En la línea hay nudos que interrumpen
el curso de los acontecimientos.
Elizabeth Reinosa.

Texto sucinto y minimalista, de estructura virtualmente rasa o supuestamente sencilla, lo cual no resulta en modo alguno sinónimo o presunción de texto menor. Ahí están obras que amo y admiro: El diablo en el cuerpo, escrita apenas a los 19 años por el infortunado y genial Raymond Radiguet, o Las cabezas trocadas —sin olvidar Muerte en Venecia— de mi muy venerado Thomas Mann. Imposible comparar la belleza paradigmática —y psicológica— y el muy bello estilo de esta última, por ejemplo, cuando sobre nuestra elección se nos lanza esa suerte de mole extraordinaria y atemporal que es La montaña mágica. Imposible ejercer entonces el oficio de calibrador: para cada mensura urge el empleo de diferentes balanzas. No pocas veces resulta problemático elegir. Así suele acontecer con dos seres a los que por igual se ama. La opción —irrebatiblemente lógica e inexplicablemente imposible— resultaría privilegiar, por igual, a ambos.

“Hay libros que seducen y libros por los que sencillamente se vota. Líneas de tiempo es de los primeros”.

Pensando en lo rotundo de textos minimalistas rememoro mutatis mutandis lecturas circunscritas a mi labor como jurado en el Premio Calendario de Narrativa (2019). Ejercer como jurado es una muy alta responsabilidad para con la literatura y para con la ética. Literatura y ethos, he ahí los hitos/hatos. Ser jurado es, de alguna manera, ejercer el despropósito de calibrar sueños. Y es dúplice el juzgar: quien juzga —a resultas del resultado de su juicio— es a su vez juzgado. Juzgar no es jugar. No se juega con sueños, no con los propios, menos aún con los ajenos. Tampoco se premian filias o se despremian fobias, ya sean personales, literarias, ideológicas, sexuales o de algún otro género: se premian obras. De entre todas aquellas que se esté seguro resulta la mejor. Literariamente mejor. Solo eso. Fácil no es, admitámoslo. Y cabe errar. No somos artilugios cibernéticos, somos humanos, en tanto fervientes lectores; la humilde resultante de múltiples y variadas lecturas, de maneras de recibir, aquilatar y pensar la literatura. Desde ello se conforman las muy personales preferencias con relación a ese gnomo dual, ese unívoco binomio que engarza estilo de narrar y materia narrada, y que llamamos literatura. Pueden acechar dos o más obras que en la lidia merezcan —por igual— el único premio. No pocas veces respetables jurados defienden apreciaciones opuestas sobre obras que juzgan. Todo fallodecisión— puede devenir fallo —error. Quizá la homonimia no resulte en ciertos casos mera contingencia.  

Situaciones hay, en cambio, en las que el fallo, el del jurado de ocasión, parece marmóreo e inamovible. En la ya mencionada edición del Premio Calendario un texto me movió/conmovió de manera rotunda. Para decirlo con absoluta sinceridad: me hundió. Sí. Porque la tristeza hunde. La tristeza está dotada de los más hundientes pesos/pasos/pisos. El empleo del seudónimo, desde luego, velaba la identidad del autor. Para un jurado el autor no importa. No existe. Importa y existe la obra. Para un jurado solo concierne ella, esa “extensión de un semema” que es la obra. Solo ella existe. Líneas del tiempo, ese era el título del texto. Una novela corta. Una short novel, según los ingleses. Una nouvelle, de acuerdo con el galicismo al uso. También podrían tomarse por cuentos; una suerte de viñetas; partes vinculantes de un todo; entramado armador de un entorno/contorno dador de vida. Precisamente eso pretendía el texto desde su inmaculada, minimalista y lírica sencillez: crear/recrear una vida desde su siempre mítico inicio hasta su sempiterno, mí(s)tico, triste y gris final.

Elizabeth Reinosa, joven escritora granmense autora de Líneas de tiempo. Foto: Tomada del portal de la Asociación Hermanos Saíz

La recreación, rearticulación y rememoración de esa vida —y de esa muerte— conforman de hecho el texto. La vida de un cubano pobre, nacido en un entorno rural; un compatriota al que inunda la sagrada luz de esta sagrada ínsula en el Año del Señor de 1939 para ser inundado/revocado por la oscuridad, la no menos sagrada oscuridad de la sagrada ínsula, casi ocho décadas más tarde. Luz y oscuridad: ese es el alfa, ese el omega. Eros y Tánatos, al decir del psicoanálisis. La obra se secciona en cuatro desgarradores fragmentos, a saber: infancia (1939-1955), juventud (1956-1970), adultez (1971-2000) y vejez (2001-2016). A cada una de esas secciones se les nomina, a secas, líneas. Cada año es eso: una línea, una muesca, una frontera, un limes (límite). Son Líneas de tiempo, así se nos deja saber desde el paratexto que, según Genette, es el título; líneas que se irán sumando, tal vez penando/pesando/restando, para desde semejantes sumas, penas, restas y pesos, literalmente —eso suele hacer sin drama e inmisericorde el tiempo— ir hundiendo. Eso precisamente me hizo —y presumo haga a cada uno de sus lectores— este libro: me hundió. De pena en pena, resta en resta y peso en peso. ¡Cada viñeta, cada año, cada línea —llegada desde el tiempo de vida que se reseña— anega de tristeza! Para hundir, para lograr ese afanoso y profundo efecto, se dan cita —en muy buena lid— el cuidado y bello estilo; la intensa y no obstante comedida poesía; el vívido y crudo hálito que logra —realismo mediante— hacernos penar, y hasta por momentos empujarnos al catártico y momentáneo abandono de la lectura, suerte de necesario time out, dado que en mayor porción/proporción que jurados o lectores, somos humanos, y es oficio de humanos dosificar la humana dosis del humano sufrir.   

“El libro transita, de hecho, de la muerte a la muerte. No es un libro. Es un viacrucis. Una vía dolorosa”. Foto: Tomada de Pixabay

El primer atisbo/línea de vida llega desde un patio rural. Un patio de la ínsula. Un patio como miles. Un patio y 1943. Ahí están tiempo y lugar. El personaje carga apenas 4 años. Es un crío. Está frente a la madre, la madre que corta la cabeza a una gallina. La sangre gotea sobre la tierra. La gallina aletea aun sin testa. El niño presencia la escena. Ese es el bautizo: sangre. Esa, la natividad: muerte. Ese, el lugar: la tierra. ¿Vaticina esa muerte la propia?, se pregunta el niño. Suerte de necrológico preámbulo antes de rememorar la epifanía: la ruptura del cascarón del que un día fuera polluelo. ¿Parábola? En puridad asoma la allegorein griega. Eso. Una alegoría. Esa es la primera línea de tiempo. Ese el libro. Todo el libro de alguna mística manera resume/rezuma una allegorein. La última línea de tiempo inunda y lastra —hunde— desde palabras tremebundas, palabras que hieden/hieren: escaras, sangre, gusanos, células muertas, prótesis, oscuridad. Enpalabras tales nos sume y resume el tiempo. Todo reposa —se nos dice— como Dios manda. El libro transita, de hecho, de la muerte a la muerte. No es un libro. Es un viacrucis. Una vía dolorosa. 

El texto todo per se es eso. ¡El personaje laboró todas las líneas de su vida en un tren! El tren fue su vida. Los rieles, su rumbo. El destino, la muerte. Un tren del que nunca logró ser maquinista, se nos dice. Nunca alcanzó el personaje a tomar en sus manos el gobernalle para hacerse conducir por los caminos/destinos de la vida. Ni hubo albedrío ni fue libre. Fue, meramente, un conducido. Eso, quizá, tristemente, somos todos: conducidos. Derrota, así llaman los marinos al rumbo atemperado por las circunstancias, por los vientos, las corrientes, los desvíos, esos nudos que interrumpen el ritmo de los acontecimientos. El texto, ese repasar/pasar de una vida nos sitúa —nos golpea— en mitad de los típicos hechos personales que marcan/desmarcan/remarcan el humano acontecer: se ama, se aprende, se trabaja, se ríe, se sufre, se tiene casa, esposa, familia, hijos, recuerdos, enfermedades, y se muere. Aquellos otros, los hechos/hachas que alienta/alimenta el entorno; hechos que de alguna muy brava, minante y determinante manera grabarán —al rojo— en indelebles muescas el humano acontecer (guerras, crisis, hambre, penurias), somos nosotros y nuestro aquí y ahora. Esa es la sumatoria: esa la suma que nos resta. Un lazo une lo privado-personal y el entorno, el no-yo, como le llamara César Vallejo. Uno es la locomotora, quizá otro el riel, pero sobre todo, otro es el pasajero. De quién es la culpa —se preguntaba Raymond Radiguet—, ¿de la aguja o del imán? El entorno trasuda desde lo social, lo económico, lo político, lo geográfico, lo cultural, lo religioso, las tradiciones; desde el galénico maremágnum circundante en el que acorde a suerte o desgracia se debe bogar. Dije lazo. No. Me retracto. Lazo es palabra felpuda. Beatífica. Amorosa. Aniñada. Lazo tiene ese peluche sobre la cama de mi hija. Digamos cadena. Candado. Grillete. Con tales herrados/errados artilugios nos aherroja el entorno. Ananké y Diké no son sinónimos. El entorno nos mina y determina. De manera brava. Casi fatal.

El libro me llevó a pensar en mi madre. En la vida —y la muerte— de mi madre. Me hizo pensar en la vida —y en la muerte— de millones de seres, millones de cubanos, millones que —como por ejemplo, mi madre— pudieron nacer en Cárdenas, Matanzas, en sitio muy pobre y rural, en el Año del Señor de 1930 para fallecer en La Habana, décadas después, en la misma y humilde morada en la que aún vivo hoy día. Mi madre, que nunca conoció más sitios que su natal Matanzas y su Habana de acogida; que respiró el pobre aire que con extrema humildad la circundó. Mi madre, que jamás navegó allende este mar y jamás voló más allá de este cielo, que como el protagonista de Líneas de tiempo viajó en el tren para nunca ser su maquinista. El libro es el retrato —pudoroso y triste— de la vida y la muerte de millones. Hay libros así: son pocos, pero los hay. Por demás, es un libro bellamente escrito. Mesurado. Equilibrado. Si en el hundir se hubiera excedido, ello habría hundido al propio libro. La obra, urge decirlo, exhibe una muy mesurada mesura, un tino inusual. Eso le hice saber, lo recuerdo, a mis colegas del jurado —Francisco López Sacha y Ahmel Echevarría. “Lloré. Es desolador”, les dije, sin pudor. Recuerdo los juicios/sensaciones de Sacha y Ahmel. Nunca había llorado —hasta hoy no he reincidido en ello— como jurado. Líneas de tiempo me llevó tan al fondo que una vez publicado —pese a habérmelo propuesto— no he logrado reincidir en su lectura.  

“El libro es el retrato —pudoroso y triste— de la vida y la muerte de millones. Hay libros así: son pocos, pero los hay”.

El veredicto fue unánime. Líneas de tiempo fue el Premio Calendario de Narrativa (2019). Más tarde supimos de su autora: Elizabeth Reinosa Aliaga. No la conocía. Nunca la había leído. Jamás la había visto. Nada sabía de su existencia. Poeta Elizabeth, había escrito su primer libro de narrativa. ¡Vaya inicios! En la premiación recuerdo haberle dicho: “Elizabeth, tu libro es conmovedor. Me gustaría haberlo escrito yo”. Ella, acuosos los ojos, bajó la cabeza para decir: “Gracias”.

Hay libros que seducen y libros por los que sencillamente se vota. Líneas de tiempo es de los primeros. Elizabeth Reinosa dibujó su libro como se lee en la primera oración de la última de las líneas de tiempo: con el dedo, con sangre. Su dedo. Su sangre. Y lo hizo porque esas líneas, las del tiempo por ella bosquejado, ilustran la vida de su abuelo. Su abuelo materno. Eso lo supe después: ella misma me lo confesó. De ahí el dedo, la sangre, la fuerza terrenal y tremebunda. Raro lograr mesura y comedimiento cuando la sangre así nos toca e implica. Raro. Recuerdo el momento de la confesión de la autora: otra vez pensé en mi madre. Y otra vez los ojos se me llenaron de lágrimas.