Federico García Lorca llega a Cuba en marzo de 1930; era uno de sus sueños más acariciados. Sabía que este país tiene magia y una leyenda aguda. Trae consigo en sus alforjas el guion de Viaje a la luna, una réplica de Un perro andaluz. En Madrid el poeta había frecuentado al pintor Wifredo Lam.

Ya en La Habana, intelectuales cubanos organizan un encuentro amistoso con el poeta en la residencia de la poeta Dulce María Loynaz, en El Vedado, y también en la quinta Santa Bárbara, donde residía la hermana de Dulce María, Flor, una mujer que acostumbraba fumar tabacos en su maquinón por toda La Habana. A Flor, Lorca le entregó el poema Yerma. Mientras que la escritora Dulce María en 1928 ya había comenzado a escribir su novela Jardín, cuya redacción le tomó varios años. Ella nos dice que “Lorca no es un hombre bello, pero sus ojos son muy expresivos con una mirada de águila. Él es una mano tendida de España”.

“El poeta hechizó a todos los que lo conocieron”. Imágenes: Tomadas de Internet

Lorca fascinaba por sus conversaciones, su “duende”, ese magnetismo que lo caracterizó. El poeta hechizó a todos los que lo conocieron; su dominio de la conversación lo hacía comparable —salvando las distancias— con el poeta inglés Oscar Wilde.

Según Guillermo Cabrera Infante, “Lorca pasó una estancia amable y memorable en La Habana, un agitado ritmo lleno de agasajos, de charlas y de homenajes, y abrumado por la dulce tiranía de la amistad. Sorprendió a todos desde su presentación. Escribió poemas en La Habana. Uno de ellos, a la famosa investigadora Lydia Cabrera. A Lydia le dedicó ‘Romance de la casada infiel’. Después de cinco minutos de conversación, Lydia quedó hechizada con Lorca (la palabra es suya, ella que tanto sabe de hechizos). El poeta se deslumbró con La Habana y deslumbró también a los habaneros, que hace rato estaban acostumbrados a los fulgores de su ciudad tan capital como un pecado”.

Sigue diciendo el escritor de Gibara: “Lorca tiene por costumbre recorrer los barrios populares de La Habana, como Jesús María y San Isidro, y se llega a veces hasta la plazoleta de Luz, al muelle de Caballería ahí al lado, y al muelle de la Machina, donde ocurre la acción inicial de la novela Tener o no tener, de Ernest Hemingway. De todas maneras, Lorca compuso una de las piezas más espontáneas y libres en esta Habana maravillosa. Lorca ve en La Habana —¿cómo no habría de verlas?— las que él llama ‘mujeres más hermosas del mundo’. Luego hace de la cubana local toda una población y dice: ‘Esta isla tiene más bellezas femeninas de tipo original —y enseguida la celebración se hace explicación — debido a las gotas de sangre negra que llevan todos los cubanos’. Lorca llega a insistir: ‘Cuanto más negro, mejor’, que es también la opinión de Walter Evans. (…) Finalmente, Lorca hace un elogio de la tierra natal: ‘Esta isla es un paraíso’. Para advertir a sus padres: ‘Si me pierdo, que me busquen en La Habana’. Para Lorca La Habana es una fiesta y así debió ser”.

“Si me pierdo, que me busquen en La Habana”.

En la apertura del Primer Congreso de la Unión de Escritores y Artistas de Cuba, celebrado en La Habana el 19 de agosto de 1961, Nicolás Guillén recordaría: “Lo conocí en La Habana hace 31 años. Me lo presentó José Antonio Fernández de Castro. (…) Pero Lorca no se marchó de La Habana al término de sus compromisos con Don Fernando Ortiz. Se quedó en Cuba, le gustaba irse por las noches a las ‘fritas’, a los confines de Marianao. (…) Habían aparecido por aquel entonces Motivos de Son, en el Diario de la Marina, en la sección ‘Ideales de una raza’, el 20 de abril de 1930. Lorca retuvo el ritmo de esos poemas y luego escribió un son suyo, un son “lorquiano” que dedicó a Fernando Ortiz”.

La culminación de la visita a La Habana ocurre cuando le ofrecieron una comida de despedida en el hotel Inglaterra. Ahí estaba La Habana literaria. Llovía copiosamente en La Habana como pocas veces se vio

Los cabaretuchos de la playa de Marianao

Los cabaretuchos de la playa de Marianao fueron centros nocturnos de mitos y leyendas; basta decir que en ellos se tocaba la música más auténtica con los ritmos trepidantes del mundo arrabalero de la capital.

Se encontraban desafiantemente frente a los clubes de la aristocracia del litoral playero: Yacht Club, Casino Español, Cubanaleco. Los cabarés se llamaban Pensilvania, La Choricera, El Niche, El Panchín, La Taberna de Pedro, Mi Bohío, Los Tres Hermanos, El Flotante, El Carioca, El Pompiliu, El Paraíso, Milo Bar, Bar Polar, El Gallito, Merendero y otros.

Lorca en el Havana Yacht Club.

Muchos de estos quioscos se engalanaban con guirnaldas; en algunos de ellos los piquetes “pasaban el cepillo”. Eran instalaciones rústicas y antiestéticas, con techos de zinc y ventiladores de techo, donde se presentaban sencillos espectáculos (cortinas) de agrupaciones musicales, cantantes, bailarines, españoladas y trepidantes sones y rumberas.

Una zona de frenesí colectivo en un área muy agradable, coronada en el centro por el parque de diversiones Coney Island (hoy Isla del Coco). Abarca la famosa Quinta Avenida desde 88 hasta 156, en el litoral oeste de la playa de Marianao (ahora municipio Playa).

En esa área plebeya se fueron armando unos cabaretuchos: en la acera situaban puestos de fritas (hamburguesa cubana), papitas fritas a la Juliana, pan con bistec de cerdo o res, butifarras, tortillas de huevo, pan con lechón, perros calientes, sándwiches (invento cubano) y fiambre de todo tipo.

“Por esos cabaretuchos pasaron casi todos los músicos de valía de Cuba”.

La llamada “música de fritas” es el ambiente de los cabaretuchos de la playa de Marianao, al oeste de La Habana. La zona fue bautizada así en 1952 por el musicólogo mexicano Adolfo Salazar, quien catalogaba de “inocencia simpática, donde se cantaba ‘La mujer de Antonio’, ‘El Manisero’ y ‘La negra Quirina’”. Según Tristan Tzara, “¡Música sabrosa para comer con pan!”.

Por esos cabaretuchos pasaron casi todos los músicos de valía de Cuba: Chori, Antonio Arcaño, Antonio Machín, Berta Pernas, Rolando Valdés, Carlos Embale, Evelio Rodríguez, Frank Hernández, Tata Güines, Changuito, Merceditas Valdés, César Pedroso (Pupy), Juan Formell con un grupito de son y Benny Moré.

Todo esto motivaba que muchos turistas —siempre pendientes de lo auténtico— fueran en busca de esos espacios menos desnaturalizados. Hasta el mítico actor hollywoodense Marlon Brando, al llegar a La Habana en 1956 lo primero que dijo fue: “¿Por qué no nos llegamos a los cabarés de la playa de Marianao? Tengo ganas de oír música cubana de la buena. ¿Podríamos ir a la Choricera a ver tocar al Chori?”.

Senén Suárez patentiza que la fama internacional comienza con la crónica de Drew Pearson en New York Times, donde dijo: “El turista que visite La Habana y no llegue hasta la playa de Marianao para ver al Chori, no conoce La Habana”.

Las instalaciones de aquellos cabaretuchos todavía existen. Algunos de ellos se han remodelado con techo de guano típico y buena comida criolla; otros han sufrido el mal de la “cancunización”, como dijera el arquitecto y urbanista Mario Coyula.

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