Me gusta decir su nombre. Me gusta el sonido de su nombre dicho por mi voz mezclado con el sabor de su sexo.

Su nombre húmedo, ligeramente ácido, deslizándose por la lengua, golpeando con suavidad el paladar que ha llegado a la adicción.

¿Qué? Nada, me gusta decir tu nombre. Ah.

Y se voltea. Sus nalgas muestran toda la indiferencia de que es capaz cuando algo no es importante, al menos para ella.

Su nombre está compuesto por pequeños sonidos combinados con maestría dando la impresión de ser necesariamente largo. Las inflexiones obligadas al pronunciarlo le impregnan cierta suavidad contrastante con las expresiones corporales de ingenuidad y la oscuridad velada que hay en sus ojos.

Si uno sabe escuchar, y por casualidad su nombre le llega a los oídos, podría ir dibujando cada línea, verla desnuda.

¿Qué? Nada, solo digo tu nombre. ¡Ya!

No es que ella sea perfecta. Yo la hago perfecta cada vez que digo su nombre, cada vez que la nombro de la única manera que puede llamarse, de la única manera que se le puede pronunciar el nombre.

Ella odia que lo repita.

Me lo vas a gastar, me gusta decirlo, me gusta cómo suena en mi voz, es casi música. Mira que tú comes mierda.

Se levanta en busca de café, son las dos y cuarenta y cinco de la mañana, es hora del café y el cigarro. Vendrá con la taza y se echará en la cama. Recostada a la cabecera dejará la taza sobre la improvisada mesa de noche, encenderá el cigarro y beberá el café en sorbos pequeñísimos.

El ritual se repite siempre que hacemos el amor. La miro levantarse y caminar desnuda sobre una de las líneas formadas por las losas del suelo. Subirá las escaleras majestuosa y única en toda su desnudez y una vez más, Betty Davis, rabiará de envidia en el recuerdo de Hollywood.

¿Por qué lo repites tanto? Quiero aprehenderlo. ¡Ja!

Su nombre es el odio naciendo en el asqueroso vagón de un tren, la pasión más atroz. Su nombre soy yo maldecida, santificada. Me gusta repetirlo en un acto masoquista y repugnante, deliciosa degustación del dolor. Es el vértigo que provoca la intensificación del placer, como si alguien buscara el imperceptible límite de resistencia del Homo sapiens.

Recuerdo la segunda vez que la vi. Un ómnibus nos llevaría a algún lugar y debía recogerme en la autopista, que tiempo después se convertiría en el largo camino a casa. Entonces no conocía su nombre y jugaba a buscarle uno, como el niño al que acaban de regalarle su animalito preferido. El estómago se me revolvió entre el odio, la sorpresa y las ganas. El ómnibus estaba casi lleno, solo conocía a una persona de las que estaban allí, y no muy bien. Siempre tuve problemas con los extraños y ella me era extraña dos veces. Ocupé un asiento al final y por casi nueve horas solo miraba su nuca mientras escuchaba a los otros.

No sé muy bien cómo empezó el diálogo, difícil con un marido siempre presente, pero desde ese viaje, toda vez que pronuncian su nombre me dan punzadas en el estómago.

Aquí estoy, un año después, disfrutando el placer de decir su nombre mientras la veo desnuda caminar por la casa en busca de café, revisando en qué botella queda una gota.

Así mismo se irá un día, desnuda y suave, diabólica y mística con todos los sabores de esta noche, como su nombre; lo sé, por su nombre lo sé.

¿Qué? Nada, solo digo tu nombre, solo eso.