La dimensión de educador de Eusebio Leal es una de las más admirables de sus virtudes. Un maestro a la usanza de siglos pasados y tiempos remotos. Un mentor en toda la extensión de la palabra; legatario de la escuela de Roig y los intelectuales republicanos.

Dicen quienes estuvieron cerca que no creó discípulos; sin embargo, estableció una voluntad a seguir solo por aquellos que compartían sus esencias, los grandes de espíritu.

Leal escribió para los niños Fiñes, una selección de crónicas que devienen suerte de remembranza de su propia infancia. Foto: Diana Inés Rodríguez Rodríguez/ ACN

Igual al Martí de la Edad de Oro, Leal escribió para los niños Fiñes, una selección de crónicas que devienen suerte de remembranza de su propia infancia, en la vecindad de los alrededores de la Quinta de los Molinos y el paseo de Carlos III, en Hospital 660.

Y así, entre juegos, los parques, la escuela, las maestras, los amigos, los caballeros andantes y los misterios de la ciudad, transcurren estas historias de fiñes y para fiñes.

A propósito de celebrarse el aniversario 80 de quien es el Eterno Historiador de la Ciudad, la Casa Eusebio Leal Spengler —institución de ciencia y cultura que estudia el pensamiento del historiador cubano— se ha propuesto trabajar con niños el legado de Leal.

Así, encausados en el propio vuelo de los pequeños, con su singular manera de ver a Leal, la Casa ha creado la galería artística-literaria Fiñes, que sistematiza la vida y obra de Eusebio desde diversas manifestaciones del arte. Y qué mejor manera para los niños de conocer al intelectual cubano que desde su infancia. Justamente, en estos talleres las lecturas comentadas de las crónicas de Leal devienen ruta interpretativa de su pensamiento.

A propósito de celebrarse el aniversario 80 de quien es el Eterno Historiador de la Ciudad, la Casa Eusebio Leal Spengler —institución de ciencia y cultura que estudia el pensamiento del historiador cubano— se ha propuesto trabajar con niños el legado de Leal.

Esta vez, los pequeños del proyecto Niños Guías del Patrimonio formaron parte de esa experiencia de conocerlo, como parte de la 22 edición de Rutas y Andares, desarrollada por la Oficina del Historiador de la Ciudad de La Habana (OHCH). Fue cuestión de ejecutar con las manos lo que el corazón mandó, para que en ese rincón del Centro Histórico se leyera al Leal infante, curioso, siempre con sumo interés en las esencias de la habaneridad y la cubanidad.

Solo lo puramente genuino conectó a esas almas infantiles con el Eusebio de las crónicas. Las historias siguientes son parte de ese encanto.

La infancia y sus personajes

Jueves, 11 de agosto

En la antigua casa de don Francisco Arango y Parreño, ubicada en Amargura 65, La Habana Vieja, se anticipa dos veces por semana un revoloteo peculiar. Como si pequeñas golondrinas se apoderaran de un enorme salón y, yendo de un lado a otro, hicieran de las suyas. Y las golondrinas se vuelven niños. Y pareciera que en cada vuelo se sincronizan la suspicacia y la inocencia, casi de modo sobrenatural.

“—¿A Leal le gustaban los animales? —preguntan casi a coro”.

Es un día para conocer la última morada del Eterno Historiador de la Ciudad, hoy Casa Eusebio Leal Spengler. Los chiquillos, de edades variadas, entran por el amplio portón de la casona. Asombrados, como si ingresaran a un lugar lleno de luz —como en efecto es—. En la planta baja, el busto de Martí les anuncia la relación que tuviera Leal con el Apóstol.

El ascenso a “la planta de la memoria”, en el segundo piso, los hace reparar en laSala de los honores, que quedó inaugurada luego de la muerte de Leal y que anticipa lo que fuera su último despacho. Están ante el hombre más condecorado de la historia de Cuba.

Quienes por algún motivo estuvieron un tanto dispersos, sucumben al encanto de la “última morada de trabajo” de Leal con solo abrírseles las puertas del despacho. Y las preguntas llueven, y cada objeto es investigado con gran minuciosidad.

Conservar el despacho de Leal, tal cual lo dejó la última vez, ha sido un principio de la Casa. Ingresar ahí es una especie de pasaje a la etapa final, en donde todo su empeño estuvo dedicado, a pesar de su enfermedad, a las celebraciones del 500 aniversario de la fundación de La Habana y a la restauración del Capitolio.

Hay niños que reparan, entre tantos objetos, en una pecera que reposa justo al frente de la mesa de madera, en la cual trabajaba Leal.

—¿A Leal le gustaban los animales? —preguntan casi a coro.

No es necesario afirmar. En el mismo despacho, aprovechando la inquietud, uno de los profesores comienza la lectura de “El perrito perdido”, de Fiñes.

Las divertidas peripecias de Terry, el más fiel y simpático de los amigos de Eusebio, provocaron la risa de muchos. El perrito nada tenía que ver con las mascotas aristocráticas de la vecindad de Leal, y muchos menos con los aburridísimos gatos soñolientos de la cuadra siguiente a la suya. Esa anécdota le permitió a Leal hablarle a los niños de la protección a los animales y, más aún, de la naturaleza.

Y como los peques muchas veces encadenan una cosa con la otra, Alison —de apenas 5 años— comenzó a tararear… “cuando salí de La Habana, de nadie me despedí, solo de un perrito chino, que venía trás de mí”…

No hizo falta más. ¡Bendita pureza!

El Caballero de París

Martes, 16 de agosto

El encuentro se desborda del espacio que fue la “última morada” de Leal y, en un aliento espiritual, los niños llegan al Jardín Camposanto Madre Teresa de Calcuta, donde descansan los restos del Historiador y otras personalidades de la cultura habanera y cubana.

Como si recordaran a un amigo cercano, los fiñes le regalan rosas rojas. Y en una declamación, más parecida a un acto devoto, frente a la tumba de Leal y su madre, Silvia Spengler, Alexandra —la más pequeña en edad— convirtió su rosa roja en una blanca; como la de Martí al amigo sincero.

“—Yo sabía que el Caballero de París no estaba muerto, dice una de las pequeñas”. Fondo fotográfico Casa Eusebio Leal Spengler

Hubo sorpresas. Mientras, en ese lugar místico se lee la crónica de Eusebio El Caballero de París, aquel personaje, gallardo y elegante pese a todo, envuelto en su capa negra, cobra vida.

—Yo sabía que el Caballero de París no estaba muerto, dice una de las pequeñas.

La estatua viviente responde a la justa descripción del escrito de Leal: mirada llameante, perfil aguileño, de origen gallego.

Acaban todos a un costado de la plaza de San Francisco de Asís, donde se erige en bronce la estatua que Villa Soberón le hiciera al Caballero de París; muy cerca de donde están los restos mortales del memorable personaje, a quien Leal colocó en una cripta de la Basílica de San Francisco.

Y cuentan las leyendas callejeras que, si los visitantes le frotan la barba, el dedo índice y uno de los zapatos a la pieza de bronce del Caballero de París, este les concede deseos.

Los niños, con ojos confiados, cumplen con el rito. El único anhelo que se escucha en voz alta es el de uno de los profesores: “sueño que el próximo año podamos realizar junto a ustedes otro taller en la Casa Eusebio Leal Spengler”.

Esta periodista, con fe en el Caballero de París, desea estar para contarlo.

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