tríada, y que tres son también los pocos discursos que he pronunciado, tras una larga vida dedicada a escribir, o como antiguamente se decía, consagrada a las letras.  

De esos tres discursos, el primero lo pronuncié, también una tarde y hace varios años, durante la ceremonia en la que se me entregó el Premio Nacional de Literatura, y el segundo, en la celebración de la Feria Internacional del Libro de La Habana, hace solamente unos meses. Ambos ocurrieron en la antigua fortaleza de La Cabaña. Y este que ahora digo, al ingresar en la Academia, completaría el número tres.

Fotos: Internet

Mientras redactaba aquellos primeros discursos, fui menos consciente de la futura presencia del público. Esta vez, como he asistido al ingreso de varios  académicos y conocía de antemano el lugar en que debía pronunciarlo, durante el tiempo de trabajo que invertí escribiéndolo tenía muy presentes el lugar, la hora y, sobre todo, la futura composición imaginaria de mi auditorio.

Más que escribir —y en mí influye el destino que tendrá cuanto hago—, hablaba. La mayoría de mis trabajos, alejados de un auditorio visible, fueron silenciosos, destinados a aparecer en revistas y publicaciones, a integrar un libro, páginas de imprenta mudas, sin voz.

Más que escribir —y en mí influye el destino que tendrá cuanto hago—, hablaba. La mayoría de mis trabajos, alejados de un auditorio visible, fueron silenciosos, destinados a aparecer en revistas y publicaciones, a integrar un libro, páginas de imprenta mudas, sin voz.

Por anticipado en mi casa, ante la pantalla iluminada de la computadora, imaginé cuanto debía hacer ante ustedes: subí a este mismo pódium, encendí esta luz y ajusté este micrófono.

De tal modo lo escribí. Este Discurso no está destinado, al menos todavía, a la lectura silenciosa, sino a ser escuchado. Es, esencialmente, palabra oral, y en tal oralidad se vincula por igual con Pitágoras, quien nunca escribió una palabra. No es que lo haya hablado cuando lo escribía, aunque en ciertos pasajes así lo hice, sino que en mi propio oído escuchaba una cadencia, un sonido, una reverberación completamente orales.

Este procedimiento se halla en parte relacionado con el contenido de mi disertación. Vinculado a eso que me figuro como un momento —y en realidad debió de ser el resultado de múltiples momentos, a esta altura de nuestra historia, apenas aislables—, eso que se podría resumir en una pregunta provocadora: ¿cuándo los cubanos dejaron de hablar como españoles? 

No debo advertirles, porque ya lo han supuesto, que estas palabras no pasarán de pura, y supongo que deliciosa, especulación. Ese “cuándo” no podrá ser respondido con exactitud. En verdad, se trata solo de una pregunta inquietante, o más acordes con la lógica: de una pregunta retórica, carente de contestación precisa.

Decía Paul Valéry, a quien leía con placer en mi juventud, que las preguntas que carecen de respuesta, preguntas o problemas insolubles, no deberían formularse. Amante de la lucidez y de los términos justos, Valéry no podía, sin embargo, ignorar que a los humanos, a él lo mismo que a nosotros, nos atraen problemas insolubles y preguntas sin respuesta.

En gran parte, la cultura está plagada de irresoluciones, o más exacto: es toda ella una irresolución. Basta a la cultura y principalmente al arte, como dijera Antón Chéjov, con exponer bien los problemas.

Intentaré seguir esta  sabia exhortación.

Si fuera un pesimista, lo que a ratos soy en el día, pero no todo el día, sentiría el gusto de creer que algunos descubrimientos científicos y sus respectivos equipos técnicos, llegaron tarde a nuestra civilización y a nuestra vida.

Un pesimista de día completo, el espléndido escritor francés del XIX, Villiers de I’ Isle-Adam, lo creía así, apenas sin remisión, y en su admirable novela La Eva futura manifiesta esta singular tardanza. El protagonista de su libro, Edison, el inventor real, sentado en su laboratorio, con las piernas cruzadas y su amplio traje legendario de seda negra, pausadamente fuma un habano. Al que llamaban en la época “mago” y “brujo”, entre sus artefactos y máquinas, ve por la ventana abierta un crepúsculo húmedo.

Si ha descubierto un principio inalterable de la física: la posibilidad de inscribir el sonido impalpable en algún cuerpo sólido, y después este descubrimiento le ha permitido inventar el fonógrafo, pese a su personal energía, tal vez se ha dejado influir, según Villiers, por la atmósfera del atardecer: medita melancólico, con humor sombrío, en que su fonógrafo ha llegado demasiado tarde al mundo. Muchas grandes palabras, sin duda históricas, pronunciadas oralmente, estarían inscritas, textuales y precisas, sobre el papel de estaño de su cilindro. Se hallarían preservadas para siempre, y susceptibles de ser escuchadas cada vez que alguien se lo propusiera. Menor sería la posibilidad de olvido. Palabras que reaparecerían con el tono, el timbre, el acento, y aún los errores de dicción con que fueron pronunciadas, y no solo las voces, por igual los múltiples ruidos de un pasado, que ya no podremos volver a  oír.

Habría podido fonografiar la voz extraña de las Sibilas al pronunciar uno de sus vaticinios. Escondido detrás de una piedra, darle cuerda a su aparato para registrar las vibrantes amonestaciones de Jehová en el monte Sinaí y el tronar incesante que las acompañaba, o colocar muy cerca su equipo para grabar los suspiros de la estatua de Memnón, estremecido ante la aparición de la aurora.

Pensó que habría podido conservar en su cilindro la voz de Sócrates, que Platón intentó reproducir en decenas de diálogos solamente legibles; los cañones de la batalla de Waterloo, y las órdenes de retirarse que impartía el Emperador, tras darse cuenta de que la batalla y su poder político estaban perdidos.

Quizá para quienes el universo es un cosmos ordenado, las cosas ocurran cuando deben ocurrir, pero los sentimientos y emociones se resisten a aceptar un ordenamiento tan lógico. Para el corazón, metáfora que usaron múltiples veces nuestros antecesores, el invento del fonógrafo, terminado en su primera versión rudimentaria en 1877, tuvo que resultar tardío, como el de la fotografía o el de la penicilina, el de tantos descubrimientos científicos que llegaron después que millones de hombres habían muerto, después que esas palabras y sonidos se las llevó, sin duda, el viento. 

Es posible que se hallen preservadas en algún lugar de la estratosfera, y algún día un inventor genial, como lo fuera el propio Edison, consiga idear un nuevo aparato que las rescate y, por cierto, logre identificarlas entre miles de millones de palabras que el hombre ha pronunciado. Es lícito imaginar que en esa edad venidera vuelvan a escucharse la voz de Platón o la voz de Cristo.

Aunque poseemos del pasado una ingente masa de documentos escritos y documentos visuales, en cambio nada queda, anterior al fonógrafo, que podamos escuchar.

Un escritor mexicano, Guillermo Prieto, oyó hablar a nuestro primer gran poeta, José María Heredia, y dejó descrita su impresión en una página de sus Memorias. Fue hacia los años postreros de la vida de Heredia. Ya muy enfermo de tisis, envejecido en plena juventud, calvo, con grandes ojeras, asistía a las tertulias de la Academia de Letrán, donde se reunían escritores neoclásicos y jóvenes románticos, entre los que se encontraba Guillermo Prieto.

Aunque poseemos del pasado una ingente masa de documentos escritos y documentos visuales, en cambio nada queda, anterior al fonógrafo, que podamos escuchar.

“Allí vi y escuché muchas veces al gran Heredia —escribe el mexicano—: con su tez morena, frente radiosa, nariz delgada, boca grande con largos dientes, risa estridente que repelía, y su desigualdad de carácter…”.

Llamó su atención, y por igual la mía, y le causó incluso asombro —al parecer no era habitual en la conversación latinoamericana—, su manera de hablar. “Tenía pronunciación semiandaluza”, escribe el mexicano. 

Me detengo en esta observación que considero capital: semiandaluza. Es decir, no era andaluza, ni canaria, podríamos hoy agregar; sino que se acercaba, sin coincidir del todo, y ese “semi”, indudable acierto de percepción de Guillermo Prieto, lo está indicando: se trataba de una pronunciación diferente, que solo podría definirse (o distinguirse) mediante su aproximación a un hecho conocido, en este caso, la pronunciación auténticamente andaluza.

Es lástima que Guillermo Prieto, a esta manera de hablar, ya sin zetas y con yeísmo, no añadiera una representación escrita de la conversación herediana, de su organización y fluencia, sistema de alusiones, circunloquios y sobreentendidos, de los vocablos que usaba… Es lástima. Como fonografiar, utilizar un medio mecánico de reproducción, resultaba imposible, una simple transcripción, escrita de memoria, habría conservado al menos unas cuantas frases para nosotros.

La pronunciación andaluza, con su ausencia de zetas, seseo y yeísmo, presenta ciertas ligeras semejanzas con la pronunciación latinoamericana, sin que llegue a ser su causa. En un texto de 1956, minucioso, con agudezas lingüísticas y acertadas apreciaciones históricas, Adolfo Tortoló llegó a la conclusión de que el seseo latinoamericano fue un proceso original y una necesidad estética, desarrollado en nuestras tierras, sin que haya sido trasplantado de alguna región española. Como diría Guillermo Prieto, tan solo semiandaluz. Ni procede ni es obra de los miles de inmigrantes andaluces que vinieron a América.

En su legitimación del modo en que hablamos, no menciona Tortoló un hecho evidente. Si atendemos al habla de los andaluces, sin duda nos parece oír que pronuncian la zeta, sin que lo hagan en realidad. Esta paradoja, suerte de alucinación fonológica, es solo en apariencia: se debe a la intensidad del timbre, a la entonación enérgica, a la resonancia gutural, común a casi todos los españoles, y que no tiene vínculos con nuestra pronunciación ni con la del resto del continente.  

Conozco la mayoría de las cartas, cerca de 60, que el poeta José Jacinto Milanés escribió en el curso de esos cortos años de creación febril —poemas, piezas teatrales, artículos—, antes de que enloqueciera sin remedio.

Esencialmente son eso, cartas, sin duda de un poeta, donde reluce vertiginosa una metáfora o una palabra brilla más que las otras, pero sin propósito ni deseo de hacer literatura, compuestas sin pensar en que se conservarían y menos que, años después de enviadas como respuesta o reclamo, serían publicadas y conocidas por decenas de extraños.

En ellas ha renunciado a esa singularidad de la literatura, por lo demás admirable, principalmente para un poeta, que consiste en realizar labor de filtraje.

Abreviaturas, nombres incompletos, títulos a medias y por lo regular con letra minúscula, puntuación vacilante, verbos fuera de lugar dentro del orden gramatical, escasa corrección de los originales, se convierten en síntomas que sin duda demuestran la espontaneidad y urgencia confesional del autor de las misivas, como las llama el propio Milanés. Casi nunca  empleó  la palabra carta. Misivas que iban a mano, llevadas por un propio, un negro esclavo, sin hacer uso del correo oficial, para evadir la mirada del censor, que con frecuencia abría la correspondencia particular.

Así se le escapan en el papel expresiones cotidianas, modos de conversar en su casa que de improviso escribe, con una gracia y como sorprendido de atreverse a hacerlo. “Óigame unas palabritas”, y luego, “oiga otro poquito”, advierte a sus corresponsales, o da su opinión sobre un libro que acaba de leer: “es cosa buena, cosa linda, tendrá defectos, pero yo, cuando cojo una obra, voy a gozar no a fiscalizar, voy a deleitar el alma y no ha dar filos a la juiciosa y helada razón”. 

Escritura privada de un poeta, la más íntima y cercana a la palabra hablada, la más extensa que se ha conservado de aquella época.

Tras el conocimiento de este epistolario o este misivario, o cambiando el orden, tras el conocimiento de diversos y numerosos poemas (“El invierno en Cuba”, “La madrugada”, “La fuga de la tórtola”) al posterior de las misivas, tales lecturas dialogales permitirían descubrir las fatales conjunciones entre la creación y el habla de Milanés, y de la mayoría de los cubanos de su entorno. Recordemos tan solo lo que hace con un adjetivo utilizado como terrible y discriminatorio, el adjetivo “cimarrón”. Llevado por su gusto por el diminutivo, primeramente lo reduce a cimarronzuela, y luego lo convierte en un elogio encantador y en expresión de la nostalgia de una muchacha, al llamar a la tórtola que ha escapado de su casa: “cimarronzuela de rojos pies”.       

Este manojo epistolar, con ingenuidades moralistas y de repente perspicaces, súbitos aciertos sutiles, constituye, en fin, toda una poética. Creo que poco se ha analizado como la articulación coherente de una doctrina artística, un pensamiento, o más exacto, de una sensibilidad inteligente,  típica en un poeta.

Hay en estas páginas confesionales una relación singular con la verdad natural, el d´aprés nature, preocupación de la mayoría de los escritores importantes del período, conflicto entre lo verdadero y lo falso, la naturalidad y la retórica, “el eco fiel de las costumbres y opiniones”: misión ética del poeta en la sociedad cubana, todavía inexistente, sin entidad política.    

A semejanza de los escritores de su tiempo, Milanés habita el espacio de un mundo que hoy llamaríamos virtual, un país tal como él se lo figura y aspira a realizarlo en el espacio real. Estructura hegeliana, producida por la enajenación de la existencia en una sociedad tiránica, antes en la imaginación, después en la realidad exterior.

En una carta del 20 de septiembre de 1836, se encuentra una de las más importantes declaraciones de su poética. De esa carta o misiva, bastante larga, y que merecería un análisis pormenorizado, destacaré solo la parte relacionada con la pregunta y el sentido hipotético de este Discurso.

En ella se declara “harto del maldito tono clásico”, él, lector apasionado de los clásicos españoles, experimenta como otra cosa el mundo que lo rodea, siente y experimenta o ha empezado a hacerlo. Ese mundo, al que llamaban costumbres y pensamientos, no puede ser expresado, o según ellos dirían, no se puede pintar, recurriendo a la imitación de los modelos clásicos.

Se dirá que Milanés intentó hacerlo con su drama El Conde Alarcos. Es cierto que narró en la escena una historia y una palabra ajenas a su entorno personal, basada en un antiguo romance español. Pero a la vez, también es cierto que era un ecléctico, doctrina prevaleciente en la estética y la filosofía cubanas de su siglo, y que como ecléctico, busca diversas posibilidades, mezcla, conjuga y utiliza registros diferentes. Sin embargo, como él mismo confiesa en una de estas cartas, “el pensamiento es americano”.

En un artículo, incluido en el número 103 de Revolución y Cultura, Manuel Moreno Faginals desmonta o decodifica la realidad histórica cubana que está detrás de ese aparente drama medieval. Ese drama es, como otros que se escribieron después, pura alusión.

¿Cómo obtener tal acercamiento? Mediante el uso —responde Milanés— “de un tono sencillo, el que los cubanos tenemos”, un tono “que admita todos aquellos provincialismos —así se llamaban los cubanismos—, que lo hagan más picante y regalado”, “todo criollo.” Y se pregunta, con una audacia inesperada en un admirador de la literatura española: “¿No agradará más esto y hará mayor impresión que esas odas tan serias, tan barbudas, plagios la mayor parte cuando no de Horacio, de Fray Luis de León y de Fernando de Herrera o de la época de Meléndez…?”. Y remata la pregunta con esta insolencia subrayada: “en fin, vejeces”.       

De haber tenido en esa década fundacional, aunque fuera aquel equipo imperfecto, contaríamos con un registro de voces del tiempo en que un pequeño grupo de escritores cubanos se propusieron, apasionada y conscientemente, crear una manera de escritura. Más bien: un espejo de la vida cubana. Espejo, término que todos usaron, colocado delante de las costumbres y de sus protagonistas, nítido y fiel reflejo de lo que fuera una actitud obsesiva en estos escritores: la reproducción del natural, obsesión un tanto ilusoria. No un espejo cóncavo que captara la deformación exacta, semejante al que Valle Inclán emplearía cien años después al pasearse por el callejón de los esperpentos, sino un cristal plano, que solamente reprodujera. Un espejo a lo largo del camino, como definió su procedimiento de narrador Stendhal, al que nunca leyeron y que era, tanto en París como en La Habana, un escritor ignorado.

Tuvieron que suplir al fonógrafo, lo que significa, en realidad, escuchar a su alrededor un conjunto de voces, pronunciar cientos de palabras que aún no figuraban en los diccionarios, cuando, de modo singular, empezaron a distinguirse del resto del habla de sus propios padres y del resto de la gente española que los rodeaba. Así pudieron dar comienzo, en la expresión escrita, a la diferencia en la palabra hablada. 

Se propusieron una representación de esas voces, del modo de conversar y designar las cosas. Ejercieron, por tanto, una especie de libertad imprevista, íntegramente voluntariosa, que les permitió escuchar a los demás y escucharse a sí mismos. En vez de buscar modelos consagrados en la literatura que conocían, como hombres cultivados que eran, modelos escritos, se propusieron encontrar en su antítesis, la palabra hablada, la difícil manera de escribirla.  

Muy jóvenes, verdaderos muchachos, Ramón de Palma, Cirilo Villaverde, Anselmo Suárez, se llevaban escasos años entre sí.  Se tenían amistad y admiración. Estudiaron en la misma escuela o en escuelas semejantes. Asqueados de la esclavitud y la miseria espiritual de la Colonia,  conspiraban de hecho o mentalmente, sin saber con claridad qué camino ideológico tomar para que la nación imaginaria se convirtiera en real. Pese a  todo, se hicieron sospechosos a los censores y a la policía del gobierno.

En el tiempo en que estuvieron en comunicación, leyeron los mismos libros, novelas de Balzac recién llegadas, La solterona y La muchacha de los ojos de oro.

Ninguno había escrito una novela excepcional, al menos no lo creían así, y se trataban sin rivalidad literaria, principiantes que todavía no han obtenido lo que buscan.

Si no podían verse, sus cartas intentaban anular la separación. Sentían una febril curiosidad creadora, cada uno por la obra del otro, y reclamaban el envío de cuanto estaban escribiendo. Iban y volvían manuscritos, capítulos sin terminar, fragmentos, apreciaciones y proyectos, entre Matanzas y La Habana.

Ejercitaban una profesión común: profesores de colegios privados, que subsistían de dar clases a adolescentes. Palma y Villaverde residían en Matanzas y trabajaban juntos en el mismo colegio, La Empresa. Suárez enseñaba gramática general en un colegio para señoritas de La Habana.

Agobiados con el pobre dinero que recibían por sus artículos en revistas y periódicos, y el magro salario por las tareas escolares, se veían obligados a usar trajes modestos, comer una vez al día y, semejantes a los recogidos de las novelas de Balzac, vivir en la casa de amigos y familiares, renunciar, en lo más florido de la juventud, a las actividades sexuales, sin otra distracción que “estirar el pescuezo por las ventanas del colegio para ver pasar el Santísimo Sacramento debajo del palio.” 

Un caluroso día de junio de 1838, emprendió Villaverde su viaje a Vueltabajo. Lo hizo a caballo, como se hacía entonces, sin compañía alguna, pero con su libreta de apuntes, que llevaba a todas partes y en la que anotaba cuanto creía que pudiera serle útil, bien se le ocurriera a él o que oyera decir a otros. Llevaba la encomienda de El Álbum, periódico mensual en forma de libro, de entregarles lo que hoy llamaríamos un reportaje. Había cumplido 27 años, estaba de vacaciones y era soltero.

Tenía publicados varios relatos cortos. Su amigo Ramón de Palma los consideró excesivamente románticos, falsas imitaciones de una literatura extranjera.

¿Por dónde andaba Villaverde? ¿Por dónde llevaba de las riendas a su caballo? Al final del viaje, llegará a un pueblecito de las montañas, a San Diego de Núñez, a la casa de su padre, donde él naciera. Hasta los 11 años su vida transcurrió dentro de un ingenio azucarero. Su padre era el médico de la zona.

Este reencuentro despertó en él múltiples recuerdos, y lo dotó de una singular energía creadora. Atrás quedó la prosa que Ramón de Palma le criticara. Escribirá la Excursión a Vueltabajo en una prosa sustancialmente diversa de aquella con la que compuso sus primeros relatos.

Tras su regreso a Matanzas, de noche en su cuarto del colegio, a la luz de una vela de sebo, vertiginosamente traza en papel la experiencia del rencuentro con la tierra, con el paisaje, con la gente que había conocido, viejos amigos de su padre, con las leyendas y supersticiones que había oído siendo niño.

Pero, en esencia, se trata de un rencuentro con las palabras y la entonación de aquellos años, percibido por un escritor. Villaverde no es un paseante verdadero, cuyo goce termina cuando regresa al punto de partida; su verdadera excursión tiene una singularidad: es la de quien se dispone a convertir en escritura lo que ha vivido.

Su libreta se irá llenando de anotaciones, con letra enmarañada y tinta negra. Anota, sin duda para él, con el fin de no olvidar nada de cuanto le ocurre, y a la vez piensa en un futuro lector, al que menciona múltiples veces y al que aspira a trasmitir la verdad de su viaje.

La coincidencia de la palabra escrita con aquella realidad que perciben sus sentidos, irritados por el espectáculo sorprendente de la naturaleza y de las costumbres, esa casi coincidencia imposible, resultará para él, como para Suárez y Romero, la verdad tangible. 

Aunque la experiencia de su viaje es sumamente personal —implica el lugar donde nació y la actividad de su infancia, tan decisiva en la formación de un escritor—, se verá obligado a contarla a los otros. No tan solo él la vive, la está viviendo para los demás.  

He aquí que por vez primera en la literatura cubana se enuncia el problema de fijar la escritura. Villaverde se encuentra con una región de la Isla en la que las cosas no están del todo y para siempre nombradas. Necesita hacerse entender de sus lectores y nada de lo que contempla: valles, sierras, arroyos, bosques, sabanas, tiene un nombre conocido y permanente. “Y si lo tiene —les dice angustiado—, es sin duda el del dueño que lo poseyó por poco tiempo”.

Su necesidad de configurar parte del conocimiento del nombre. Un nombre donde él y su lector puedan participar de la aventura. El nombre de los caminos por donde va en su caballo, de la sierra que miran sus ojos.  Escribe el que le da un guía improvisado que lo acompaña por un rato;  luego, el que escucha más adelante. Pone el primero al lado del segundo. Parece dejar en la página como señales indicadoras al lector o al futuro excursionista. Intenta que no se extravíen, que mientras lean su relato, puedan seguir sus pasos.

Los críticos profesionales no han descubierto, hasta el presente y hasta donde yo sé, la ocasión suprema de la Excursión a Vueltabajo, donde la escritura cubana, de una vez y con cierta extensión, asume las dos posibilidades: la escritura heredada y la palabra del habla cotidiana, carente de códigos. En tal ocasión se conjugan y se mezclan, a veces con felicidad, a veces infelices, dentro de una sola fluencia organizada.

A la salida de San Diego de Núñez, el cielo se oscurece, oye tronar lejos y comienza a caer una ligera lluvia. Villaverde se refugia en una casa modesta, que él llama “casi un albergue”, habitada por una familia campesina de siete hijos. Le abren espacio en el único aposento, una especie de sala, y todos se sientan alrededor de la visita.

La lluvia arrecia, y mientras oyen llover y sonar fuerte el viento, “adelantaba la noche”. Han encendido tres velas y la candela del fogón, para iluminarse un poco.

Lo que más atrajo al visitante en “aquella familia pobre, castigada por el sol de los trópicos y el trabajo duro”, fueron los ojos. Algunos pardos, otros de color verde, pero todos grandes y rasgados, “sobremanera expresivos”. Como sabía Villaverde que las historias peregrinas animan la conversación de los guajiros, mencionó una sangrienta aventura ocurrida en el mismo sitio donde se hallaban, aventura que oyera referir en su niñez “de un modo confuso”.

Estimulado por el recuerdo y la oportunidad de fantasear, el padre de la familia, sin preámbulos ni dilaciones, comenzó a hablar:

“Estoy mirando que cuando yo les cuente punto por punto las cosas que en este sitio, aunque no en esta misma casa, le sucedieron a mi familia, me van a decir que porqué no la he abandonado. Pero han de saber que aquí nací yo, que aquí me crié, que por esto debo de tenerle siquiera ley, y que habiendo corrido por ahí soltero y mozo, si pronto me enamoré, más pronto me casé, y no tuve otro refugio que el sitio. Porque fuera de dos mudas de ropa, mi caballo, mi machete y mis espuelas de plata, mi padre a su muerte no me dejó más que este pedazo de tierra. Allá por los años de mil setecientos, no me acuerdo precisamente el año, más sé que hace mucho tiempo. Yo tengo ahora mis cincuenta y pico largos, que para bien lo diga, y quedé chiquito a la muerte de mi padre, con que vean si hace tiempo. Que entonces no había por aquí más que haciendas de criar, la Ceiba, San Blas, Santiago, El Brujo, y no se encontraba ni para un remedio en diez leguas a la redonda, ni un ingenio, ni un cafetal, chico ni grande. Tampoco en el tiempo que yo les digo se soñaba en hacer el pueblo de San Diego de Núñez, que las únicas casas eran la Grande del hato, donde vivían los Pérez Sánchez, dueños de todo esto y una tabernita del mulato ña Santos, que había sido esclavo de esos Pérez Sánchez, todas dos situadas a la orilla del camino real de Bahía Honda; para topar con otra casa tenía usted que andar una legua por lo menos”. 

Dentro de este relato, que tituló “Historia de la familia de un guajiro”, existen  varios relatos, se oyen voces diversas que el narrador, en este caso el guajiro, deja que se integren a la estructura de la narración principal. La voz del autor —supongamos que podría ser la del propio Villaverde— desaparece, para convertirse en la del guajiro. A medida que se desarrolla esta “historia”, mediante circunloquios, refranes y sentencias populares, la fantasía del campesino-relator, se apodera de todo. Va derivando hacia una violenta historia de piratas que asaltan la casa y asesinan al padre y la madre, en una escena sangrienta contada con cierta eficacia. El lector ignora, lo que añade ambigüedad a la narración, si hay algo de real o es una historia sobre otra historia, que al comienzo, antes de desaparecer como narrador omnisciente, Villaverde calificó  de “peregrina”.

Tal vez la importancia que atribuyo a esta “historia” de la Excursión…, especie de monólogo interior en ciernes, sea consecuencia del presente. En rigor, solemos valorar el pasado o reconocer parte de su valor, mediante la luz que nos otorga el presente.

Algunos cuentos de Novás Calvo y Carlos Montenegro; “Josefina atiende a los señores” o diversos capítulos de Tres tristes tigres, de Cabrera Infante; “En el Potosí”, de Calvert Casey; la novela de José Soler Puig, El pan dormido; o el relato de Virgilio Piñera, “Fíchenlo, si pueden”, me permiten comprender la aportación a la escritura literaria cubana que representó el texto de Villaverde.

Al abandonar la prosa de sus cuatro primeros relatos e iniciar Excursión a Vueltabajo, Villaverde establece para la escritura las virtudes del lenguaje  para la conversación. En ese mismo año y en una habitación de la casa de vivienda de un ingenio azucarero, Anselmo Suárez, con su novela corta Francisco o las delicias del campo, pequeña obra maestra, subestimada por la crítica, realiza idéntica conversión. Es el momento en que comienzan a asomarse —modestamente— al universo de la escritura. Ambos, tanto Villaverde como Suárez, abandonan su manera altisonante de escribir.

Sin duda resultó para ellos, como también para otros, un verdadero descubrimiento: la dificultad y la riqueza de fijar en el papel las condiciones peculiares del habla fluida y flexible, que usaban a su alrededor, y que ellos por igual usaban. Esto implicó una mutilación de cuanto habían aprendido. O mejor: colocar lo aprendido en un nuevo orden: el encuentro de mediaciones entre lo cotidiano y la escritura.

Como hemos visto en el fragmento citado, no se trata de sintaxis ni de gramática, ni siquiera del uso de cubanismos, sino de una naturalidad y de una libertad, de un ímpetu, en el empleo del lenguaje. Algo que tiene que ver con la estructura de la oración, inesperada, rica en voces diversas, espontaneidad, complejas sorpresas, muy próxima a la entonación de la voz hablada.

En materia de lenguaje, la literatura cubana tuvo un problema singular: decidir entre la aprendida cualidad literaria, elegancia y grandiosidad, separando el lenguaje vernáculo de la escritura, o por el contrario,  juntarlos en un sutil equilibrio. Nadie escribe en rigor como habla y muy pocos escritores hablan como escriben. Cada propósito literario, cada escuela artística, tiene un fondo utópico. Los escritores cubanos de esa década creyeron en la posibilidad real de pintar, como ellos decían, la verdad de la vida. Una de esas verdades era el lenguaje. Este absoluto imposible les permitió conseguir parciales verdades.

Concentrados en lo escrito, supieron conservar las resonancias del origen oral de la literatura. No olvidaron que todo lo narrado, poetizado y ensayado, salió originalmente de la boca: en voz alta, entre aullidos de júbilo o desesperación, entrecortados por el miedo, susurrados al oído del amante… Si no lo hubieran recordado, uniendo la tinta con la saliva, y si no lo recordáramos actualmente, sus obras, y las nuestras, serían tan secas como el papel o distantes como el cristal de la pantalla de nuestras computadoras.  

Hasta aquí cuanto puedo decirles en el tiempo de un Discurso. Muchas gracias.



Nota:
Discurso de ingreso a la Academia Cubana de la Lengua (2008).

1